Mike Tyson, mi héroe
En la pelea no hubo ni espectáculo ni leyenda. Dicen los expertos que fue un fracaso. Pero la vida va de eso. De fracasar
Tres habían sido, hasta ahora, mis ídolos en el ring. El primero, y siempre el mejor, Muhammad Ali. “Flota como una mariposa, pica como una abeja”. Un boxeador me enseñó a disfrutar del baile acicalado y bellísimo de dos hombres moviéndose como mariposas, ya fuera en el ring, el ballet o en RuPaul’s Drag Race. El segundo fue el Rocky de John G. Avildsen y todo lo que allí se contaba. “Si yo puedo cambiar y tú puedes cambiar, todos pueden cambiar”. Y la tercera fue Hilary Swank en Million Dollar Baby. Ella y esa forma t...
Tres habían sido, hasta ahora, mis ídolos en el ring. El primero, y siempre el mejor, Muhammad Ali. “Flota como una mariposa, pica como una abeja”. Un boxeador me enseñó a disfrutar del baile acicalado y bellísimo de dos hombres moviéndose como mariposas, ya fuera en el ring, el ballet o en RuPaul’s Drag Race. El segundo fue el Rocky de John G. Avildsen y todo lo que allí se contaba. “Si yo puedo cambiar y tú puedes cambiar, todos pueden cambiar”. Y la tercera fue Hilary Swank en Million Dollar Baby. Ella y esa forma tierna y desolada de Eastwood de entender el éxito y el fracaso en la vida: “Los ganadores son simplemente aquellos que están dispuestos a hacer cosas que no harían los perdedores”. Cosas como la que hizo Mike Tyson cuando aceptó combatir, a sus 58 años, con Jake Paul, un youtuber convertido a boxeador 30 años menor.
El combate fue lamentable, una tristeza boxística anunciada por todos los amantes de este deporte. Pero también fue un show irresistible para millones de personas. Yo fui de los que cayeron en la propuesta edadista y circense de Netflix de poner a pelear al viejo y su vejez contra el joven y su juventud. Una pelea desigual, con 30 años de diferencia y sin ningún valor deportivo que, según Netflix, más de 60 millones de personas siguieron en directo. Yo, como la mayoría, deseaba que ganase Tyson. Las apuestas iban con él, los comentaristas también, el público gritaba su nombre. Todos queríamos sentirnos al resguardo del tiempo, protegidos por el cuerpo irreductible del viejo Mike. Al tercer asalto comprendí que Tyson no era un boxeador en esta velada sino una promesa: la de que se puede vencer al tiempo. El joven Jake Paul solo era el muñeco necesario, alguien con los seguidores necesarios como para generar el dinero suficiente. Pero el sentido de todo aquello solo podía ofrecerlo Tyson.
Y lo hizo. Que Mike Tyson se metiera en ese combate y saliera decidido a perderlo encarna la rebelión de un hombre tranquilo y mayor contra la histeria de todos los que participamos de una pelea a muerte contra la edad. Tyson ha vivido lo suficiente para saber que el tiempo no es reversible. Así que aceptó el combate pero no la pelea. Se negó a luchar contra la juventud y facturó 20 millones de dólares por no hacerlo. El caché del youtuber fue de 40 millones, justo el doble. Una desproporción razonable si tenemos en cuenta que el joven estaba destinado a la humillación. Si perdía contra un hombre 30 años mayor sería una vergüenza. Y si ganaba tendría que soportar el bochorno de su abuso. Ni siquiera pudo boxear, tenía las manos atadas por la desigualdad que había consentido. En cambio, Tyson, que hubiera podido intentarlo, eligió no hacerlo. Y aguantó ocho asaltos sin ofrecer ni un segundo de boxeo. No es que no le dieran las fuerzas ni las piernas, que por supuesto tampoco. Es que, por encima de todo, no le dio la gana. Ni espectáculo, ni lucha, ni circo, ni leyenda. “Esta es una de esas situaciones en las que pierdes, pero, aun así, ganas”, explicó en sus redes al terminar, como si el mismísimo Eastwood hubiera escrito el guion. Dicen los expertos que fue un fracaso. Pero como diría Samuel Beckett, la vida va de eso. De fracasar otra vez. Y de fracasar mejor. También de que nos importen un bledo la edad, el show y las apuestas.