La muerte de Isabel II, el desafío inesperado que ha puesto a prueba a la nueva primera ministra y al líder de la oposición

La urgencia con que inició su mandato la nueva primera ministra, Liz Truss, se ha frenado. La oposición ha dado una tregua a la sucesora de Boris Johnson

La primera ministra del Reino Unido, Liz Truss, y el líder de la oposición laborista, Keir Starmer, en el servicio religioso celebrado este miércoles en Westminster Hall (Londres)Jacob King (AP)

El jueves, 8 de septiembre, la nueva primera ministra del Reino Unido, Liz Truss, anunciaba en el Parlamento el mayor paquete de ayuda económica directa a los ciudadanos de la historia reciente: casi 150.000 millones de euros para hacer frente a una crisis energética, que había duplicado las facturas del gas y la electricidad, y amenazaba con achicharrar desde un principio...

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El jueves, 8 de septiembre, la nueva primera ministra del Reino Unido, Liz Truss, anunciaba en el Parlamento el mayor paquete de ayuda económica directa a los ciudadanos de la historia reciente: casi 150.000 millones de euros para hacer frente a una crisis energética, que había duplicado las facturas del gas y la electricidad, y amenazaba con achicharrar desde un principio el recién estrenado mandato de la sucesora de Boris Johnson. Era la noticia más relevante en el país, e importante también para el resto del mundo, que observaba con curiosidad y expectación los primeros pasos de la política conservadora. Hasta que el Palacio de Buckingham publicó, a media mañana de ese jueves, la breve nota que puso en alerta a las redacciones de gran parte del planeta: “Los médicos de la Reina están preocupados por la salud de Su Majestad y han recomendado que permanezca bajo supervisión médica”.

El debate político y económico de un país que era una caldera en ebullición se congeló de inmediato. Pero en la lucha por el poder solo se descansa para conspirar, y cualquier acontecimiento inesperado es una oportunidad para avanzar posiciones. El Reino Unido guarda duelo por Isabel II, hasta la celebración del funeral de Estado, en la Abadía de Westminster, el próximo lunes. Tanto Truss, como su rival, el líder de la oposición laborista, Keir Starmer, han aprovechado el catafalco de la conmoción nacional para elevar su propia estatura política.

De luto riguroso, la política conservadora fue la primera en anunciar a sus compatriotas el fallecimiento de la monarca; ella acompañará a Carlos III en sus primeros viajes por todo el país, y tendrá una oportunidad de oro para reforzar su papel cuando reciba, a lo largo del fin de semana, a todos los dignatarios internacionales -comenzando por el presidente de Estados Unidos, Joe Biden- que se disponen a viajar a Londres para rendir un último homenaje a la reina. No será un tiempo para hacer política, protestan desde Downing Street ante la idea, pero cualquier encuentro de este tipo es aprovechable, bien planteado, y ya solo la foto tiene un valor incalculable. Posar junto a un estadista eleva el rango.

Más difícil ha sido el reto para Starmer, que ha sufrido ya su segundo golpe de mala suerte. Cuando fue elegido por las bases, en abril de 2020, para sustituir a Jeremy Corbyn, un líder demasiado a la izquierda para los británicos que fue derrotado en las urnas por Boris Johnson, acababa de irrumpir la pandemia con una fuerza devastadora. El nuevo jefe de la oposición tuvo que dirigirse por zoom a los afiliados, y expresar a continuación su respaldo incondicional al Gobierno, ante la crisis que se avecinaba. Con el hundimiento de Johnson y la llegada de Truss, la oportunidad era irrrepetible. El laborismo aventajaba ya en las encuestas a los conservadores en más de 15 puntos. Starmer se consolidaba como un dirigente de fiar, frente a los escándalos protagonizados por el primer ministro. Truss, con su mensaje neoliberal, su bajada indiscriminada de impuestos y su negativa a gravar de modo extraordinario a las empresas energéticas -con beneficios astronómicos- era material perfecto para la oposición, mucho más ante la recesión que se anticipaba.

Hasta que falleció Isabel II. El periodo nacional de luto se convirtió, curiosamente, en un examen al líder de la oposición. No tanto por él mismo ni por su sentido de la responsabilidad, sino porque la opinión pública iba a observar con lupa cómo mantenía bajo control, en días tan delicados, a sus diputados, a los miembros de su partido más cercanos al “corbynismo” del pasado, al sentimiento antimonárquico latente en una organización de izquierdas, y a sus aliados, los sindicatos, dispuestos a remover el país con huelgas encadenadas.

Con mayor o menor tensión, Starmer, cuya intervención en el Parlamento al conocer la muerte de Isabel II fue impecable, ha capeado con éxito todos esos desafíos. Dio la orden tajante a todos sus diputados para evitar declaraciones sobre la muerte de la monarca. Solo hablaría la dirección. Logró que las confederaciones sindicales paralizaran las protestas y huelgas agendadas para la semana. Y fue capaz de dar una respuesta templada ante la inquietud que causó en sus filas ver cómo la policía comenzaba a detener a cualquiera que protestara en la calle contra la monarquía. “Dado que la Jefatura del Estado en el Reino Unido es hereditaria-y, por resaltar lo obvio, no elegida- son pocos los modos en que se puede expresar un acuerdo o desacuerdo”, decía en Twitter el diputado laborista Clive Lewis. “Claro que debemos respetar el hecho de que algunas personas muestren su desacuerdo, es una de las grandes tradiciones de la política británica. Pero creo, y así lo pido, que debe hacerse dentro de un espíritu de respeto”, aseguraba Starmer cuando le preguntaban por los manifestantes detenidos. El debate interno en el partido quedaba zanjado, y la imagen del líder laborista -ante un posible futuro como inquilino de Downing Street- ganaba enteros entre los ciudadano.

Paz provisional con Europa

Este jueves vencía el plazo legal para que finalizara el periodo de gracia concedido al Reino Unido en los controles aduaneros de Irlanda del Norte. Hasta ahora, Londres había relajado unilateralmente las nuevas obligaciones que le imponía el Brexit -en concreto, el Protocolo de Irlanda del Norte-, para evitar un mayor caos fronterizo. A la vez, el Gobierno de Johnson proseguía su guerra con Bruselas. Fue precisamente Truss, en su calidad de ministra de Exteriores, la que impulsó una ley doméstica -todavía en trámite parlamentario- que modificaba unilateralmente los puntos fundamentales del protocolo, para irritación de la UE, que emprendió acciones legales de respuesta.

Finalmente, el luto y dolor por el fallecimiento de Isabel II ha traído consigo cierto espíritu de concordia. Londres ha enviado a Bruselas una carta en la que pide una ampliación del plazo del periodo de gracia. La UE no va a responder, pero eso, como sutileza diplomática, es un modo de no darse por enterada y dejar que todo siga igual, sin ir a peor. La retórica agresiva de Truss contra la Unión Europea, durante la campaña de las primarias, tenía que bajar en intensidad a la fuerza, una vez llegara la candidata al Gobierno. La buena voluntad del resto del mundo hacia el Reino Unido desplegada estos días, al parecer, ha sido aprovechada por una primera ministra consciente de que, en cuanto los restos de la monarca reposen definitivamente en la Capilla de San Jorge, en Windsor, comenzará una compleja batalla doméstica que requerirá toda su atención, y estos días de luto han sido perfectos para rebajar discretamente la intensidad de los frentes abiertos en el exterior.




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