La nueva Siria afronta el reto de la paz
Tras celebrar el fin de décadas de represión, el país inicia una transición política con el desafío de cerrar heridas, revivir una economía destrozada y conciliar intereses internacionales encontrados
En la Siria que despierta estos días de casi 14 años de guerra civil y medio siglo de dinastía dictatorial de la familia El Asad, Mohamed, un joven suní originario de Deraa ―cuna de la revuelta contra el régimen allá por 2011―, celebraba este sábado en la plaza de los Omeyas de Damasco, junto con miles de personas, haber recuperado “la libertad y, sobre todo, la dignidad”, tras años midiendo cada palabra por miedo a ser arrestado por los servicios ...
En la Siria que despierta estos días de casi 14 años de guerra civil y medio siglo de dinastía dictatorial de la familia El Asad, Mohamed, un joven suní originario de Deraa ―cuna de la revuelta contra el régimen allá por 2011―, celebraba este sábado en la plaza de los Omeyas de Damasco, junto con miles de personas, haber recuperado “la libertad y, sobre todo, la dignidad”, tras años midiendo cada palabra por miedo a ser arrestado por los servicios de inteligencia. Elías, en cambio, se adaptaba a los nuevos tiempos retirando de su despacho privado el retrato que tenía colgado de Bachar el Asad, cuya caída ―según teme― le deja ahora al albur de un Gobierno interino liderado por Hayat Tahrir El Sham (HTS, un grupo que viene moderando notablemente sus postulados, pero que proviene de la rama siria de Al Qaeda) y, sobre todo, de jóvenes como los que pasan en ese momento por la calle gritando “¡Alá es el más grande!”.
Ahmed Sharaa ―el líder de HTS que, bajo el nombre de Abu Mohamed Al Julani, lideró la ofensiva que derribó al régimen― advirtió de que las celebraciones masivas del sábado en distintos puntos del país debían marcar un punto y aparte entre la alegría y el trabajo, porque la nueva Siria afronta retos inconmensurables. Casi 14 años de conflicto convirtieron en desplazados o refugiados a nada menos que la mitad de la población (de unos 23 millones en 2011, cuando arrancó el conflicto, y que se debaten estos días entre volver a sus hogares, esperar o quedarse en sus países de acogida), dejaron a un 90% en la pobreza y reforzaron el clientelismo y la corrupción sistémica de la estructura económica.
A esto se une el ovillo de la intervención extranjera que ha marcado la guerra siria. Los soldados rusos están retirando sus tropas de distintos puntos para concentrarlos en las bases, y continúan los enfrentamientos en el noreste entre los rebeldes islamistas proturcos y los kurdos, que son como agua y aceite. Estados Unidos mantiene cerca de un millar de soldados para proteger a los kurdos, en la zona rica en petróleo, unos efectivos que el próximo presidente, Donald Trump, pretende retirar tras tomar posesión, el 20 de enero.
Sharaa, el líder de HTS, necesitará recurrir a la inteligencia política que ha empleado hasta ahora para reconvertir su imagen y transmitir tranquilidad. De momento, para ser aceptado por el resto de grupos insurgentes, sobre todo los del sur, que se levantaron en paralelo y llegaron antes que él a la capital, por una carretera donde hoy se suceden los tanques y uniformes militares abandonados, como si fuese una distopía. También debe lograr un acuerdo con los kurdos en el noreste, sin desatar, por un lado, un rebote parcial de la guerra civil, ni enfadar a Turquía, gran beneficiado de la revuelta y deseoso de acabar con los combatientes kurdos. Los rebeldes a sus órdenes participaron en la ofensiva y viraron hacia la zona kurda, mientras HTS iba tomando ciudades en dirección a la capital.
Pocas veces en la historia tanto ha cambiado en tan poco tiempo. El pan, por ejemplo, ahora omnipresente en las manos de los transeúntes. Los sirios que habitaban las zonas controladas por el régimen (un 70% del país hace apenas tres semanas y casi todas las ciudades de peso) tenían una tarjeta para comprarlo a precio subvencionado. Obviamente, ya no funciona, así que todos preparan el efectivo en la cola, que puede durar entre una hora y hora y media.
O la moneda. Pagar con dólares podía, hace tres semanas, suponer una pena de prisión. Ahora, los sirios que regresan desde las vecinas Líbano, Jordania y Turquía (donde están la mayoría de los refugiados) están pagando con dólares y liras turcas, lo que ha fortalecido la moneda local un 20% en apenas dos días. Tras la caída del régimen, el dólar se venía cambiando a 15.000 libras sirias. Este domingo, está ya en torno a 12.000.
Bashir es profesor de matemáticas y complementa su magro sueldo como taxista por las noches. Los funcionarios cobran de media 300.000 libras sirias mensuales. Son, al cambio, unos 22 euros o 23 dólares. El nuevo Ejecutivo se ha marcado como prioridad aumentar esas nóminas, confiando en el levantamiento de las sanciones occidentales que asfixiaron a la economía y el regreso del turismo.
La capital vuelve a la vida a pasos agigantados. Pasado el miedo inicial, el famoso zoco está lleno de gente y de tiendas abiertas. Muchas han ocultado, con pintura blanca, la bandera de la ya antigua Siria, con dos estrellas. La nueva, con tres, luce por doquier: en las mejillas de los niños, en las banderolas, en los letreros luminosos… La petrolera estatal solo dejó de funcionar durante 24 horas. Aunque con dudas, los funcionarios han vuelto a sus puestos de trabajo desde el miércoles. Como los atascos, que aumentarán a partir de este domingo, con la reapertura de las escuelas.
La sensación de alivio y felicidad es evidente en las calles. Muchos coinciden en las sensaciones: la de haber hecho historia, la de haberse librado de un gran peso, la de haber pasado semana y media pegados a las noticias clandestinas viendo cómo un grupo de rebeldes por los que nadie daba un duro derribaba el régimen en semana y media, como un soplido a un castillo de naipes. A veces, cuando alguien vacila si hablar libremente de política o dar su nombre, el resto le recuerda que ya no debe temer nada: El Asad está huido en Moscú.
Pero es también una sensación engañosa. Hay quienes están en casa, sin festejar ni sonreír. Como Elías, que combatió en el ejército sirio durante la guerra, cuatro años. Nadie, aclara, lo obligó. Fue por voluntad propia. “No para defender a El Asad, sino porque como cristiano, como una persona más, me sentía amenazado por los otros”, explica. Ahora escucha en las calles o en los vídeos de WhatsApp a los combatientes con barba de salafista o símbolos yihadistas y se pregunta: “¿Esta gente piensa que yo también tengo sitio en Siria? Sí, de palabra dicen que no nos va a pasar nada, pero, en el fondo de su corazón, quieren convertir Siria en un país regido por la ley islámica, y que mi mujer no pueda vestir como viste”.
Otro cristiano, que prefiere identificarse solo por su nombre (Georges), cuenta que salió más tranquilo de una reunión en un hotel de Damasco. Los representantes de las nuevas autoridades les insistieron en que querían que “todo el mundo se sintiera tranquilo” y les garantizaron que perseguirían cualquier ataque contra su comunidad. “Nosotros solo queremos pan y seguridad, para poder vivir y llevar a nuestros hijos a las escuelas, y respeto a nuestras costumbres y tradiciones. Nada más”, agrega mientras pasa un coche haciendo sonar el claxon y con las ventanillas bajadas mientras suena la canción con el lema de moda estos días: “Alza tu cabeza, eres un sirio libre”.
Yaramana, a las afueras de Damasco, es una localidad originariamente drusa en la que se han ido estableciendo otros grupos de población por la historia (refugiados iraquíes de la guerra que asoló el país tras la invasión estadounidense que derrocó a Sadam Husein) y por una reforma de la ley inmobiliaria. Omar Masoud pertenece a los primeros, que tenían una relación compleja con el régimen de El Asad, que ha ido fluctuando a lo largo de la guerra.
Como miembro de una de las minorías más pequeñas y frágiles, Masoud, de 25 años, ve con la misma desconfianza a los nuevos dirigentes. “Para mí, son dos asesinos. El Asad, bajo tierra [en referencia a las celdas de Saidnaya y otras prisiones militares en las que murieron miles de opositores sirios asesinados, torturados o por las condiciones de vida] y estos, por encima”. Le preocupa que HTS “no pueda controlar” a las facciones menores, pero muy fundamentalistas, que participaron en la ofensiva, y saca el móvil para mostrar en un vídeo el símbolo en el brazo de uno de los combatientes, que ejecuta de un disparo a dos personas de rodillas al calor de la ofensiva. “¿Lo reconoces? Eso, Daesh [el Estado Islámico]. A esto me refiero. No hemos salido de una dictadura para que vengan estos animales”.
Esta semana, un grupo de combatientes suníes trató de penetrar a la fuerza en la importante mezquita chií de Saida Zeinab, con la actitud envalentonada de quien acaba de dar la vuelta a la tortilla de la historia, según puede verse en un vídeo. Está a 10 kilómetros de la capital y alberga la tumba de Zeinab ben Ali, una venerada figura por los chiíes de todo el mundo: nieta de Mahoma e hija de Ali. “Lo que más nos preocupa son los movimientos que puedan actuar por su cuenta”, dice Ali Abu Hassan, uno de sus jeques. “Ha sido una guerra larga y sangrienta, es normal que haya miedo”.
Sus voces son la prueba de que una cosa es gobernar la monocolor Idlib en tiempos de guerra y otra, construir la paz en una Siria arruinada en la que las diversas etnias y religiones se han posicionado, en términos generales, en uno u otro bando del conflicto durante una guerra cruel que se cobraron al menos medio millón de vidas.
El reto estará liderado, a corto plazo, por el nuevo primer ministro, Mohamed Al Bashir. Ha asumido la jefatura del Gobierno de forma interina, para liderar una transición hasta marzo de 2025. Es una especie de copia y pega de Idlib, el reducto rebelde del que partió la ofensiva. Ocupaba allí el cargo, en unas condiciones completamente distintas: era la provincia del noroeste donde vivían apelotonados tres millones de personas, de las que dos tercios eran desplazados de otras partes del país. Y donde Hayat Tahrir El Sham comenzó a construir una suerte de administración propia (expidiendo documentos de identidad, estableciendo tribunales…) a la vez que preparaba la operación en secreto, ayudado por Turquía, que perjuraba a sus interlocutores que nada se cocía allí. No impuso con dureza la ley islámica en Idlib, pero HTS tiene un pasado de persecución y violaciones de derechos humanos, y está designado como organización terrorista por Estados Unidos, que pide 10 millones de dólares por la cabeza de Al Julani.
Desde entonces, el grupo se esfuerza en proyectar una imagen de moderación. Sus comunicados no podrían sonar mejor en los oídos de las minorías del país y en las cancillerías occidentales. Se comprometen a colaborar para la identificación de las armas químicas que el régimen de El Asad empleó contra la población. E insisten, por enésima vez, en que protegerán a las minorías y castigarán judicialmente a quienes los dañen a ellos o a sus propiedades.
Además, en una Siria donde padre (Hafez) e hijo (Bachar) cultivaban el culto a la personalidad (con retratos por doquier en calles y carreteras que estos días lucen arrancados, incendiados o llenos de agujeros de baja), Al Julani está intentando rebajar su perfil, para evitar convertirse en la nueva estrella de rock que repita los patrones del régimen depuesto. HTS ha pedido en un comunicado que no se coloque su rostro en coches, paredes, pancartas o edificios gubernamentales. Usa ya, además, su nombre real y vestimenta civil, en vez de la militar con la que construyó su icono.
En una carambola de la historia, el apellido Julani denota que su familia procede de los Altos del Golán, la zona de Siria que Israel tomó en la Guerra de los Seis Días de 1967 y se anexionó 13 años más tarde. Hoy, las tropas israelíes han aprovechado su posición de fuerza (bombardean a diario Gaza, Líbano y Siria) y dos periodos transitorios (el pseudovacío de poder en Siria y el relevo presidencial en Estados Unidos) para vulnerar el acuerdo de armisticio de 1974, invadiendo parte de la zona desmilitarizada del país y tomando el estratégico Monte Hermón, poniendo la capital a tiro de artillería. El ministro isarelí de Defensa, Israel Katz, ya señaló este viernes “la alta importancia de seguridad” de preservar el control del Hermón y “permitir que las tropas se queden allí en las difíciles condiciones meteorológicas” del invierno.
Israel también lanzó en un solo día la mayor operación de la historia de su Fuerza Aérea: centenares de bombardeos que destruyeron la mayoría de capacidades estratégicas del ejército sirio. Huido el fiable El Asad ―que a la vez que permitía a su aliado Irán pasar armas a Hezbolá en Líbano, garantizaba a Israel previsibilidad y una frontera segura―, Israel ha aprovechado el vacío de poder para debilitar las capacidades militares de Siria para las próximas décadas. El rugido de los cazabombarderos en el cielo del país se ha convertido ya en una constante.
Al Julani reconoció este sábado, según las declaraciones indirectas difundidas por una televisión nacional, que ni está en conflicto con Israel ni tiene “capacidad de efectuar una campaña” contra el mucho más poderoso vecino, pero también aseguró que “no tiene ya excusa” para intervenir en el país “tras la marcha de los iraníes” y de la milicia Hezbolá, que habían acudido en apoyo a El Asad en la guerra. Es el motivo por el que Israel venía bombardeando Siria sin consecuencias en los últimos años. Casi a diario desde que comenzó la guerra en Líbano, entre septiembre y diciembre.
Es decir, el próximo Gobierno, recibe una Siria sin control sobre todo su territorio y unas Fuerzas Armadas con menos del 10% de los misiles tierra-aire estratégicos que tenía desplegados, según los datos del ejército israelí, que admite que la desolación podría serle muy útil para destrozar ahora el programa nuclear de Irán. Es un plan que lleva casi dos décadas sobre la mesa de Benjamín Netanyahu, que estuvo al borde de lanzarlo cuando Irán era estratégicamente más fuerte e Israel, más débil.