Brasil afronta su primer año en más de un siglo sin Carnaval en su verano austral
Río de Janeiro y otras ciudades han suspendido la fiesta de febrero y sopesan celebrarla en julio si hay vacuna
Cualquier otro año a estas alturas de noviembre Marta Guimarães, de 61 años, estaría ensayando varias coreografías para el Carnaval. Las escuelas de samba de Río de Janeiro estarían grabando la música para los desfiles y tendrían recién cosidos miles de espectaculares trajes listos para brillar ante todo Brasil en el momento más esperado del año (con permiso de los Mundiales de fútbol). Pero el coronavirus ha caído como una bomba nuclear sobre ...
Cualquier otro año a estas alturas de noviembre Marta Guimarães, de 61 años, estaría ensayando varias coreografías para el Carnaval. Las escuelas de samba de Río de Janeiro estarían grabando la música para los desfiles y tendrían recién cosidos miles de espectaculares trajes listos para brillar ante todo Brasil en el momento más esperado del año (con permiso de los Mundiales de fútbol). Pero el coronavirus ha caído como una bomba nuclear sobre su fiesta más emblemática, internacional y lucrativa. Por tercera vez en la historia y por primera vez en más de un siglo, el Carnaval oficial en sambódromos y calles está suspendido. Si la ciencia descubre una vacuna, sopesan celebrarlo el próximo invierno, en julio.
Aunque alguna web ofrece entradas para presenciar a finales de febrero de 2021 en Río de Janeiro el fabuloso despliegue de fantasía que acogen los sambódromos, lo cierto es que las escuelas de samba cariocas acordaron por unanimidad hace semanas posponer el evento, como antes hicieron las de Salvador de Bahía o São Paulo. Y las comparsas callejeras, que llegan a reunir hasta un millón de personas, se sumaron hace unos días al aplazamiento. Río y el resto de las principales ciudades carnavaleras ya se han resignado. También Guimarães, que lleva meses prácticamente enclaustrada en su casa, porque teme al virus que ha matado a más de 160.000 brasileños, incluido, recuerda, un compositor de samba que “tenía solo 37 años”. Brasil es el segundo país con más muertes en el mundo a causa del virus.
Pero lo que cada uno de los entregados a esta fiesta decida hacer el próximo febrero es un misterio, aunque la historia ofrece algunas pistas. “El Carnaval nunca necesitó de autorización. Si va a ser, será, independientemente de lo que los intelectuales o la prensa digan. Porque es una fuerza popular. El pueblo sale a las calles cuando quiere”, explica Milton Cunha, del Observatorio del Carnaval de la Universidad Federal de Río de Janeiro. Cunha fue además carnavalesco, es decir, el artista que organiza la actuación de una escuela de samba, un proyecto mastodóntico de once meses que culmina cuando cientos de sambistas —hasta 3.500— interpretan una trama, a veces de contenido político, con guion, coreografía, música y vestuario creados para la ocasión. La competición es dura; la expectación, enorme. Millones de brasileños siguen las votaciones del jurado.
Guimarães mamó el Carnaval desde niña. Era un pilar fundamental de su vida social hasta que en marzo el virus la obligó a confinarse. Fue poco después de haber desfilado con siete escuelas. “Tengo espíritu de 20 años, pero pertenezco al grupo de riesgo porque tengo 61 años, soy diabética e hipertensa”, cuenta. “Si hay Carnaval va a ser una gran irresponsabilidad. Me da pena por los que viven de los trabajos del Carnaval, pero esta enfermedad es una ruleta rusa”.
Solo en dos ocasiones fue aplazada la fiesta. La primera, en 1892, por una epidemia de fiebre amarilla, como recuerda Leonardo Bruno, estudioso y comentarista del Carnaval. Las autoridades decretaron el aplazamiento a junio, en invierno, menos propicio para los contagios. Y en 1912 fue atrasado dos meses en señal de duelo por la muerte del barón de Río Branco, padre de la diplomacia brasileña y clave para definir las fronteras. Al poder le salió el tiro por la culata. “Cuando llegó la época tradicional, la gente se echó a la calle”, relata para rematar: “Tú no haces el Carnaval por decreto”. Resultado: tanto en 1892 como en 1912, la fiesta que mejor simboliza la transgresión se celebró en dos fechas.
El último Carnaval de la era previa al coronavirus batió récords. Participó casi una cuarta parte del país y miles de extranjeros. Para atraer turistas, en Río de Janeiro el alcalde decretó 50 días de festejos, aunque para la recta final de la edición de 2020 Wuhan ya era una ciudad famosa y se sabía que el virus circulaba veloz por Europa. El primer caso de Latinoamérica fue detectado, precisamente en Brasil, el Miércoles de Ceniza.
Río y otras ciudades han intentado apurar hasta el último minuto para decidir porque están en juego la salud, mucho dinero y porque estamos a las puertas de unas elecciones municipales. Y, aunque en su versión oficial requiere meses de preparativos, en la versión popular brasileña, no hace falta ni disfraz. Bastan un bañador —aquí se celebra en verano—, una guirnalda al cuello, purpurina en la cara y el cuerpo y ganas de disfrutar.
El mundo del Carnaval y los alcaldes está muy pendiente de los ensayos clínicos porque, además de ser el momento de olvidar las penurias cotidianas, divertirse y disfrutar con desenfreno, es una fuente crucial de ingresos. Supone decenas de miles de empleos y mueve unos 8.000 millones de reales (1.200 millones de euros, 1.400 millones de dólares) solo en Río, São Paulo, Salvador, Recife y Olinda.
También hay brasileños que no quieren saber nada de los festejos. El creciente poder de los evangélicos neopentecostales ha amplificado las críticas y mermado las subvenciones a esta fiesta que, como dice el carnavalesco Cunha, “marca el calendario emocional de los brasileños”. Anderson Baltar, periodista carioca especializado en el Carnaval, añade que pese a todo la fiesta “está muy lejos de ser deficitaria. Es más, tiene un retorno inmediato” en restaurantes, bares, hoteles, museos, shoppings, taxis…
Los shows de samba —las rodas— empiezan a retomar el aliento, pero han tenido que adaptarse al distanciamiento social. Los músicos ya no tocan en torno a una mesa rodeados del público sino sobre un escenario con los asistentes sentados en mesitas separadas. Esa es la teoría. Los que hace unos días fueron a escuchar el samba al clásico club Renascença se saludaban con efusivos abrazos tras meses sin música en vivo y acabaron bailando felizmente sin mascarilla.
La tradicional Nochevieja en la playa, que también ha sido cancelada en muchas ciudades, servirá de termómetro para ver si el coronavirus enfría las ganas de celebrar fiestas multitudinarias o no. Y de lo que puede ocurrir el próximo febrero. Guimarães tiene claro que mientras no haya vacuna ella va a extremar la cautela.