Los libaneses se movilizan para rellenar el vacío estatal
En un país acostumbrado a las crisis, sociedad civil, voluntarios, partidos políticos y notables intentan dar respuesta a las necesidades más inmediatas generadas por la ofensiva israelí
Los libaneses llevan años acostumbrados a que el Estado sea una mala ventanilla a la que acudir. La crisis económica iniciada en 2019 acentuó el sálvese quien pueda en un país en el que la solución de los problemas básicos depende más del colectivo religioso de pertenencia, del apellido o de la famosa wasta (un contacto o enchufe). Ahora, la ofensiva israelí (un 20% de población desplazada, el sur invadido y cada vez más devastado, otras dos zonas bajo ...
Los libaneses llevan años acostumbrados a que el Estado sea una mala ventanilla a la que acudir. La crisis económica iniciada en 2019 acentuó el sálvese quien pueda en un país en el que la solución de los problemas básicos depende más del colectivo religioso de pertenencia, del apellido o de la famosa wasta (un contacto o enchufe). Ahora, la ofensiva israelí (un 20% de población desplazada, el sur invadido y cada vez más devastado, otras dos zonas bajo bombardeos diarios…) está teniendo un impacto inasumible para las maltrechas arcas nacionales. Ante la impotencia y ausencia de las autoridades ―”Ma fi dawla” (no hay Estado) es una de las frases favoritas de los libaneses―, colectivos de la sociedad civil, voluntarios, partidos políticos y hasta notables han ido llenando a toda prisa los huecos, como los jóvenes que reparten miles de comidas a los desplazados o el palestino que empezó a construir un centro médico porque daba por hecho lo que se venía.
Burj Al Barajne es, originariamente, un campamento de refugiados surgido de la Nakba, la huida o expulsión por las milicias sionistas y el ejército israelí entre 1947 y 1949 de un 70% de los palestinos que vivían en el actual Israel. Como Mohammad Al Habet, cuya familia desciende de la ciudad de Acre.
A sus 47 años, se olía hace más de un mes lo que ha acabado pasando, así que quiso acelerar. Mandó levantar la estructura de hierro del hospital antes de las últimas oleadas de bombardeos, que han acabado generando un éxodo entre sus alrededor de 67.000 habitantes. Burj Al Barajne está junto a Dahiye, el bombardeado feudo chií de Beirut, y sus callejuelas (coronadas por nudos imposibles de cables eléctricos) han acabado absorbiendo también refugiados sirios y migrantes de Etiopía, Bangladés o India. Es el alquiler que se pueden permitir.
“Vimos signos claros de que iba a haber una guerra. Estábamos seguros, así que empezamos a pensar en serio cómo podíamos contribuir. Estamos al lado de Dahiye y teníamos la experiencia de 2006 [la guerra entre Israel y Hezbolá, en la que también fue duramente bombardeado], así que esto nos pareció la prioridad”, explica dentro de la caseta de obra que usa como despacho.
Como el Estado ―”o lo que queda de él”, ironiza Al Habet― es “solo para algunos” y Líbano prohíbe a los refugiados palestinos poseer tierra, ha destinado para el conato de hospital unos terrenos que alquilaba. Lo llama así, aunque no tiene los permisos. “Técnicamente, seremos un centro de emergencia. Si sirve para acelerarlo, yo firmo un papel prometiendo que lo dejaremos en manos de una organización caritativa. Si la guerra se extiende mucho, hará falta”. Como en 2006, rememora, cuando Israel bombardeó los puentes y las ambulancias tenían muy difícil moverse de un barrio a otro, recuerda.
La idea es instalar 72 camas. Munir Saleh, palestino de 56 años, pinta las patas de las camillas. “Normalmente, vendo kaak [un pan con sésamo típico de los puestos callejeros], pero esto lo hago porque sé pintar y quiero ayudar. Si al final me dan algo de dinero, mejor. Si no, no pasa nada”. Aquí son de Mohamed Dahlan, el famoso y controvertido exresponsable de la seguridad preventiva con Yasir Arafat que conserva su popularidad en los campamentos de refugiados, en parte gracias a los fondos que logra en el Golfo, donde reside. Su nombre suena desde hace meses para la Gaza de la posguerra.
Voluntarios de todas las crisis
Las iniciativas ajenas a las autoridades en tiempos difíciles no se detienen en este campamento lleno de carteles llamando al boicot de marcas estadounidenses (por su apoyo a Israel) o con la imagen de Abu Obeida, el enmascarado portavoz del brazo armado de Hamás que reivindicó ante el mundo el ataque del 7 de octubre de 2023. En el mucho más tranquilo y privilegiado barrio cristiano de Achrafiye, en Beirut, Mahya el Jawhary se toma una pausa tras poner a cocer 500 huevos para el día siguiente. Tiene 33 años y está contratado como chef por la Embajada de Alemania. Pero como su trabajo está paralizado, ha cambiado las pequeñas porciones con toques de autor para un puñado de comensales por las enormes cazuelas de “cosas fáciles de hacer y transportar”, como sándwiches o legumbres, para alimentar a los desplazados por los bombardeos israelíes. Algunas familias del sur del país que han acabado en el barrio bajan incluso a ver si han sobrado raciones y pueden llevarse alguna a casa.
Lo hace con Nation Station, un colectivo nacido de la explosión en el puerto de Beirut en 2020 que ha seguido activo y se ha encontrado de repente con una crisis brutal y cientos de miles de desplazados. “Nos movilizamos enseguida cuando empezamos a ver las imágenes de la gente huyendo y las casas derruidas por los bombardeos. Pensábamos que tendríamos unos 10 o 15 voluntarios; al final son 200″, explica Josephine Abou Abdo, de 34 años y manager de la cocina comunitaria en la que transformaron una antigua gasolinera y de la que no dejan de salir tuppers con comida. Cada día hasta 2.800 raciones y, aún así, admite Abou Abdo, “es solo una gota en el océano” de las necesidades. Los voluntarios, algunos de ellos extranjeros, cargan también cajas con toallitas de bebé, botellas de agua o pañales.
Aley es “la capital de las montañas”, como la suelen llamar en árabe. Situada entre Beirut y Damasco, es la cuarta mayor ciudad del país y la pueblan principalmente drusos, como se nota en los tradicionales gorros blancos que llevan los hombres en las calles. Aquí han acabado muchos de los desplazados, lejos de las tres zonas más castigadas por las bombas israelíes: el sur, el Valle de la Becá y Dahiye. Al empezar la crisis, el anciano líder druso Walid Jumblatt les lanzó un mensaje tranquilizador: venid a las montañas, os recibiremos y estaréis seguros. En los dos primeros días, llegaron 17.000 a Aley.
Los colegios públicos, que estaban matriculando a los últimos alumnos para el inicio del curso escolar, se transformaron en refugios. Dependen del Ministerio de Educación, pero lo más parecido a una autoridad estatal en uno de ellos es una gobernadora que no está porque no da abasto. La verdadera autoridad es un partido político que representa a la comunidad drusa, aunque se declare laico: el Partido Socialista Progresista, que Walid Jumblatt lideró durante décadas y ha tomado el control de la situación. “El Gobierno está completamente ausente”, dice el secretario de la formación en la célula de crisis, Ribal Abu Zahy, mientras los niños juegan en el patio y las mujeres rebuscan entre las bolsas de ropa donada de urgencia.
Hay 390 personas en la escuela y la mayoría “lleva días sin poder ducharse”, admite. “Todo lo que ves en las aulas lo hemos traído nosotros, ONG o la Cruz Roja. O vecinos. Salvo 200 colchones que nos ha dado el Ministerio y no dan para todos”, añade. ¿Y por qué se encarga un partido político? “¿Quién si no?”, responde. “Aquí tenemos mucha presencia y estructura... y era eso o nada”, agrega. La zona es el bastión del partido.
Petra Azzam, una voluntaria de 23 años que estudió justo en ese colegio, resume así el papel del Ministerio: “Básicamente, darnos la llave del colegio”. “Yo he comprado cosas con el dinero que me mandan mis amigos. Confían en mí y han donado 500 dólares. Les mando una foto por WhatsApp para que vean en lo que lo he gastado”, añade.
Las heces se acumulan en los baños de los pasillos. No hay agua en la cisterna. “La gente se ducha echándose encima botellas de agua”, cuenta su amiga y también voluntaria Marwa Ghrazi. ¿Y el agua estatal? Ghrazi esboza una media sonrisa antes de responder provocadoramente: “¿De quién?”