Chernihiv entierra a sus muertos tras el asedio ruso
La ciudad cercana a Bielorrusia contabiliza centenares de víctimas. No fue tomada, pero pasó semanas bombardeada y casi incomunicada tras la destrucción del puente que la conectaba con Kiev
Sin agua corriente ni electricidad en la mayor parte de Chernihiv, Serhii Andreev no podía lavar los cadáveres que llegaban a la morgue en los días más duros del intenso asedio ruso a esta ciudad del norte de Ucrania. “El frigorífico no funcionaba, pero al menos hacía frío fuera. Ahora por lo menos los entierros son decentes, pero las funerarias estaban cerradas entonces. Teníamos 150 cadáveres con los que no sabíamos qué hacer, así que el Ayuntamiento decidió hacer estos ataúdes”, cuenta mientras señala unas sencillas cajas de madera sin barnizar, formadas por tablones unidos con clavos y rem...
Sin agua corriente ni electricidad en la mayor parte de Chernihiv, Serhii Andreev no podía lavar los cadáveres que llegaban a la morgue en los días más duros del intenso asedio ruso a esta ciudad del norte de Ucrania. “El frigorífico no funcionaba, pero al menos hacía frío fuera. Ahora por lo menos los entierros son decentes, pero las funerarias estaban cerradas entonces. Teníamos 150 cadáveres con los que no sabíamos qué hacer, así que el Ayuntamiento decidió hacer estos ataúdes”, cuenta mientras señala unas sencillas cajas de madera sin barnizar, formadas por tablones unidos con clavos y rematados con una pieza que conserva la corteza del árbol. Hay una veintena vacías frente a la morgue en la que trabaja Andreev ―jefe del Departamento de Anatomía Patológica en el Hospital Regional Número Dos de la localidad― y ante la que espera aparcado un camión frigorífico con 10 cadáveres, solo algunos identificados.
Los alrededor de 100.000 vecinos que se quedaron en Chernihiv (de 280.000 antes de la guerra) se lamen hoy las heridas del cerco. Por su cercanía a Bielorrusia, a tan solo 50 kilómetros por el norte y el oeste, fue la primera gran ciudad a la que llegaron las tropas rusas allí estacionadas tras el comienzo de la invasión, el 24 de febrero. Nunca llegaron a tomarla, pero la bombardearon con misiles y proyectiles de mortero, la rodearon a partir del 10 de marzo y prácticamente la incomunicaron al destruir el puente sobre el río Desna que la conecta con Kiev y que se empleaba para evacuar civiles e introducir ayuda humanitaria. La batalla se libró en los pueblos colindantes ―en cuyos arcenes se pueden ver aún blindados calcinados de ambos bandos―, hasta que a principios de abril, las fuerzas rusas se replegaron para centrar su ofensiva en el sur y el este de Ucrania. Una parte del puente sigue hundida.
En Chernihiv, la destrucción es menor ―y más dispersa, al ser ya una ciudad mediana― que en algunas localidades en torno a Kiev. Tampoco hay relatos de ejecuciones, como en Bucha. La inmensa mayoría de las muertes, de hecho, no se produjo por bombardeos, sino por consecuencias del asedio, como la falta de medicamentos o atención médica, el frío por la falta de calefacción o las dificultades para conseguir alimentos y agua corriente, explica Andreev, que justo acaba de elaborar un informe sobre las causas: un 63% por fallos cardiacos, un 13% por covid y neumonías, un 7% por infartos cerebrales, un 5% por heridas de los bombardeos y el restante 7% por otras causas. “Por esta morgue han pasado 800 muertos, solo 40 de ellos por bombardeos. Esta es una ciudad envejecida, de la que se habían ido muchos jóvenes antes de la guerra. Y sin opción de ir al médico, ni electricidad, ni gas, había bastantes infartos y neumonías”, señala Andreev, con una perenne sonrisa que choca con su relato y un pequeño pendiente con el escudo de la bandera ucrania.
No es siquiera mediodía y Volodímir Tkachuk, cura de una iglesia ortodoxa local, ya ha oficiado cinco entierros. “Ahora tengo mucho trabajo, porque durante el asedio no se podía enterrar. Dos de hoy no habrían muerto si hubiesen tenido acceso a medicación”, cuenta Tkachuk, quien sigue viviendo con su mujer e hijos en la iglesia porque su casa quedó semidestrozada por un bombardeo. Durante el cerco, el sótano del templo sirvió como refugio.
Uno de los relativamente pocos muertos por bombardeos fue Pavlo Yeremenko. Sus padres, Oleksii y Svitlana, pisan por primera vez desde aquel 11 de marzo el estadio de fútbol medio arrasado en el que su hijo de 24 años quedó sepultado entre las gradas.
Padre e hijo integraban las Fuerzas de Defensa Territorial, una división militarizada de decenas de miles de reservistas y voluntarios encargados de la protección y el control local. El padre tenía experiencia militar ―combatió del lado soviético en el fiasco de Afganistán (1979–1989)―, mientras que el hijo era un artista y actor de teatro social para niños y ancianos que solía esquiar y pasar tiempo en la Costa Dorada, una playa urbana a orillas del río Desna, cuenta la madre. “Traté de enseñarle a cargar un arma y usarla, pero nunca llegó a disparar”, apostilla el padre. Svitlana y la prometida de Pavlo, Oksana, de 21 años, preparaban juntas comida y cócteles molotov para las Fuerzas de Defensa Territorial.
La posición rusa estaba a tres kilómetros del estadio. “Nos estábamos preparando para servir en los puestos de control cuando nos dijeron que teníamos que vigilar esa esquina”, recuerda Oleksii mientras señala una tribuna en la que los asientos han saltado por los aires. “Temíamos que los rusos aprovechasen el campo de fútbol para lanzar paracaidistas o aterrizar. Teníamos que estar en ese punto a la una de la madrugada. A las 00.30 me despertaron y dijeron: ‘¡Nos están atacando!’. Fui corriendo a lavarme la cara y en ese momento noté cómo una bomba explotaba al otro lado del muro del auditorio, que se vino abajo. La onda expansiva me tiró y me quedé bajo los escombros, pero tenía un brazo fuera, con el que pude ir quitándome cascotes de encima para respirar y responder a los compañeros de las Fuerzas de Defensa Territorial que me preguntaban si estaba bien. Me dijeron: “Vamos a ayudar primero a Pavlo”. “Sí, sí, yo estoy bien, ayudad a Pavlo”, respondí. Oí cómo lograban intercambiar unas palabras con él”, relata.
Los dos fueron evacuados al hospital, donde no había electricidad y las operaciones se hacían gracias a un generador que no daba para iluminar los pasillos, que la gente recorría con linternas. “El cuerpo estaba intacto, pero le había caído una piedra enorme en la cabeza. Murió horas después”. Quienes estaban enfrente eran la madre, sin fuerzas hoy para rememorarlo, y Oksana, con quien Pavlo se iba a casar en verano y que una semana más tarde cruzó a Polonia.
Con ambos padres en silencio, los participantes en las tareas de desescombro encuentran bajo los cascotes pesas de 10 y 20 kilos del gimnasio que había bajo las gradas. A pocos metros, una biblioteca junto al campo de fútbol apenas se tiene en pie, con un inmenso cráter a la entrada.
“Es muy difícil estar aquí, es la tumba de mi hijo. Quizás más tarde, cuando descansemos, lo veamos como un héroe”, señala Svitlana. “Ahora mismo lo que tenemos es mucho odio hacia los rusos”, dice Oleksii mientras cojea por las heridas en las piernas y la espalda que le causaron los cascotes y la metralla, y le tuvieron cuatro semanas en el hospital.
Durante las tres semanas en las que Chernihiv aún tenía el cordón umbilical del puente con la capital, Viacheslav Hrischenko, de 54 años, era uno de los empleados de la Cruz Roja que lograba introducir ayuda humanitaria en autobuses. “A veces había unas 1.000 personas esperándola. Necesitaban comida, agua y productos higiénicos”, cuenta. El convoy llegaba de la capital con ayuda humanitaria (como pañales, jabón, compresas o medicamentos contra la tuberculosis) y hacía el camino inverso con heridos, ante el estado de los hospitales en Chernihiv. Hrischenko asegura que ocho voluntarios murieron por fuego ruso cuando transportaban medicamentos: “Eran las cuatro de la tarde y mi vehículo tenía que salir a las seis, justo después”. Con el puente derribado, Hrischenko logró también evacuar a Kiev a una niña que ha perdido una pierna.
Reutilizar el cementerio
La cifra de muertes en Chernihiv durante el mes de asedio no está clara. En el antiguo cementerio ―que estaba en desuso y tuvo que ser reabierto porque las fuerzas rusas tenían el control del nuevo― hay en torno a medio millar de enterrados con fecha posterior al 24 de febrero. Están en hileras de túmulos de los que sobresale una crucecita de madera o una chapa metálica con el nombre y las fechas de nacimiento y fallecimiento escritas con rotulador. Cuatro amigos dejan vodka y dulces a uno de los muertos, como marca la tradición local. Una zona del cementerio está dedicada a los militares, apenas medio centenar. Resaltan por las cruces envueltas en la bandera nacional. A ellos destinó la morgue la veintena de ataúdes lacados que le quedaban de antes de la guerra.
Andreev cuenta que el día que más cuerpos sin vida (40) recibió el hospital fue el 3 de marzo, tras el bombardeo sobre el alto edificio residencial en el que vivía Natalia Velianinova, de 45 años. Allí impactó una de las bombas no guiadas lanzadas de forma simultánea desde un avión ruso contra zonas residenciales. Murieron 47 personas, según las autoridades regionales. “La onda expansiva tiró una puerta contra mí y yo creo que eso fue lo que me protegió”, cuenta hoy en lo que queda de su apartamento, que desde fuera parece un vano enmarcado en negro y desde dentro un revoltijo de objetos carbonizados y de ropa, páginas de revistas y plumas de edredón quemados. Para cruzar, quita de los accesos varias puertas sin bisagras que ha recogido de la calle, como si protegiesen una casa en la que ya no puede vivir.
El apartamento de Velianinova está en un quinto piso y el impacto, aún claramente visible, fue a la altura del segundo. “Oí como algo muy pesado viniendo hacia aquí, como una máquina de hierro viniendo por el aire”, recuerda. “Se encendió en mí algún tipo de instinto de supervivencia y envié a mi madre y a mi hija a refugiarse al pasillo. Les dije: ‘No tengáis miedo’. Y justo entonces fue el sonido del ataque. Unos segundos después entendimos que había sido justo contra el edificio. Cuando me levanté y miré por la ventana, recuerdo algo así como trozos de muebles salidos por las ventanas y cinco coches ardiendo enfrente”, cuenta mientras encadena cigarrillos. Ya en la calle, y junto al chasis calcinado de los vehículos, Velianinova se despide con tres palabras y poca convicción: “Todo irá bien”.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.