La sucia deriva del porno inmobiliario
Detrás de los vídeos de vendedores de pisos se esconde una ideología muy concreta que oculta la cancelación del derecho a la vivienda
Soy consumidora de porno inmobiliario desde hace décadas, desde que allá por el año 2000 Idealista me enseñara a geolocalizar casas ajenas, algo que entonces parecía revolucionario. Así descubrí que en La Moraleja todos cocinaban en islas mientras que en la sierra de Gredos era difícil encontrar un salón donde los reposabrazos del sofá no fueran de madera. Me daba vergüenza consumir esta clase de contenido, había algo obsceno en asomarse así a la vida de los otros. Pero entonces apareció mi admirada Sofía Coppola (estamos ya en 2013) y dijo aquello de que cuando quería relajarse se tomaba una ...
Soy consumidora de porno inmobiliario desde hace décadas, desde que allá por el año 2000 Idealista me enseñara a geolocalizar casas ajenas, algo que entonces parecía revolucionario. Así descubrí que en La Moraleja todos cocinaban en islas mientras que en la sierra de Gredos era difícil encontrar un salón donde los reposabrazos del sofá no fueran de madera. Me daba vergüenza consumir esta clase de contenido, había algo obsceno en asomarse así a la vida de los otros. Pero entonces apareció mi admirada Sofía Coppola (estamos ya en 2013) y dijo aquello de que cuando quería relajarse se tomaba una copa de vino mientras practicaba porno inmobiliario en The New York Times. Mi oscura afición me pareció entonces sofisticada y seguí consumiendo. Así fue como me convertí en testigo de la evolución y nacimiento de unas prácticas sadoinmobiliarias cada vez más guarras, más duras, más ideológicas y con más adeptos.
Lo que empezó siendo una forma casi antropológica de asomarse a los usos y costumbres ajenos se ha convertido en una forma violenta de desnudar la miseria de unos y la riqueza de otros. Los gustos, la intimidad y la huella de los habitantes de las casas han desparecido mientras la exhibición de poder y de dinero ha concentrado el consumo del nuevo porno inmobiliario. “En el cogollito de Madrid y por solo dos millones de euros, ideal para tu primer pisito”, explica el comercial e influencer Juan Travesedo en uno de sus ya célebres vídeos de internet. Guillermo Revilla, otro vendedor made in Instagram, habla de lo placentero que ha de ser “descansar con este cabecero exento” en su house tour por una monada de pisito de cuatro millones.
Los vídeos son obscenos y graciosos a ratos pero, propiamente hablando, ya no te enseñan las casas. El nuevo porno aniquila la personalidad de cada vivienda: solo ves techos altos, armarios infinitos, baños en suites y pasillos larguísimos. Todo es siempre blanco (o peor, beis) y no hay ningún objeto personal. El morbo ya no está en la vivienda sino en la sodomía capitalista. Porque detrás de estos vídeos se esconde una ideología de la vivienda muy concreta: la idea de que si está al alcance de la vista es porque está al alcance de la mano. Y que si todos entramos (virtualmente) en casas que cuestan millones de euros es porque podrían ser nuestras si nos esforzáramos un poco más. Así que los voyeurs no estamos viendo casas (con la vieja y cotilla curiosidad que Sofía Coppola y yo compartíamos) sino que estamos recibiendo doctrina. No se juzga la obscenidad de ofrecer como oportunidades pisos que cuestan varios millones de euros en un país donde el derecho a la vivienda está cancelado, sino la torpeza o falta de esfuerzo de quien no es capaz de reunir el millón que hace falta para comprar un piso de 100 metros cuadrados en el cogollito de Madrid. Puede que algún millonario despistado se asome a la oferta, pero la mayoría no contemplamos la casa sino nuestra incapacidad económica.
Es un negocio sucio e injusto que no deja de crecer. Casas cada vez más caras para personas cada vez más ricas. ¿Y el resto? Nadie puede pagar una casa donde vivir pero todos podemos mirar cómo viven los ricos. Y disfrutarlo. Qué más se puede pedir.