El “momento Churchill”
Churchill estaba acabado. Pero llegó la II Guerra Mundial y el payaso pasó a la historia como un gigante
El 10 de septiembre de 2001, casi todo el mundo pensaba que Rudolph Giuliani era un personaje ridículo. Sí, había combatido con bastante éxito a la mafia como fiscal y llevaba ya dos mandatos como alcalde de Nueva York, donde había logrado una importante reducción de la criminalidad. Pero provocaban vergüenza ajena los líos entre su mujer y su amante, las borracheras a media tarde y las broncas continuas con todo el mundo. Tampoco ayudaba a su imagen pública la afición a travestirse con corsés, medias y...
El 10 de septiembre de 2001, casi todo el mundo pensaba que Rudolph Giuliani era un personaje ridículo. Sí, había combatido con bastante éxito a la mafia como fiscal y llevaba ya dos mandatos como alcalde de Nueva York, donde había logrado una importante reducción de la criminalidad. Pero provocaban vergüenza ajena los líos entre su mujer y su amante, las borracheras a media tarde y las broncas continuas con todo el mundo. Tampoco ayudaba a su imagen pública la afición a travestirse con corsés, medias y ligueros. Estaba enfermo (cáncer de próstata), había sido derrotado por Hillary Clinton en las elecciones al Senado y nadie le veía futuro alguno.
El día siguiente, 11 de septiembre de 2001, el alcalde Giuliani se encontraba en el sur de Manhattan. Cuando el primer avión se estrelló contra las Torres Gemelas, Giuliani estaba apenas a dos calles de distancia. Una gran nube de humo y polvo envolvió la zona y de la nube salió un héroe: en pocas horas, por su liderazgo y su capacidad para tranquilizar una ciudad aterrorizada, Giuliani se convirtió en “el alcalde de América”. The New York Times, cuyos editorialistas llevan años despreciándole, le llamó “Winston Churchill con gorra de béisbol”. La revista Time le eligió “hombre del año”. La reina de Inglaterra le nombró caballero honorario.
Rudy Giuliani había tenido su “momento Churchill”, aunque fuera con gorra de béisbol. Había gozado de una oportunidad y la había aprovechado. Por unos meses fue el rey del mambo. Luego pasó el tiempo y se comprobó que era, y es, un personaje ridículo. Un tipo que en plena intoxicación etílica aconsejó a Donald Trump que se declarara vencedor en las elecciones pese a haber perdido; un tipo a quien el tinte del cabello se le escurría por las sienes; un abogado a quien, por sus desmanes, no se le permite ejercer como abogado.
Winston Churchill fue, evidentemente, quien gozó del mejor “momento Churchill”. Hasta 1939 era un político propenso a las payasadas alcohólicas, responsable del desastre militar de Gallipoli (1915) y del retorno al patrón-oro en 1924, una idea (ferozmente criticada por el economista John Maynard Keynes) que hundió al Reino Unido en una crisis que enlazó con la gran depresión internacional de 1929. Churchill estaba acabado. Pero llegó la II Guerra Mundial y el payaso pasó a la historia, merecidamente, como un gigante del siglo XX.
Boris Johnson se consideraba un nuevo Churchill: también tenía una madre estadounidense, también era rico, también era culto, también sabía escribir, también era propenso a las payasadas y también estaba destinado a residir en el 10 de Downing Street. Le bastaba con esperar su momento, el “momento Churchill”. Creyó que había llegado con la invasión de Ucrania y se convirtió de inmediato en el más firme aliado de Volodímir Zelenski.
Las cosas han acabado mal para Johnson. Bochornosamente mal. Nadie recuerda un primer ministro tan lamentable. Si ha tenido un “momento Churchill”, ha sido el de 1915 o el de 1924, no el de 1940.
Ahora mismo, Boris Johnson parece un tipo tan lamentable como Rudy Giuliani. Lo normal es que siga pareciéndolo. Pero en tiempos tan convulsos puede pasar cualquier cosa.
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