Cazadores de drones rusos campo a través: “Cuando derribo uno, soy feliz y quiero más”
Dos ametralladoras, un lanzamisiles y un vehículo con una plataforma de tiro forman las unidades móviles de la Fuerza Aérea ucrania especializadas en el derribo de aparatos no tripulados. EL PAÍS se da cita con una de ellas
El día más difícil de Aleksandr, de 30 años, nombre en clave Jefe, fue el primero de la gran invasión rusa. Era el 24 de febrero de 2022. Ya por aquel entonces, este soldado ucranio, inquieto y de sonrisa pícara, que se unió a filas voluntariamente hace nueve años, formaba parte del cuerpo de artilleros encargado de abatir aeronaves enemigas. No sabía lo que se le venía encima; había aprendido, sí, pero era el momento del combate real. “Empezaron a llegar muchos helicópteros”, recuerda, “y tiramos hasta cuatro cerca de Vishgorod [al norte de Kiev]”. Tres años y medio después, los objeti...
El día más difícil de Aleksandr, de 30 años, nombre en clave Jefe, fue el primero de la gran invasión rusa. Era el 24 de febrero de 2022. Ya por aquel entonces, este soldado ucranio, inquieto y de sonrisa pícara, que se unió a filas voluntariamente hace nueve años, formaba parte del cuerpo de artilleros encargado de abatir aeronaves enemigas. No sabía lo que se le venía encima; había aprendido, sí, pero era el momento del combate real. “Empezaron a llegar muchos helicópteros”, recuerda, “y tiramos hasta cuatro cerca de Vishgorod [al norte de Kiev]”. Tres años y medio después, los objetivos en la diana han cambiado. Aleksandr forma parte de una unidad móvil de la Fuerza Aérea ucrania especializada en el derribo de drones, uno de los escuadrones más queridos en la calle por la misión que cumple. Objetivo: salir al encuentro de un vehículo bomba y darle caza en el cielo antes de que sea un riesgo para la población civil.
La cita es en un cruce de caminos de tierra seca, entre hectáreas de campo sin cultivar y una frondosa arboleda, en un lugar que, por seguridad, no será identificado. Despacio se acerca una furgoneta de color verde militar con un remolque y un arma bajo una funda. Del vehículo se baja Aleksandr, risueño, y su compañero Andrii, nombre en clave Viento, de 37 años. Este es más serio. Los miembros de la unidad preservarán su apellido por su condición militar y debido al actual contexto. Andrii es solícito: retira el cobertor y quita los seguros para maniobrar con el arma. Es una ametralladora Canik de calibre (diámetro del proyectil en milímetros) 12,7. Dispara hasta un centenar de balas antes de recargar. Una jornada cualquiera, cuenta Andrii, pueden gastar 1.300 proyectiles para enfrentarse a una media de cuatro drones de ataque rusos. Muchos de ellos caen.
Según la Fuerza Aérea ucrania, la tasa de aparatos no tripulados rusos derribados por los sistemas de defensa antiaérea está entre el 80% y 85%, algo superior a la registrada en el caso de los misiles interceptados (75%-80%). El posible destrozo que causan estos últimos, ya sean de crucero o balísticos, así como de las bombas aéreas guiadas, es descomunal, pero su coste también, así que el ejército ruso ha situado los drones en primera línea de sus ofensivas aéreas. Si en 2024 fueron 12.000 los disparados desde el suroeste ruso o la ocupada península de Crimea, este año, las cuentas superan ya los 15.000. Moscú batió su mejor marca el pasado domingo con 810 de estas aeronaves contra territorio ucranio en tan solo una noche.
El comandante de la unidad, que cuenta con otro integrante, responde al nombre en clave Norte. No da más detalles. Espigado e instructivo, cuenta los pasos que puede seguir el pelotón antes de enfrentarse a un aparato no tripulado enemigo, cargados con entre 50 y 90 kilos de explosivos en sus ojivas: primero, suena la alerta antiaérea; segundo, se equipan los soldados, y, tercero, acuden a su posición. “Pueden tardar entre 15 y 20 minutos”, dice el oficial al mando. A partir de ahí, el combate. “Los drones”, prosigue, “suben y bajan, con alturas diferentes”. Es por esto por lo que surgieron este tipo de escuadrones móviles de artilleros. “Nuestra prioridad son los que van más bajos”.
Sobre la plataforma de tiro, Andrii apoya otra ametralladora de calibre menor (7,62) y más ligera, conocida como PK, de la familia Kaláshnikov. Con la culata en el hombro, esta arma se utiliza para aparatos que vuelan a menor altura. “Nosotros decidimos qué drones disparamos”, señala Andrii. Una vez en posición y con información de inteligencia que llega a la unidad a través de sus mandos, aguardan al posible objetivo.
“Si las condiciones meteorológicas son buenas, podemos escuchar un dron aproximarse [con un sonido parecido al de una motocicleta o a un cortacésped] a incluso siete kilómetros”, explica este soldado, “y verlo ya a un kilómetro y medio”. Cuando descienden de los 100 metros, el riesgo es mayor. Tienen que tomar una decisión. Si lo dejan pasar, la siguiente unidad, con la que mantienen un hilo de comunicación para coordinar las operaciones, podrá situarlo en el punto de mira.
El humor entre los soldados es arrollador. Bromas, carcajadas; se quitan la palabra y se toman el pelo. Andrii, quizá menos. Dice el comandante que después de derribar un dron, se pelean por ver quién fue de todos ellos el que dio en el blanco. Ninguno tiene pareja. Pueden empalmar 24 horas de servicio con descansos de 20 o 30 minutos. Eso, en los días en los que Rusia pone en sus lanzaderas entre 400 y 500 aparatos. Suele ocurrir un par de veces al mes, sobre todo, en el último periodo de guerra. La media, más allá de esos picos, es de entre 70 y 100 drones por noche, el momento ideal para sortear las defensas ucranias.
El coste del derribo
Aleksandr abre con entusiasmo la puerta de la furgoneta de par en par para sacar otra de las armas con las que trabaja. Es un Stinger, un sistema portátil de defensa antiaérea, tierra-aire, con el que él mismo, sobre el hombro, se enfrenta a quizá su enemigo más temido, el conocido como jet Shahed, término que designa a los aparatos de fabricación iraní que vuelan propulsados por un motor a reacción, en lugar de las hélices de los modelos más viejos. “Pueden alcanzar unos 300 kilómetros por hora”, afirma este soldado, “podemos utilizar un Stinger, pero es más caro”.
La guerra actual también tiene mucho de coste-beneficio. Las unidades móviles de la Fuerza Aérea ucrania son idóneas para enfrentarse a los drones de ataque, aparatos con un precio por unidad de entre 50.000 y 70.000 euros (en el caso de los vehículos señuelos, hasta los 10.000 euros). Usar alguno de los misiles del actual arsenal de Ucrania, con un valor que puede oscilar del medio millón a los cerca de seis millones de euros, en el caso de la munición del sistema de defensa Patriot estadounidense, no es eficiente. El precio de los proyectiles que monta un Stinger puede ser incluso superior al valor de fabricación de muchos de los drones del arsenal ruso.
“¿Miedo yo a un dron?”, dice Aleksandr, “más miedo me da que pase por aquí y no pueda derribarlo”. Es guasón y atrevido, algo razonable dadas las circunstancias. “Somos tan valientes que podríamos hasta cogerlos con las manos”, se burla este soldado apretando los brazos contra el pecho. El comandante pone el punto de seriedad. Admite Norte que Aleksandr, de buena puntería, pierde en ocasiones sus días de descanso porque no se fía de que otros puedan derribar los drones como lo hace él.
—¿Qué siente cuando derriba uno?
—Diversión, felicidad, dice Aleksander. Quiero tirar otro más.