El autobombo en las redes no tiene límites
Aun sin pruebas de la eficacia de la autopromoción, sus dinámicas llegan incluso al mundo académico. Del “saber hacer” pasamos al “hacer saber”
Peter Higgs, premio Nobel de Física, teme que en estos tiempos él no podría haber sido académico porque —a pesar de su teoría del bosón de Higgs— lo considerarían poco productivo. No se ve Higgs publicando artículos como churros, citando y autocitándose, metido en una hiperactividad que, dice el científico, no le dejaría tiempo ni sosiego para pensar.
Si más del 50% de su trabajo no consiste en trabajar, sino en contarlo, es usted un miembro de pleno derecho de la nueva economía. Esa que exige alimen...
Peter Higgs, premio Nobel de Física, teme que en estos tiempos él no podría haber sido académico porque —a pesar de su teoría del bosón de Higgs— lo considerarían poco productivo. No se ve Higgs publicando artículos como churros, citando y autocitándose, metido en una hiperactividad que, dice el científico, no le dejaría tiempo ni sosiego para pensar.
Si más del 50% de su trabajo no consiste en trabajar, sino en contarlo, es usted un miembro de pleno derecho de la nueva economía. Esa que exige alimentar una presencia digital constante, pelear por la visibilidad y buscar la validación externa de cada uno de sus actos. Un estado de la cuestión que un hombre poliédrico como el artista Serge Lutens ha definido como la sustitución de la cultura del “saber hacer” por la del “hacer saber”.
Si en el principio de los tiempos el autobombo parecía una condena de los trabajadores autónomos, ahora sabemos que sin autopromoción nada parece alcanzar su valor óptimo, independientemente del tipo de contrato. El autobombo es el cierre del ciclo productivo. La precariedad pone solo un poco más de presión en la edición constante de ese yo de semificción, socialmente deseable. La creación de ese personaje consumirá otra jornada de microtareas no pagadas en el entorno digital. Llámelo autobombo, autopromoción o marca personal… Ahí estamos atrapados, y es ahí donde no se ve Peter Higgs.
Hasta el venerable universo académico ha entrado en la rueda del autobombo. La cantidad de veces que un autor es citado confiere valor a su trabajo y es una medida objetiva —o al menos eso se creía— de calidad. Pero el exceso de posicionamiento puede distorsionar el valor real de las carreras profesionales. Una investigación publicada en la revista Nature en 2019 reveló que algunos de los científicos más citados del mundo eran maestros del autobombo y se autorreferenciaban excesivamente. Entre los más (auto) citados del mundo se mezclaban eminentes matemáticos y premios Nobel con otros nombres casi desconocidos. Todos practicaban la autocita y la cita cruzada, es decir, mencionar a los coautores de su trabajo que a su vez les correspondían con otra alusión. El caso extremo, según la investigación, era un informático hindú, Sundarapandian Vaidyanathan, del Instituto de Tecnología Vel Tech R&D: el 94% de sus menciones las había hecho él mismo o su equipo.
Pero no era el único, se escrutó la producción de 100.000 investigadores y al menos 250 habían amasado más de la mitad de sus citas con autobombo o citas cruzadas. Otro estudio de 2017 señaló que los hombres eran un 56% más propensos a la autopromoción que las mujeres.
No existían las redes sociales en 1997 cuando Fast Company publicó el artículo The Brand Called You (una marca llamada tú) firmado por el escritor y gurú del marketing Tom Peters. Allí se proclamaba que cada quien debía convertirse en el CEO de su particular “Yo. SL”. Tal urgencia ha generado una industria y millones de transacciones sociales en las redes.
Sin embargo, y aunque son pocos, aún quedan personas refractarias al autobombo. En su libro Invisibles: The Power of Anonymous Work in an Age of Relentless Self-Promotion (el poder del trabajo anónimo en la era de la autopromoción implacable), David Zweig empatiza con los profesionales que no se esfuerzan por ser estrellas del rock en las redes sociales, y pide que se les permita bajar de la rueda del autobombo y regresar a las labores para las que fueron contratados. En las múltiples entrevistas que hizo para escribir su libro, Zweig encontró a personas con “una sólida ética del trabajo” y “sentimientos ambivalentes hacia la autopromoción” que le demostraron que el éxito y la satisfacción eran posibles sin el constante posicionamiento. “De hecho, la ausencia de autobombo había sido parte de su éxito. No estoy sugiriendo que haya que esconder los méritos, pero buscar el reconocimiento a toda costa tampoco es el mejor camino para la realización”, reflexiona.
Nos consideramos activos cuyo valor debe expandirse por nuestro propio bienSteven P. Vallas, profesor de sociología
¿Es realista renunciar al autobombo y esperar a que otros reconozcan nuestro trabajo? En la nueva economía de teletrabajadores narcisistas, casi todos los expertos coinciden en que eso no va a suceder. El profesor Steven P. Vallas, que enseña Sociología del Trabajo en la Northeastern University de Boston, opina vía e-mail: “Aunque podría pensarse que construir una marca personal es inevitable en el capitalismo tardío, se trata de un argumento que pone el éxito por encima de la autenticidad a un coste muy elevado. Me pregunto, ¿por qué utilizar el discurso del branding? Ahí veo un problema, cuando nos consideramos activos cuyo valor debe expandirse por nuestro propio bien”.
¿Podríamos hablar entonces de un autobombo necesario y de otro intrusivo y manipulador? Un artículo de Harvard Business Review concede que habrá que entrenar para ejercer con elegancia cierta dosis de autopromoción. Un ejercicio de espontaneidad controlada para no publicar en modo aspersor. Por su parte, la profesora Ovul Sezer, de la Universidad de Carolina del Norte, después de estudiar varios miles de tuits encontró lo que ella define como “una estrategia de autopromoción sofisticada”, y a la que llama “petulancia humilde”. “La gente cree que enmascarar el autobombo con quejas continuas o con una falsa humildad tiene lo mejor de ambos mundos. Sin embargo, nuestra investigación demostró que resulta más molesto que fanfarronear a cara descubierta”, dice por correo electrónico.
La revista de Harvard señala que solo hay dos sitios donde se toleraría la autopromoción indiscriminada, LinkedIn y una entrevista de trabajo. Para Sezer el autobombo merece un juicio “equidistante”. “Es molesto, pero no compartir los éxitos también tiene un coste social. Tarde o temprano llegará la noticia y los no informados se ofenderán. Tenemos numerosos estudios que lo demuestran”, avisa.
A juzgar por la vigorosa salud del autobombo cualquiera diría que su práctica es un plan sin fisuras. Pero hay pocas evidencias al respecto: “Los esfuerzos de autopromoción tienen efectos más modestos que otras fuerzas institucionales, como los colegios a los que fuimos, los mentores que tuvimos o el capital cultural heredado de nuestras familias”. El profesor Vallas recomienda el libro Pedigree: How Elite Students Get Elites Jobs, de Lauren Rivera, donde se describen las universidades y corporaciones de élite como “una trama imbricada que trasciende al individuo y funciona como un auténtico motor de desigualdad”. “La autopromoción no es parte de esa ingeniería social”, precisa Vallas.
El lado más oscuro del autobombo es, según la escritora Barbara Fisher, su capacidad para estimular el espionaje en las redes sociales. La autopromoción funciona como una transacción de likes, retuits y publicaciones que espera ser retribuida. Esa expectativa genera vigilancia. No se sorprenda si un día siente la tentación de enfadarse porque alguien no ha cumplido sus obligaciones, no ha recomendado su libro o no ha compartido su podcast. La métrica de la amistad en la nueva economía también está atravesada por el autobombo.
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