Putin culmina la militarización de la sociedad: “Por el presidente, por el ejército, por Rusia”

Los lemas y carteles bélicos impregnan toda la vida mientras las autoridades preparan nuevas medidas para castigar a los ‘traidores’: aquellos que dejaron el país o no desean una victoria en la guerra

Varias personas se fotografían junto a una letra Z, símbolo del apoyo a las tropas rusas en la invasión de Ucrania, el día 5 en Moscú. Foto: MAXIM SHIPENKOV (EFE) | Vídeo: Reuters

Un letrero enorme corona el edificio moscovita de Ferrocarriles Rusos con el lema “Por el presidente, por el ejército, por Rusia”. En las calles hay carteles con los rostros de los militares que combaten contra Ucrania con un “¡Gloria a los héroes de Rusia!” y, junto al centro comercial de Semiónovskaya, una pantalla gigante intercala los últimos titulares de las agencias de noticias del Kremlin con ...

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Un letrero enorme corona el edificio moscovita de Ferrocarriles Rusos con el lema “Por el presidente, por el ejército, por Rusia”. En las calles hay carteles con los rostros de los militares que combaten contra Ucrania con un “¡Gloria a los héroes de Rusia!” y, junto al centro comercial de Semiónovskaya, una pantalla gigante intercala los últimos titulares de las agencias de noticias del Kremlin con la Z que identifica al ejército. “No dejamos tirados a los nuestros”, aparece escrito en aquel rectángulo gigante con la bandera nacional, y justo enfrente un anuncio de reclutamiento llama a alistarse. El cambio ha sido gradual en el último año: de intentar mantener aparte a la población a que la guerra lo impregne todo. Depresión, resignación y deber son las tres formas más habituales de afrontarlo. Aunque una gran parte de los rusos pondrían fin mañana a su ofensiva, muchos se reafirman en que por encima de todo deben ser fieles a su patria. Cualquier otra cosa, escuchan una y otra vez, sería traición o cobardía.

Mientras el resto del mundo celebraba el Año Nuevo con mensajes de ilusión, el presidente ruso, Vladímir Putin, hizo su discurso en un lóbrego escenario rodeado de militares para insistir a sus compatriotas en que están en guerra contra Occidente y exigirles lealtad. “Ha sido un año que ha separado claramente el coraje y el heroísmo de la traición y la cobardía. Que ha demostrado que no hay poder superior al amor por la familia y los amigos, la lealtad a los compañeros y la devoción por la patria”, subrayó al inicio de su mensaje navideño.

Dos semanas después, el Consejo Presidencial para los Derechos Humanos propuso reformar el artículo 275 del Código Penal, sobre la alta traición, para añadir el concepto “traición en cualquier forma”. Según el organismo, esto facilitaría castigar a los cientos de miles de rusos que han huido del país o que no desean una victoria de su patria. El presidente de la Duma Estatal, Viacheslav Volodin, y el vicepresidente del Consejo de Seguridad, Dmitri Medvédev, han pedido públicamente que les sea retirada la nacionalidad y se les confisque sus bienes por ser “enemigos del Estado”.

Rusia es Putin, pero Putin no es Rusia. El fuerte sentido de comunidad de sus ciudadanos y el aparato represor, cada vez más uniformador, provocan enormes contradicciones entre los rusos, y esto ha dejado al país sumido en una crisis nerviosa. La venta de antidepresivos se ha disparado (un 48% interanual entre enero y septiembre, según el sector, aunque tras la movilización parece incluso peor), y muchas familias se han roto por la política.

“Incluso si lo de Bucha fuera cierto, no me importaría una mierda. La única gente que me importa son los soldados rusos. Son mis hermanos, están muriendo allí, hablar de esto no es constructivo para mí”, fue lo último que escribió en otoño una mujer antes de cortar todos los lazos con un amigo extranjero. Es uno de los miles de ejemplos sobre la crispación actual, aunque es peor entre padres e hijos.

“No voy a volver en Navidades. En casa me echan en cara que critique la guerra y varios familiares me han retirado la palabra”, cuenta Elena, una joven que vive en España desde hace varios años. También es el caso de Mijaíl, de San Petersburgo: “Con mi madre al menos hablo, aunque a veces se pone tensa. Con mi hermano el contacto es mínimo, y porque nos obliga nuestra madre. Solo nos saludamos”. “Se lo creen todo. Antes era que Polonia se va a quedar una parte de Ucrania; ahora, que Ucrania se va a convertir en católica”, agrega enfadado.

Es muy raro ver cadáveres en los medios permitidos por el Kremlin, incluso los de las unidades ucranias más demonizadas, como el Batallón Azov. Pese a las peroratas de los tertulianos, la guerra es aséptica en televisión para el votante mayor, mientras que muy pocos jóvenes se atreven a publicar nada relativo a las masacres y solo presumen de su ocio en las redes sociales. Solo los canales de Telegram son una ventana abierta a la sucia realidad de la guerra.

El miedo como síntoma

“El miedo es uno de los síntomas de nuestro tiempo”, decía Ernst Jünger en La emboscadura (1951). Esa afirmación parece aún más válida hoy, porque los rusos, por ser apolíticos y no querer molestar alzando la voz, han delegado su futuro a Putin ciegamente. Aunque un 71% de la población apoya las acciones de su ejército, a un 50% le gustaría iniciar de inmediato las negociaciones de paz, 10 puntos más que los que quieren seguir los combates, según la encuesta de diciembre del prestigioso centro sociológico Levada, declarado agente extranjero por el Kremlin.

“La mayoría de los rusos muestran que desearían acabar con el conflicto si esta fuera la posición del presidente. Apoyan abiertamente cualquier posición que consideren beneficiosa para el Estado, cualquiera porque tienen poca comprensión de lo que sucede exactamente en Ucrania y creen que, en tiempos de guerra, uno debe apoyar a su país”, comenta a EL PAÍS Antón Barbashin, director del portal Riddle. “Cualquier otra posición sería antipatriótica o traidora. Además, los datos revelan que el grupo que desea continuar con la guerra es minoritario”, añade.

Según el sondeo, un 34% de los rusos “se sienten moralmente responsables por la muerte de civiles y la destrucción en Ucrania”. “Considerando la propaganda y la represión, esto es un número bastante alto”, subraya Barbashin. “Desafortunadamente, cualquier catarsis significativa solo será posible después de la guerra”, apunta el experto, y añade: “Cualquier debate que surja dependerá de cómo termine la guerra y quiénes sean los líderes de Rusia en ese momento”.

Putin, acuciado por una guerra sin horizonte claro, está cimentando un Estado en torno a la guerra y el amor a la muerte. Regresan las organizaciones patrióticas juveniles, los lemas en clase sobre el honor de morir en combate y las clases sobre armas; las críticas al ejército están penadas con la cárcel; las nuevas leyes supeditan a las empresas a cubrir las necesidades militares. Y el Ministerio de Defensa ha elevado de 1,1 millones a 1,5 millones de militares su tope de personal. Además, fuentes del Kremlin aseguran al diario Kommersant que Putin planea repetir en la Presidencia en 2024.

“Si me llaman, iré al ejército, no me voy a marchar”, dice en un corro de amigos en el gimnasio un hombre de mediana edad, mientras debaten sobre una nueva movilización. Cientos de miles de rusos han huido del país para no ir al frente, pero otros muchos más se resignan a un futuro incierto con más o menos optimismo. “Mi hermano se ha alistado como voluntario para defender a su país, la OTAN nos ataca y Putin nos defiende”, dice exaltada Yulia en una charla entre conocidos.

“Y tú, ¿qué piensas de Rusia?”, es la pregunta habitual con la que los desconocidos empiezan una conversación con extranjeros. “La OTAN nos rodea, tenemos que defendernos”, decía un hombre a varios periodistas tras escucharlos hablar en español. “Sois esclavos de Estados Unidos” y “vosotros colonizasteis el mundo”, son otros argumentos habituales para justificar su guerra.

No obstante, el Kremlin sabe que también hay otras muchas voces críticas. Como decía Ernst Jünger, “si las grandes masas fueran tan transparentes como asevera la propaganda, si sus átomos estuvieran tan orientados en una misma dirección, entonces se precisaría una cantidad de policía no mayor que los canes que necesita un pastor para su rebaño”. Sin embargo, en Rusia hay más de dos millones de policías y no hay recoveco que no esté vigilado por una cámara o varios agentes.

Una familia seguía por televisión el discurso de Año Nuevo de Vladímir Putin, el 31 de diciembre en Moscú. ALEXANDER NEMENOV (AFP)

“Solo Irán ha vivido más protestas que Rusia en los últimos cinco años dentro de los países autoritarios. La idea de que hay pocas protestas es un sesgo creado por los medios”, apunta el analista Alexánder Badin con datos del Centro Carnegie de Moscú y The Economist. “Pero las autoridades rusas han aprendido cómo suprimir el potencial de manifestaciones sin hacer concesiones, y una de las narrativas de la propaganda más exitosas es que las protestas son inútiles y las organizan perdedores”, agrega en su análisis. Según el medio OVD-Info, 19.478 manifestantes han sido arrestados desde el inicio de la guerra.

Atados al Estado

La OCDE estima que un tercio de la población activa trabajaba para el Estado antes de la pandemia. La politóloga Ekaterina Shulman resalta que son ellos, “la burocracia civil, las mismas personas que han sido despojadas de sus poderes consistentemente durante los últimos 15 años”, los que “han mantenido a flote el Estado” al mismo tiempo que “han fracasado los elementos en torno a los que el sistema político construyó su identidad”: el ejército, el espionaje y la propaganda.

En Rusia no hay huelgas. “Si lo dejo, no encontraré un trabajo igual y me sustituirán fácilmente”, reconoce una empleada de un ente público que pide el anonimato. “Todos estos años asqueado con lo que hago han servido para algo”, reconoce un joven compañero suyo, excluido de la movilización militar gracias a que su empleo estatal forma parte de las excepciones hechas por el Gobierno. Una gratificación en pos de mantener engrasada la maquinaria del Kremlin.

“En noviembre nos pidieron transferir el salario del primer día de trabajo al fondo de asistencia para la movilización. Dijeron que era ‘voluntario’, pero transfirieron todo para evitar problemas con las autoridades”, cuenta una profesora de universidad. La intervención del Estado es aún mayor en los colegios. “Hay muchos eventos patrióticos en las escuelas: izar la bandera, las clases de patriotismo, encuentros con veteranos... es como si les quitasen a los niños la mitad de su tiempo de estudio. Los padres no están contentos, pero nadie discute”, afirma.

El futuro se decide ahora, con las elecciones presidenciales de Estados Unidos y Rusia de 2024 de fondo. Preguntado sobre si una derrota podría hacer germinar en Rusia un resentimiento parecido al de los imperios que perdieron la I Guerra Mundial, Barbashin se muestra optimista. “A menos que Rusia acabe con una versión del Tratado de Versalles, cualquier futuro Gobierno se centrará en suavizar sus sanciones y normalizar las relaciones con Occidente. Es difícil imaginar que Rusia sea abandonada después de esta guerra como lo fue Alemania en la década de 1920″, apunta Barbashin. La cuestión clave es si el putinismo perdurará a su ofensiva.

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