Columna

Los votos en Escocia no se cuentan

Formalmente ganó el pasado día 18 en referéndum el no a la independencia de Escocia. Pero los sufragios en este caso no se cuentan sino que se pesan, porque la vencedora fue una pregunta que no figuraba en la papeleta de voto. El líder independentista escocés, Alex Salmond, quería que en el boletín aparecieran tres preguntas: el sí, el no, y una tercera opción de competencias reforzadas pero, como el primer ministro británico, el conservador David Cameron, ansiaba enterrar el asunto por var...

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Formalmente ganó el pasado día 18 en referéndum el no a la independencia de Escocia. Pero los sufragios en este caso no se cuentan sino que se pesan, porque la vencedora fue una pregunta que no figuraba en la papeleta de voto. El líder independentista escocés, Alex Salmond, quería que en el boletín aparecieran tres preguntas: el sí, el no, y una tercera opción de competencias reforzadas pero, como el primer ministro británico, el conservador David Cameron, ansiaba enterrar el asunto por varias generaciones, prefirió el todo o nada, dentro o fuera, a soluciones más matizadas. Y en los últimos días de campaña un aparente arrebato popular por el sí, que yo creo que más tenía que ver con la pasión británica por las apuestas que con profundas inclinaciones del votante, movió al Gobierno de Londres, presa del pánico, a apresurarse a prometer una devolution-max, que equivalía en traspaso de nuevas competencias a aquella tercera pregunta que nunca fue.

Y, suponiendo que Cameron cumpla sus promesas, lo que a la vez es difícil de hacer y no puede dejar de hacerlo, la política británica cambiará de forma irreversible para establecer un embrión de federalismo fuertemente asimétrico.

La dimisión de Salmond parece más una forma de reservarse para el futuro que de tirar la toalla

De acuerdo con la llamada “fórmula Barnett” aumentará la proporción del gasto público del que se beneficiará Escocia con respecto a Inglaterra y Gales, pero, especialmente, cuando en Westminster se discutan cuestiones de competencia exclusiva de alguna de las naciones constituyentes —salud, educación o policía— se romperá el carácter unitario de los Comunes; los 59 parlamentarios escoceses discutirán de esas cuestiones en la cámara de Edimburgo, y los diputados elegidos en el resto del Reino Unido carecerán de voz sobre la materia, con lo que los Comunes dejarán de ser un recurso último y superior sobre la legislación escocesa. Por ahí va la asimetría.

Y aunque la independencia pueda dormir el sueño de los justos durante un tiempo, la victoria de Londres es apenas pírrica, porque con la nueva situación la independencia de Escocia estará en la realidad de la gobernación mucho más cerca. La sorprendente dimisión de Salmond, aparte de los éxtasis de admiración que ha provocado en nacionalismos periféricos, parece por ello más un reservarse para el futuro que el gesto de quien arroja la toalla. El ex first minister escocés podría entenderse hoy como un independentista light o un gradualista sin prisas; pero muy probablemente más esta segunda acepción, a la espera de otra oportunidad.

Los desgarros que el resultado del referéndum producirá en el Reino Unido, van más allá de lo que signifique ese 45% de síes, porque es en la propia Escocia donde crece una fuerte división de voluntades, subrayada por el hecho de que los católicos, de origen irlandés muchos de ellos, han votado en mayor número independencia que sus compatriotas presbiteriano-calvinistas. Y lo que cuenta es que una fracción notable del pueblo escocés, con el no a la independencia pero un sí de hecho a una autonomía federalizante, se distancia de Londres, no porque le gusten hoy menos que ayer los ingleses, sino porque se gustan más a sí mismos. Eso es el nacionalismo.

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