Sí, se mueve (la UE sin Londres)

La salida del Reino Unido ha sido, en ciertos sentidos, una amputación. En otros, la liberación de un lastre entorpecedor

Unos empleados remplazan la bandera del Reino Unido por una de la UE, en el Parlamento Europeo, en Bruselas, el pasado 31 de enero.JOHANNA GERON (Reuters)

Todo fluye, nos señalaron Heráclito y Vasili Grossman, y la UE de este terrible 2020 no es excepción: se la ve en tumultuoso movimiento. No solo se dio el mayor paso de integración en dos décadas con la decisión de emitir deuda común a través de la Comisión para luego repartir buena parte de esos fondos en forma de subsidios; también está cuajando un giro copernicano del foco y del gasto europeo hacia las cuestiones medioambientales y digitales; está echando a andar ...

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Todo fluye, nos señalaron Heráclito y Vasili Grossman, y la UE de este terrible 2020 no es excepción: se la ve en tumultuoso movimiento. No solo se dio el mayor paso de integración en dos décadas con la decisión de emitir deuda común a través de la Comisión para luego repartir buena parte de esos fondos en forma de subsidios; también está cuajando un giro copernicano del foco y del gasto europeo hacia las cuestiones medioambientales y digitales; está echando a andar la nueva fiscalía comunitaria; dentro del envoltorio de la complicada —decepcionante para muchos— reforma de la política migratoria va cobrando cuerpo la perspectiva de un papel mucho más relevante de Frontex como agencia de control exterior de fronteras.

Algunos de los desarrollos recientes son mera cosecha de siembras previas; en otros, la pandemia es un acelerador de partículas brutal; en muchos, la salida del Reino Unido del bloque continental es un ancla levantada que simplifica la travesía. El divorcio con Londres es un golpe grave que la Unión recibe en plena cara, que resta al conjunto peso económico y político, le priva del efecto dinamizador de varias cualidades británicas. La eventual ruptura de las negociaciones sobre la relación futura acarrearía oscuras consecuencias. Pero su salida del proyecto común también facilita avances integradores en mil dominios. En un momento como este, de recomposición histórica, de extraordinarias exigencias de cambio, esta verdad adquiere un peso doble.

Por supuesto, en muchas circunstancias habría permanecido la posibilidad de garantizar a Londres opt-outs (la opción de quedarse fuera de determinadas iniciativas). Pero esto nunca ha sido sencillo e, incluso desde fuera, el Reino Unido siempre ha tratado de proyectar influencia con efectos entorpecedores sobre esas mismas iniciativas a la que decidía no participar pero que a menudo le afectaban de forma indirecta. Por otra parte, en otros asuntos —como las negociaciones presupuestarias— Londres ha sido históricamente un durísimo oponente de cada paso expansivo, que funcionaba además de aglutinador de un grupo de países reacios que ahora han visto su peso muy reducido.

Por supuesto, los pasos adelante de la fluidez europea afrontan multitud de problemas. El plan de reforma de la política migratoria común que finalmente la Comisión ha puesto sobre la mesa esta semana —además de decepcionante para muchos— no tiene ninguna garantía de acabar en un pacto definitivo; la fiscalía que se ha puesto en marcha todavía tiene deficiencias operativas; el despliegue del fondo de reconstrucción es objeto de las habituales pugnas entre centros de poder europeos. La redirección de gasto hacia lo verde y lo digital encara un gran reto para ser realmente eficaz.

La salida del Reino Unido ha sido, en ciertos sentidos, una amputación. En otros, la liberación de un lastre entorpecedor. E la nave va, abandonen las actitudes funerarias.

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