Cómo Nicole Kidman ganó y Tom Cruise perdió: historia de un fracaso matrimonial que terminó creando a la estrella más atípica del siglo XXI
La actriz australiana estrena ‘The Undoing’ en HBO, su nueva aventura televisiva tras el éxito de ‘Big Little Lies’, un proyecto que confirmó que todos los premios, los halagos y la admiración del público solo llegaron cuando se deshizo de su mayor lastre: un exmarido que era la mayor estrella del mundo
Cuando Grace de Mónaco fue recibida con abucheos en el festival de Cannes de 2014, Nicole Kidman (Honolulu, 1967) se encerró en la habitación de su hotel a llorar. Una reacción melodramática pero en sintonía con su viaje vital: Nicole Kidman, que acaba de estrenar The Undoing en HBO, siempre ha querido ser una heroína romántica y dejarse abrumar por sus propias pasiones.
Al nacer en Hawai, sus padres la nombraron Hokulani (“estrella del cielo”) y la registraron como Nicole cuando se mudaron a Sydney cua...
Cuando Grace de Mónaco fue recibida con abucheos en el festival de Cannes de 2014, Nicole Kidman (Honolulu, 1967) se encerró en la habitación de su hotel a llorar. Una reacción melodramática pero en sintonía con su viaje vital: Nicole Kidman, que acaba de estrenar The Undoing en HBO, siempre ha querido ser una heroína romántica y dejarse abrumar por sus propias pasiones.
Al nacer en Hawai, sus padres la nombraron Hokulani (“estrella del cielo”) y la registraron como Nicole cuando se mudaron a Sydney cuatro años después. Ella creció encerrada en su habitación como su ídolo, Jane Eyre, y acomplejada por su altura, su pelo naranja y una piel tan pálida que le impedía ponerse al sol. “Mis recuerdos de infancia son las risas de los demás niños en la piscina de al lado. Me pasaba horas leyendo y soñando con ser Natacha de Guerra y paz, Dorothea de Middlemarch o Catherine de Cumbres borrascosas. Recibí mi primer beso sobre el escenario de un teatro. Vivía mi vida a través del arte”, recordó en una entrevista en Vanity Fair. A los 20 años llamó la atención de Hollywood en el thriller Calma total. Tom Cruise la contrató para Días de trueno y la convirtió en su consorte mediante una ceremonia privada celebrada el día de Nochebuena de 1990 en su rancho de Telluride (Colorado). Kidman tenía 23 años cuando pasó de dormir en el sofá de su amigo Hugh Jackman a convertirse en una de las mujeres más famosas del mundo.
La prensa la trataba como “un elemento decorativo en el escaparate de Tom Cruise”, cuando no como a una estatua (“Su impecable complexión de porcelana le hace parecer un ángel prerrafaelita”) o directamente un objeto sexual: “Su abdomen es del color de la leche helada. No pretendo cosificarla, pero Jesús, menudo culo. Es estrecho pero moldeado y nutrido y completo”, describía Tom Junod en Esquire.
Su carrera en Hollywood giraba en torno a su marido a tres niveles: solo rodaba cuando él podía quedarse con sus dos hijos adoptados (Isabella y Connor), la opinión pública asumió que era él quien le conseguía trabajo cual empresario que le pone a su mujer una mercería para que esté entretenida y en sus entrevistas solo se hablaba de Cruise. La pareja desmontaba la rumorología a golpe de demanda (que el matrimonio era una tapadera para ocultar su homosexualidad o que eran estériles), pero se esforzaban tanto en demostrar cuánto se atraían que daban una imagen fría y calculada de su relación. “Mi primera reacción al conocer a Nic fue de pura lujuria”, aseguraba él. “Cuando se levantó para estrecharme la mano sentí que me atravesaba electricidad”, decía ella, quien a veces sonaba directamente como una canción de rock (“Me dejó sin aliento, no sé qué pasó. ¿Una reacción química? Difícil de definir. Difícil de resistir”).
“Me pareció el hombre más sexy que había visto en mi vida. Todo empezó con lujuria. Soy adicta a Tom. Es mi droga. Lo adoro. Es muy romántico. Me compra flores, me escribe cartas. Le encanta estar casado. Le encantan todas las mujeres”, insistía la actriz en Rolling Stone, quien además presumía de instantes de un romanticismo casi cinematográfico como tirarse juntos en paracaídas y besarse en el aire.
Kidman aseguraba que le apasionaban los deportes de riesgo tanto como a su marido. Juntos pedían que les cerrasen montañas rusas, montaban en avionetas pilotadas por él o conducían coches de carreras. Ella se empeñaba en presentar su matrimonio como una familia normal y corriente: “Preparamos el almuerzo de nuestros hijos, no nos perdemos ninguna actividad extraescolar, los llevamos al colegio y organizamos barbacoas los domingos”. Por un lado, alardeaba de que su vida de millonarios nómadas le hacía feliz (“No tenemos un hogar, técnicamente vivimos en Los Ángeles y tenemos un apartamento en Nueva York, pero acabamos de comprarnos una casa en Australia y tenemos un rancho en Colorado. Me sentiría atrapada si me quedase en un único lugar demasiado tiempo”). Pero a la vez, cuando le preguntaban cómo le gustaría envejecer, Kidman sonaba como una adolescente romántica. “Viviendo en una granja de la Toscana, con muchos niños y nietos correteando. Una cocina grande. Un poco de ópera”.
Otra cosa que la pareja tenía en común, según todos los que los conocían, era una ambición profesional implacable. Cuando se enteró de que Meg Ryan había rechazado Todo por un sueño, consiguió el teléfono de Gus Van Sant y le llamó a su casa. “Nicole se empeñó tanto, demostró tantas ganas e insistió tanto en que era su destino que me convenció. Ella es igual de ambiciosa que su personaje”, explicaría el director. Los productores no querían contratarla para el papel de una reportera obsesionada con ser famosa (cuyo lema era “En América no eres nadie si no sales por televisión”), pero Kidman se comprometió tanto con el proyecto que prohibió a su marido visitarla en el rodaje porque su presencia distraía a todo el mundo.
La actriz ganó un Globo de oro y sus siguientes proyectos (el drama de prestigio Retrato de una dama, el thriller de acción El pacificador y la comedia Prácticamente magia) parecían destinados a confirmarla, por fin, como una estrella por derecho propio. Pero no ocurrió. Nicole Kidman parecía condenada a que el mejor papel de su carrera fuese el de señora Cruise.
Y entonces llegó Kubrick
El productor de Eyes Wide Shut exigió al cineasta que contratase estrellas si quería rodar su superproducción de arte y ensayo. Así que Kubrick fichó a la pareja más famosa del mundo. El rodaje de Eyes Wide Shut ya forma parte del folclore de Hollywood: cuatro meses previstos que se alargaron hasta 19, una orgía que tardaron semanas en rodar, un matrimonio descomponiéndose ante la cámara. Se rumoreó que el director tardó tanto en rodar la película porque, al darse cuenta de que la pareja estaba colapsando, decidió reescribir sus escenas. Construyó un decorado que imitaba su dormitorio (Kidman dormía en él algunas noches), les indicó que emulasen sus propias costumbres (como la de Tom de dejar unas monedas en la mesilla antes de meterse en la cama) y, en definitiva, creó una autopsia del matrimonio para que el público satisficiese sus deseos voyeuristas: una mujer hastiada por culpa de un marido que no la satisface sexualmente ni la estimula intelectualmente y un hombre frustrado porque ni su carisma ni su éxito profesional pueden protegerle de meterse en líos por sus travesuras sexuales.
El 25 de febrero de 2001 Tom Cruise interpuso una demanda de divorcio que Kidman, a día de hoy, asegura no comprender a pesar de que él se limitó a indicar “Nicole sabe por qué”. Durante el juicio él trató de demostrar que su matrimonio se había roto días antes de su décimo aniversario (tras lo cual, según la ley californiana, debería pagarle una manutención millonaria), pero en marzo Kidman sufrió un aborto que confirmaba que la pareja había mantenido relaciones hasta el final, lo cual le dejó a él como a un villano insensible y a ella como una mártir romántica. “En muchos sentidos, yo era una niña cuando me casé y lo seguía siendo cuando me separé. No tenía una experiencia de la vida adulta, lo cual me avergonzaba”, confesó Kidman al diario británico The Guardian.
Cuando la actriz hizo su primera aparición pública como divorciada, en la presentación de Moulin Rouge en el festival de Cannes, vivió un episodio que parece sacado de la propia película: “Cuando vi aquella muchedumbre sentí que no podía respirar, así que miré a mi hermana pidiéndole ayuda y ella me llevó a un lavabo y me desató el corsé para que pudiese respirar. Me quitó los zapatos y me prometió que todo saldría bien”.
En la escena en la que Satine irrumpe en Moulin Rouge bajando del cielo en un columpio, el mundo parece dejar de girar. El “mísero poeta” y el Duque se enamoraban de Satine cuando la veían por primera vez y, en cierto modo, el público también sintió que estaba viendo a Nicole Kidman por primera vez. Del mismo modo, cuando empezaba a cantar el público sintió que no la había escuchado realmente antes. Kidman encontró su propia voz con un personaje que, como ella, sufría una tragedia romántica como parte del espectáculo. Y ella la enmascaraba porque el espectáculo debe continuar, sacrificándose en nombre del arte y del amor. Satine deseaba, por encima de todo, que la vieran como a “una actriz de verdad”.
La vulnerabilidad de Kidman reforzó esta imagen pública que rozaba el masoquismo romántico. “Me enamoré loca y apasionadamente”, explicó la actriz años después al Irish Examiner. “Y aparqué todo lo que quería en la vida. Deseaba dejarme consumir por el amor. Estaba desesperada por tener hijos con él. Estaba dispuesta a dejarlo todo. Es parte de mí. Lo hago también con las películas. Deseo sentirme viva. Yo habría caminado hasta el fin del mundo con Tom. Yo no quería una gran carrera. Me habría conformado con hacer algún Todo por un sueño de vez en cuando. Y aún hoy todavía elegiría un matrimonio y una familia por encima de mi carrera”.
Su luminosidad en Moulin Rouge contrastaba con la madre gris y enajenada de Los otros y con la Virginia Woolf cuya vida se apagaba en Las horas. La propia actriz reconoció que transformarse en Woolf, pasando meses viviendo sola en la campiña inglesa, le salvó la vida. En concreto, aquel monólogo en la estación de tren: “Estoy viviendo una vida que no deseo en una ciudad que no deseo. Es mi vida. Tengo que tomar mis propias decisiones”. Las horas le dio un Oscar y la ayudó, inevitablemente, a encontrar una habitación propia: ella misma señalaba que no podría haberla rodado de haber seguido casada. Pero años después la actriz confesaría en The Telegraph que nunca se ha sentido tan sola en la vida como sujetando aquel Oscar.
El público deseaba verla triunfar. Su sentido del humor (“¡Por fin puedo llevar tacones!”, exclamó en el programa de David Letterman) le dio carisma, su dueto con Robbie Williams en Something Stupid puso banda sonora a su emancipación y las fotografías de ella saliendo de firmar los papeles del divorcio generaron simpatía. Por fin parecía un ser humano, mientras su exmarido se dedicaba a saltar sobre el sofá de Oprah. “Fui con ella al lavabo de señoras y todas la abrazaron, la animaron y la trataron como si sus propios destinos dependieran de lo que le ocurriera ella”, reveló la fallecida periodista Ingrid Sischy. Nicole Kidman se convirtió en la actriz favorita del planeta y lideró el renacimiento del glamour clásico tras una década, los noventa, en la que las estrellas se empeñaron en parecer gente normal. Pero eso no le impedía arremangarse si hacía falta.
Ella misma explica cómo todo el mundo la tomó por loca cuando decidió irse al pueblo remoto de Trollhäntar (Suecia) para rodar Dogville y convivir, durante varios meses, con el equipo de la película como una comuna prácticamente a oscuras. En Dogville, la actriz se ponía a cuatro patas con un collar de perro atado al cuello, sufría una violación en silencio a bordo de un carromato y ordenaba la masacre de una aldea entera como venganza. El público se escandalizó cuando vio a su estrella fetiche someterse al genio loco de Von Trier, pero las extravagancias de Nicole Kidman en pos del arte no habían hecho más que empezar.
Desde entonces, ha besado a un niño y se ha bañado con él convencida de que se trataba de la reencarnación de su marido en Reencarnación; ha depilado el cuerpo entero de Robert Downey Jr. en Fur; ha orinado sobre Zac Efron en El chico del periódico; ha intentado asesinar a su hija en Stoker; se ha descolgado del techo como hacía su exmarido en Misión imposible en Paddington; se ha hecho la muerta para que Colin Farrell le hiciese el amor en El sacrificio de un ciervo sagrado; y se ha enterado de que está embarazada mientras se droga en Destroyer. La actriz asegura que, cuando un personaje le remueve las entrañas, no hay nada que no esté dispuesta a hacer por su cineasta; pero para liberar tensiones (y pagar las facturas) ha rodado docenas de películas genéricas que estuvieron a punto de costarle la carrera.
Para celebrar su interpretación en Rabbit Hole (que le daría su tercera nominación al Oscar), Entertainment Weekly tituló “El retorno de la cara de Nicole Kidman”. La obsesión de la prensa –y, por extensión, del público– con el efecto expansivo que provoca el bótox en la frente (“una máscara”, “está congelada”, “una televisión de pantalla plana”) convirtió a Kidman en el emblema de la desesperación de las mujeres en Hollywood por aparentar juventud. Durante los 2000 la actriz fue descrita como “un exterior chamuscado”, “la cáscara dilapidada de una mujer” o “un trozo de carne seca y quemada”.
Su falta de expresividad en fracasos de taquilla como Las mujeres perfectas, Embrujada o Australia y su ristra de películas de saldo (Invasión, Bajo amenaza, No confíes en nadie) remataron el chiste. Ella admitió en The New York Times que temió que, pasados los 40, había alcanzado su fecha de caducidad en Hollywood y aunque mantiene que no se ha operado, sí reconoce haber probado el bótox. “Luego me desenganché y ahora por fin puedo volver a mover la cara”. Cuando Kidman se enteró de que los productores de Lion estaban tratando de disuadir al director de contratarla, se dio cuenta de que tenía que repetir su estrategia de 20 años atrás: si quería buenos papeles tendría que perseguirlos.
Lion le dio su cuarta nominación al Oscar y otro monólogo que atravesó su propia vida: cuando le explica a su hijo adoptado que no es estéril, pero que eligió tenerle a él. La película coincidió con reportajes que aseguraban que los hijos que adoptó con Cruise (de 27 y 25 años) habían elegido vivir con su padre y apenas tenían contacto con ella, ya que la iglesia de la Cienciología la había etiquetado como una “persona supresiva”: una mala influencia, católica devota, en cuyo divorcio la iglesia tuvo mucho que ver. Estas especulaciones se avivaron cuando Kidman solo mencionó a sus dos hijas biológicas con Keith Urban durante sus discursos de agradecimiento de 2016 y 2017.
Kidman ganó todos los premios posibles por Big Little Lies. El éxito de la serie de HBO, en la que su personaje sufría violencia doméstica, cristalizó la conversación social en torno a los abusos machistas justo en los albores del #MeToo. Además supuso un triunfo de la iniciativa femenina, porque Kidman y Reese Witherspoon pusieron en marcha el proyecto y lo levantaron entre las dos.
La actriz está disfrutando de este renacimiento desde su rancho de Nashville, donde vive desde su boda con la estrella del country Keith Urban en 2007 tan solo un mes después de conocerse (“Es lo mío”, bromea ella, “casarme primero y conocernos después”). Kidman estipuló en su contrato prenupcial que Urban se sometiese a un tratamiento de desintoxicación por su adicción a la cocaína. En su segundo matrimonio, Kidman no oculta que sigue necesitando protección. “Él me ha dado seguridad en mí misma. Soy dedicada, cariñosa y tengo una capacidad de amar profunda, así que no quiero que me hagan daño. Keith siempre me dice que soy cruda y sensible, así que él amortiguará las cosas por mí. No quiere que tenga que endurecer la piel”. Al fin y al cabo, su éxito artístico consiste en sentir las emociones más y mejor que los demás.
La actriz ha conseguido la granja con la que soñaba, aunque no esté en la Toscana sino en Tennessee, y celebra tener una sola casa y haber formado una familia que siempre está ahí cuando regresa del trabajo. “Aquí puedo leer. Puedo escribir. Puedo pasear. Puedo llevar a mis hijos al colegio. Puedo vivir como siempre soñé. Una vida. Una vida de verdad”. Kidman ha seguido apareciendo en proyectos dispares como El escándalo, Aquaman (que rodó para que sus hijas puedan presumir en el colegio) o The Prom, un musical de Ryan Murphy que se estrenará en Navidad en Netflix. Y cuando analiza su carrera no puede evitar, consciente o inconscientemente, hablar sobre sí misma: “Me doy cuenta de que suelo elegir películas sobre mujeres que, a pesar de todo, consiguen encontrar la forma de salir adelante”.
(Nicole Kidman no ha vuelto a practicar deportes de riesgo desde 2000. Asegura que ahora prefiere nadar o hacer senderismo)
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