LA BRÚJULA EUROPEA

De Rossini a Salvini, la forja de los europeos

El sentimiento de identidad europeo se ha expandido de pequeñas élites culturales a amplias capas de la sociedad, pero afronta un grave reto con el naconalismo en tiempos de pandemia

Matteo Salvini se hace un selfi con dos mujeres, este viernes en Milano Marittima (Italia).Stefano Cavicchi (EFE)

La vida va en sístoles y diástoles. Y así mismo ha ido, a lo largo de milenios, el proceso de formación de un demos europeo al lado de las identidades nacionales, regionales o locales. Fases de expansión, progreso y fluidez se han turnado con fases de contracción, retroceso y fricción. ¿En qué fase vivimos ahora? ¿Acabarán siendo dominantes la fuerza desgarradora de los colapsos económicos y sanitarios; el instinto del sálvese quien pueda? ¿O el impulso integrador de cerrar filas y responder de forma solidaria al descomunal reto?

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La vida va en sístoles y diástoles. Y así mismo ha ido, a lo largo de milenios, el proceso de formación de un demos europeo al lado de las identidades nacionales, regionales o locales. Fases de expansión, progreso y fluidez se han turnado con fases de contracción, retroceso y fricción. ¿En qué fase vivimos ahora? ¿Acabarán siendo dominantes la fuerza desgarradora de los colapsos económicos y sanitarios; el instinto del sálvese quien pueda? ¿O el impulso integrador de cerrar filas y responder de forma solidaria al descomunal reto?

El histórico acuerdo de la Unión Europea para endeudarse conjuntamente hace pensar en una fase expansiva. Asumir deuda en común es un gesto debajo del cual subyace una convergencia de intereses o valores de máximo nivel. Pero sería ingenuo subestimar el vigor de los instintos nacionalistas en las sociedades a lo largo de la crisis pandémica. Los líderes dieron un impulso europeísta. La historia dirá si este será superior a los legítimos instintos contrarios, cuál será el balance neto de este tiempo.

El europeísmo fue, hasta hace poco, cosa de élites culturales, políticas y comerciales, coaguladas alrededor de ideas, valores e intereses compartidos. Su reto existencial es ampliar el perímetro de los ciudadanos que perciben su identidad europea como igual —o más— importante que las nacionales o locales. En las últimas décadas, el avance ha sido asombroso.

En Los europeos, un interesante libro recientemente traducido al castellano, el historiador británico Orlando Figes se fija en la cultura como imán pancontinental y en los medios de transporte como potenciadores de esa fuerza agregadora. Figes inicia su relato en 1843, año de estreno de la primera línea de ferrocarril internacional —de Amberes a Colonia—. Narra el historiador una triunfal sesión rossiniana ese año en San Petersburgo, última orilla del continente a la que llegó la pasión por el compositor operístico italiano que había conquistado los teatros de gran parte de Europa en los años anteriores. Rossini y la ópera, pues, como nexo de unión entre europeos —con los trenes facilitando la movilidad de artistas, ideas y mercancías—.

Claro está, nexo de unión de élite. Esas clases fueron las que aprovecharon más los periodos expansivos (quizás Imperio Romano, Belle Époque frente a los regresivos Edad Media, guerras mundiales, etc.). Más recientemente, la conformación de la Unión Europea también ha sido un proceso de arriba hacia abajo. Pero ahora el núcleo de los europeos es mucho más grande. Muchos millones de europeos viven en un país del continente en el que no nacieron, o aman a personas con otra lengua madre. El movimiento pendular de sístole y diástole se sitúa ahora en otro nivel.

Hoy, la comunión de ideas que empezó en las élites con los Rossini de la vida afronta como obstáculo en su expansión en otros sectores sociales los Salvini de la misma vida.

Un apego a la identidad nacional o regional mayor que a una paneuropea no solo es legítimo, sino que es igual de noble que lo último. Otra cosa son las derivadas enfermizas de ese apego en términos de nacionalismo, xenofobia o la siembra de insidias que minan el proyecto común. Una venenosa retórica de Salvini convirtió en completamente tóxica en Italia la posibilidad de recurrir al fondo de 240.000 millones que el Eurogrupo activó al principio de la pandemia; ahora, con el de 750.000 de la UE, sigue tratando de convencer a los italianos de que es una gran trampa.

Conviene no subestimar el devastador efecto de los colapsos económicos que se hacen patentes en los datos de estos días. La victoria europeísta de la cumbre de julio no es garantía absoluta de victoria para el demos europeo en esta fase. Pero, sí, los ciudadanos que se sienten europeos pueden contextualizar los reveses que vendrán y extraer confianza de los asombrosos logros alcanzados en el tiempo. Los europeos ya no son una élite; son un pueblo.


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