Columna

Bannockburn o Culloden

Poco más de un 30% de los escoceses quiere la separación del Reino Unido. Pero la cifra puede crecer si se agrava la crisis

¿Por qué una parte sustancial, aunque seguramente aún minoritaria, de los cinco millones de escoceses quieren dejar de ser británicos? ¿Por qué Inglaterra se comporta con tanto sosiego democrático ante esa perspectiva?

Desde comienzos del siglo XVII el mismo monarca ceñía las coronas de Escocia e Inglaterra, pero esa unión personal respetaba la autonomía secular del territorio. Tan solo en 1707 la Act of Union proclamaba en Westminster la unificación de la isla, no sin que el independentismo escocés peleara durante décadas contra la sumisión a Londres. Pero las élites escocesas acabaron...

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¿Por qué una parte sustancial, aunque seguramente aún minoritaria, de los cinco millones de escoceses quieren dejar de ser británicos? ¿Por qué Inglaterra se comporta con tanto sosiego democrático ante esa perspectiva?

Desde comienzos del siglo XVII el mismo monarca ceñía las coronas de Escocia e Inglaterra, pero esa unión personal respetaba la autonomía secular del territorio. Tan solo en 1707 la Act of Union proclamaba en Westminster la unificación de la isla, no sin que el independentismo escocés peleara durante décadas contra la sumisión a Londres. Pero las élites escocesas acabaron integrándose en el nuevo conjunto británico, especialmente porque en ese siglo XVIII Londres estaba construyendo el mayor imperio ultramarino que han conocido los tiempos. En la polémica de coste-beneficio entre lo que Londres extraía y lo que dejaba en las colonias se ha subrayado la existencia de un poderoso premio de consolación para el irredentismo escocés: el imperio como bolsa de empleos vistosos y lucrativos que disfrutaban la aristocracia e incipiente burguesía del país. El número de escoceses aupados en las estructuras imperiales fue durante siglos mucho mayor que la proporción de sus nacionales en el nuevo reino. Y nunca como en el XIX, en especial desde la proclamación de Victoria como emperatriz de India en 1876, las clases dirigentes escocesas se sintieron probablemente tan confortables como parte de esa Britania “que gobernaba las olas”.

El fin del imperio tenía que surtir un efecto centrífugo sobre la acomodación de Escocia en Reino Unido, máxime cuando los descendientes de inmigrantes irlandeses —católicos— son hoy parte importante del país, en contraste con la mayoría autóctona presbiteriana. Una palidísima compensación de la pérdida de ese papel universal quiso ser la relación especial con Estados Unidos, el imperio por subrogación. El término se atribuye a ese gran fabricante de bon mots, Winston Churchill, pronunciado el mismo día de 1946 en Fulton, Misuri, en que acuñó lo del telón de acero. ¡Qué productividad! Pero pese al extenso uso que hizo del artefacto el primer ministro neolaborista Tony Blair mandando tropas contra países musulmanes, como lugarteniente de George W. Bush, la special relationship no pasa de ser hoy una mera cortesía diplomática. Y para mayor efecto, el presidente Obama, a poco de su inauguración, mandó devolver a la Embajada británica un busto de sir Winston que adornaba el despacho oval de su antecesor. El Libro Blanco de 2003 subrayaba, finalmente, que Londres no podía iniciar operaciones militares de envergadura, salvo como socio menor de Washington.

El premier británico, David Cameron, ha acordado sin especial aspaviento la celebración de un referéndum en 2014, como pretendía Alex Salmond, líder del Scottish National Party (SNP), que gobernaba desde 2007 solo con mayoría relativa la autonomía escocesa, estatuida en Westminster a instancias del propio Blair, y con mayoría absoluta tras su gran victoria electoral del año pasado. Salmond quería, sin embargo, que en la consulta se incluyera una opción intermedia o independencia lite, como era la plena autonomía fiscal —¿nos recuerda eso algo?—, y, aun como etapa hacia una plena independencia, parecía esa la solución preferida del jefe nacionalista. Pero Westminster ha aprobado, como establecía Cameron, tan solo dos opciones: dentro o fuera de Reino Unido, con lo que se excluía el eufemismo. Salmond mal podía en ningún caso negarse, aunque las encuestas cifren hoy en poco más de un 30% el número de escoceses favorables a la separación. Y siempre puede albergar la esperanza de que en dos años el independentismo, en especial si se agrava la situación económica, sea mayoritario, de nuevo con nítidos ecos peninsulares.

Resulta ocioso discutir si Escocia es viable. ¿Acaso no lo es Kosovo? Pero tampoco faltan aritméticas contrapuestas. Danny Alexander, primer secretario del Tesoro, calcula que la independencia le costará a Escocia más de 150.000 millones de euros, y que deberá asumir su parte de deuda nacional por valor de unos 80.000 millones. Contrariamente, el profesor Andrew Hughes Hallett, de la universidad escocesa de St. Andrews, sostiene que su país es contribuyente neto al Tesoro británico. ¿Quién podría decir a estas alturas que Escocia y Cataluña sean casos tan distantes?

Salmond puede pensar, por último, que tiene a su favor el hecho de que en 2014 se conmemore el 700 aniversario de la victoria de Robert Bruce en Bannockburn sobre el Ejército de un rey inglés, aunque igualmente cabría recordar Culloden en 1746, la última batalla por la independencia en la que fueron derrotados los jacobitas de las Tierras Altas escocesas.

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