Rabia y hartazgo en Yenín por las muertes grabadas de dos niños que han dado la vuelta al mundo
Amigos y familiares reproducen una y otra vez las imágenes en el móvil de los disparos que acabaron con un palestino de 8 años y otro de 15. “No sé cómo lo hice, pero fue como una pesadilla”, cuenta el hermano que arrastró el cadáver del menor de ellos hacia un coche
Ibtisam Al Yanun aparca el coche frente a su casa en Yenín, cerca del puñado de ladrillos y arena que oculta este jueves los lugares, uno a 15 metros del otro, en los que el ejército israelí mató en la víspera a los palestinos Adam Al Ghul, de 8 años, y Basil Abu Al Wafa, de 15. No ha reparado los agujeros de los disparos ni limpiado los restos de sangre seca. “Mi marido no quiere. Dice que la sangre de un mártir es una bendición”, ...
Ibtisam Al Yanun aparca el coche frente a su casa en Yenín, cerca del puñado de ladrillos y arena que oculta este jueves los lugares, uno a 15 metros del otro, en los que el ejército israelí mató en la víspera a los palestinos Adam Al Ghul, de 8 años, y Basil Abu Al Wafa, de 15. No ha reparado los agujeros de los disparos ni limpiado los restos de sangre seca. “Mi marido no quiere. Dice que la sangre de un mártir es una bendición”, asegura. Es el mismo Hyundai blanco al que Bahaa arrastra el cuerpo de su hermano Adam ―dejando un reguero de sangre― cuando un disparo lo deja inerte en el suelo. Y el que se ve al fondo cuando Basil sigue recibiendo disparos, ya aparentemente muerto. Sucede en dos vídeos, captados por cámaras de seguridad, que han dado la vuelta al mundo al mostrar ―de forma inusualmente clara― la muerte de dos menores palestinos desarmados. Este jueves, en la calle donde pasó, amigos y familiares reproducen una y otra vez las imágenes en el móvil, como si la indignación fuese más fuerte que el dolor que les produce, sobre todo en esta ciudad de Cisjordania en la que la ampliación improvisada del cementerio el pasado julio, tras una invasión israelí, tiene ya 24 tumbas más.
En las imágenes de las cámaras de seguridad se ven los disparos, pero no quién los efectúa. Bahaa y su primo Ashraf, ambos de 13 años, estaban allí. Viven en la misma calle y cuentan que subieron al cruce con la calle de Haifa para ver cómo las tropas israelíes se retiraban de su incursión de 16 horas en el campamento de refugiados de la ciudad, en la que habían matado a dos milicianos. “Siempre lo hacemos, pero no se paran. Esta vez pasó un jeep, otro y un tercero paró, bajó un soldado y disparó”, asegura Ashraf.
Un disparo impactó en Adam. “Me salió natural lo de agarrar a mi hermano. No sé cómo lo hice, pero fue como una pesadilla. Veía en sus ojos abiertos cómo el alma salía de su cuerpo. Todavía no me termino de creer lo que ha pasado”, dice Bahaa mientras un amigo le pasa la mano por el hombro. En el vídeo se le ve luego gesticular desde la parte trasera del coche: primero, en dirección a los soldados y, después, hacia atrás. “Gritaba: ¡mamá, mamá!”, explica.
Ashraf señala que Adam solía burlarse de los soldados, haciéndoles el signo de la victoria con los dedos. Asegura que no estaban haciendo “nada”, lo que aquí suele significar tirar piedras o fuegos artificiales a los vehículos militares. No se ve en las imágenes. Sí, en cambio, algo que sucede tras la muerte de Basil, al que Hamás ha reivindicado como su miembro: con el cadáver tendido solo en el suelo (todos han salido corriendo), un vehículo militar israelí se aproxima al cadáver. Del asiento del conductor baja un soldado, que fotografía el cuerpo con el móvil, sube de nuevo y se marcha.
Bahaa y otros chicos de su edad rodean sentados el lugar donde murió Adam, y en el que alguien ha puesto una flor. La sangre, visible por la mañana, está oculta desde el mediodía por arena. Rezuman resignación y tristeza.
A medio centenar de metros está la casa de los Al Ghul. Decenas de familiares y vecinos (hombres, por un lado; mujeres, por otro) se acercan a presentar sus condolencias y, sobre todo, acompañar el duelo en silencio. Los jóvenes sirven café con cardamomo y reparten botellas de agua. Ha muerto un niño de ocho años, así que no cabe la retórica triunfalista, ni las fotos y banderas; ni el reparto de dátiles que acompaña al luto por los milicianos perecidos en combate.
“Sabía que estaban allá, pero no estaba preocupado. Son niños, no van armados. No es la primera vez que salen adonde están los soldados”, asegura con la mirada perdida el padre de Adam, Samer Al Ghul, de 49 años. “Esta es una zona tranquila, está lejos [del campamento de refugiados]. Parece que la vida está reservada para otros. Nosotros, los palestinos, llevamos toda la vida así”, sentencia con hartazgo.
“Se lo llevaron al hospital, pero sabía que no serviría de nada”
Las caras son de dolor, pero pocos hombres se atreven a expresarlo. Un mártir (es decir, un muerto en el marco del conflicto con Israel, sea participando en él o no) supone una mezcla de rabia y orgullo, un peaje de lo que supone ser palestino y musulmán, sobre todo en el norte de Cisjordania, histórico feudo de los grupos armados. “Estoy triste, pero… al hamdulila, al hamdulila… (gracias a Dios)”, dice Suleiman Abu Wafa para referirse a la muerte de su hijo Basil, en Silat Al Hariziya, la localidad de 15.000 habitantes a 10 kilómetros de la ciudad de Yenín a la que cientos de personas se han acercado para rezar por su alma y por la de los muertos en Gaza. Lo hacen en un diwán, un lugar de reunión que les ha cedido otra familia porque está en la parte alta de la localidad (a la que difícilmente podrían llegar los vehículos militares israelíes a través de las callejuelas). Un luto similar previo en un amplio salón de la parte baja acabó con el lanzamiento por el ejército israelí de gases lacrimógenos. Allí fue enterrado el miércoles Basil porque es de donde proviene la familia.
Suleiman cuenta que empezó a escuchar disparos desde casa. “Cuando sonaron más cerca, algo me dijo en mi corazón que le había pasado algo. Lo llamé hasta seis veces y no lo cogió. Salí y vi muerto a Adam, pero no entendí que mi hijo también lo estaba. Soy médico. Cuando lo vi, supe que estaba muerto. Sí, se lo llevaron al hospital, pero sabía que no serviría para nada”, rememora.
El otro cadáver, el de Adam, descansa en el cementerio nuevo del campo de refugiados, en un improvisado cúmulo de tierra rodeado por ladrillos y coronado por dos plantas. Tardaron pocas horas en enterrarlo porque, dice su padre, “no tenía sentido pasar más dolor y tristeza mirando el cadáver”.
Alrededor de la tumba, familiares y amigos leen el Corán en silencio. Lo rompe una mujer para decir en alto una idea que muchos dicen por lo bajo en Cisjordania desde que Hamás mató a unos 1.200 israelíes y secuestró a más de 200 en su ataque sorpresa del 7 de octubre: solo el movimiento islamista planta cara a Israel y puede traer de vuelta a casa a los presos. Solo la fuerza puede “liberar Palestina”. Otra mujer reparte dulces de almendra: ir al paraíso es motivo de celebración, sea empuñando las armas o, como Adam y Basil, indefensos.
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