Contención y silencio en la sala

No se ha escuchado ni un murmullo cuando la jueza ha leído la condena. Algunos familiares y allegados de las víctimas prefieren no hablar con los medios en la jornada final del proceso contra Breivik

El líder de las juventudes laboristas, Eskil Pedersen, a su llegada a la sala.ODD ANDERSEN (AFP)

La sala al completo —allegados de las víctimas, abogados del acusado y de los damnificados y la prensa— se ha puesto en pie para escuchar el veredicto. La jueza lo ha leído. Y no ha ocurrido nada. Ni un gemido, ni un lloro, ni un suspiro. No se ha visto ni se ha oído nada llamativo. Solo el frenético teclear de los periodistas. La contención de los familiares de las víctimas sorprende mucho al visitante. Escuchan serios, muy atentos, con la mirada perdida pero sin estridencia ninguna. Algunos de ellos se han colocado en la acreditación una pegatina que avisa: “Entrevistas no, por favor”. En la...

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La sala al completo —allegados de las víctimas, abogados del acusado y de los damnificados y la prensa— se ha puesto en pie para escuchar el veredicto. La jueza lo ha leído. Y no ha ocurrido nada. Ni un gemido, ni un lloro, ni un suspiro. No se ha visto ni se ha oído nada llamativo. Solo el frenético teclear de los periodistas. La contención de los familiares de las víctimas sorprende mucho al visitante. Escuchan serios, muy atentos, con la mirada perdida pero sin estridencia ninguna. Algunos de ellos se han colocado en la acreditación una pegatina que avisa: “Entrevistas no, por favor”. En la bancada de los allegados también hay varios chavales jovencísimos, que quizá incluso sobrevivieron a la orgía violenta de Utoya. Un cristal blindado los separa de Anders Behring Breivik. Ellos, los familiares de las víctimas a las que Breivik asesinó fríamente escondido bajo un uniforme que de entrada hacía confiar en él, se sientan ahora detrás del hombre que sacudió brutalmente este pequeño país de cinco millones de personas que entrega el premio Nobel de la Paz.

Al regreso del primer receso, Breivik ha entrado de nuevo en la sala, ha charlado, sonriente, unos minutos, con uno de sus cuatro abogados defensores y por un instante ha mirado hacia atrás, hacia el cristal tras el que se sientan allegados de las víctimas. No sé si ha llegado a verlos. Su expresión no decía nada.

Breivik ha lanzado alguna de sus sonrisas maliciosas, pero básicamente ha estado serio. Vestido con un traje gris oscuro, camisa blanca, corbata gris con topos. Lleva las manos esposadas a un cinturón en un juicio en el que le han acompañado solo sus abogados.

El juez continúa la lectura del veredicto, que durará aún varias horas. Cuando empieza a relatar lo que ocurrió en la isla de Utoya —el pánico, el caos absoluto cuando Breivik, vestido de policía, empezó a disparar y a matar uno a uno a decenas de adolescentes—, el asesino confeso mueve los ojos nerviosamente. Se le nota incómodo. Pero tendrá que escucharlo. Y después tendrá que escuchar la semblanza de todos y cada uno, eran 69, de los chavales a los que mató. El más joven tenía 14 años. Había varios adultos, uno era pariente de la princesa Mette Marit de Noruega.

Las autoridades noruegas se han empeñado en que a lo largo del todo el proceso contra el autor del doble atentado del 22 de julio (fecha de los atentados y denominación con la que aquí se conocen los ataques) las víctimas no sean deshumanizadas. Para que a nadie se le olvide quiénes eran. El juez ha recordado a cada una de las ocho personas asesinadas en el centro de Oslo y a las ocho personas que resultaron más gravemente heridas.

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