Así fue Lyndon Johnson, el excéntrico presidente obsesionado con su pene que hace “normal” a Trump
El mandatario tuvo sus luces y sus sombras. A pesar de sus extravagancias y salidas de tono, que no fueron pocas, el presidente número 36 de los Estados Unidos impulsó una agenda contra el racismo y la pobreza que incluso Obama ha reivindicado. Así llegó a lo más alto el inimitable texano
El 20 de enero de 1969, Richard Nixon entró por primera vez en la Casa Blanca como presidente de los Estados Unidos, recorrió todas las estancias de la residencia y al llegar al baño de la habitación presidencial bramó: “¡Desarmen esa cosa!”. La “cosa” era la ducha o más bien el ingenio hidráulico que el anterior inquilino de la Casa Blanca, Lyndon B. Johnson (Texas, 1908-1973), había ordenado construir para asegurarse de que sus genitales recibían la presión de agua que le correspondía.
Según recoge la excorrespo...
El 20 de enero de 1969, Richard Nixon entró por primera vez en la Casa Blanca como presidente de los Estados Unidos, recorrió todas las estancias de la residencia y al llegar al baño de la habitación presidencial bramó: “¡Desarmen esa cosa!”. La “cosa” era la ducha o más bien el ingenio hidráulico que el anterior inquilino de la Casa Blanca, Lyndon B. Johnson (Texas, 1908-1973), había ordenado construir para asegurarse de que sus genitales recibían la presión de agua que le correspondía.
Según recoge la excorresponsal de la Casa Blanca, Kate Andersen Brower, en su libro La residencia: dentro del mundo privado de la Casa Blanca, la fontanería fue una de las primeras preocupaciones de Johnson. El presidente número 36 de los Estados Unidos quería una ducha exactamente igual a la que tenía en su casa. Los requisitos eran sencillos, necesitaba una presión “equivalente a una manguera de incendios” y dos boquillas: una que apuntase a su trasero y otra a Jumbo, nombre con el que se refería a su pene. Ante la renuncia del jefe de fontanería de la mansión, Johnson amenazó: “Si no puede arreglar esa ducha, tendré que mudarme de regreso a mi casa”.
Durante los cinco años que aquel exigente inquilino estuvo en la Casa Blanca, el equipo de fontaneros trabajó en un invento en el que se invirtieron decenas de miles de dólares del presupuesto destinado a seguridad. Cada vez que surgía un contratiempo, Johnson, cuál Julio II acogotando a Miguel Ángel, les amenazaba: “Si puedo mover 10.000 soldados en un día, vosotros podéis arreglar el baño de la forma que yo quiera”. La Capilla Sixtina tardó un año menos en tomar forma que el hidromasaje de Jumbo.
Johnson había llegado a la Casa Blanca de una manera tan dramática como imprevisible. Kennedy formaba parte de la comitiva que recorría las calles de Dallas cuando un disparo cambió para siempre la historia de Estados Unidos. Horas después de aquel estruendo que paralizó al país, el texano juraba su cargo en el Air Force One. Había sido congresista, senador y líder de la minoría y la mayoría en el Senado, todo le encaminaba a una presidencia por la que había batallado con su compañero de papeleta, pero jamás pensó que llegaría a ella de una manera tan amarga.
Kennedy y él no podían ser más opuestos. Uno había sido el más genuino representante de lo que algunos llaman despectivamente “las élites costeras” y se había visto aupado a la cima del partido demócrata gracias a los contactos de su adinerado padre y la ayuda de dos elementos imprescindibles en la política televisiva que acaba de nacer: era delgado y tenía buen pelo. El otro, por el contrario, se había criado en la más absoluta pobreza, había ascendido gracias a su tesón y su pelo ralo y sus rasgos faciales desproporcionados estaban muy lejos del atractivo Kennedy. Algo que no ignoraba, pero que le gustaba despreciar. “He estado accidentalmente con más mujeres que Kennedy a propósito”, se jactaba a menudo.
A pesar de estas diferencias, tenían aficiones comunes: las mujeres que no eran sus esposas –Johnson tuvo decenas de aventuras y al menos dos amantes de larga duración que exhibía sin pudor– y bañarse desnudos en la piscina de la Casa Blanca. Kennedy solía hacerlo rodeado de mujeres que no eran Jackie, a Johnson le daba igual la compañía. Cualquiera que llegase a visitarlo podía encontrarse en cuestión de minutos zambullido en el agua aunque no hubiese llevado la ropa adecuada. Daba igual que el interlocutor fuese el líder evangelista Billy Graham, el mandamás de Hollywood Jack Valenti o cinco periodistas de la revista Look que habían acudido a entrevistarle con su jefe Mike Cowles a la cabeza. “¿Qué pasa contigo, Mike? ¿Tienes miedo de verme desnudo? Ven aquí y desnúdate conmigo”, gritó el presidente al ver al periodista, tal como recoge el libro The Presidents vs. the Press: The Endless Battle Between the White House and the Media. From the Founding Fathers to Fake News. Minutos después, los cinco estaban bebiendo whisky desnudos mientras rezaban para que la primera dama no apareciese por la piscina. Jumbo no impresionó al grupo. “Como la mayoría de los hombres de su edad”, señaló Cowles, “Lyndon no era una figura muy atractiva desnuda”.
No fue la única vez que la prensa tuvo que contemplar al poco dionisiaco mandatario en todo su esplendor. Según el libro del reportero de la Casa Blanca Frank Cormier, LBJ: the Way He Was, una tarde Johnson se desnudó ante los reporteros que seguían su campaña en el Air Force One: “Se quitó la ropa interior y se quedó de pie desnudo y agitando una toalla para enfatizar sus palabras mientras hablaba de economía”.
Los periodistas que cubrían la información de la Casa Blanca estaban familiarizados con ese tipo de gestos e incluso con otros aún más reprobables. Una vez, en un corrillo informal, alguien le preguntó por qué Estados Unidos seguía en guerra con Vietnam y Johnson se sacó a Jumbo de los pantalones diciendo: “Por esto”.
No solo la prensa sufrió su inagotable exhibicionismo. Tras la muerte de Kennedy, Johnson mantuvo a muchos de los miembros de su gabinete y estos tuvieron que familiarizarse con algunas de sus costumbres en las que Jumbo hacía acto de presencia como si de una más de las mascotas presidenciales se tratase. Como, por ejemplo, cuando interrumpió una reunión de trabajo para llamar a su sastre quejándose de que los pantalones que le había hecho no le sentaban bien. “Estoy bastante bien dotado y si me hace unos pantalones normales me siento apretado como si saltara una alambrada, o sea que deme unos cinco centímetros más para que cuelguen mis pelotas”, le dijo rematando con un sonoro eructo. Podría parecer la maledicencia de un biógrafo contrariado, pero no, el audio completo está disponible en Youtube. Aparte de por sus genitales, Johnson estaba obsesionado con el control de la información. El presidente había ordenado colocar micrófonos que grababan todas las conversaciones que se mantenían en el Despacho Oval e instalar teléfonos hasta en los baños que utilizaba con la puerta abierta para seguir dando órdenes mientras hacía uso de ellos.
Precisamente, en los baños del Capitolio, Jumbo tuvo otro momento de gloria que Robert Caro recoge en la biografía The Years of Lyndon Johnson. Cuando un colega entró en ellos mientras el presidente estaba usando el urinario, este sostuvo su pene entre las manos y le gritó: “¿Alguna vez has visto algo tan grande como esto?”. Pero coincidir con él en el urinario no era lo más desagradable que podía suceder. Un día, tras beber varias cervezas en el coche oficial, procedió a aliviar su vejiga al borde de la carretera y el viento lanzó parte de su orina en dirección a uno de los miembros del Servicio Secreto. Cuando el agente le dijo que estaba orinando en su pierna, Johnson respondió: “Lo sé, ese es mi privilegio”.
Para muchos era difícil entender por qué Kennedy le había elegido como su vicepresidente, pero la respuesta es sencilla: necesitaba los votos que aportaba. Las elecciones de 1960 no fueron el paseo triunfal que la imagen televisiva de un sonriente Kennedy frente a un sudoroso Nixon nos hizo creer. Se dirimieron por menos de cien mil votos –para contextualizar, en las últimas elecciones Biden obtuvo casi siete millones de votos más que Trump– y ese escaso margen dejó clara la relevancia de los votos que Johnson amarró en el sur. Un sur profundamente racista y anclado en el pasado que no veía con buenos ojos las ideas de integración racial de aquel jovenzuelo católico de Massachusetts. Aunque en el entorno de Kennedy eran muchos los que detestaban a Johnson ni siquiera ellos podían obviar su carisma y su capacidad de influencia en el partido. Nadie conocía las fortalezas y debilidades de sus colegas y rivales como él. Y tampoco nadie las utilizaba tan despiadadamente. Su manera de hacer valer su opinión implicaba anular el espacio personal de su interlocutor, lo que a veces incluía empujones, gritos y golpes en las espinillas. Una imagen tan frecuente y característica que se llamó “el tratamiento Johnson”. Como describió el editor de The Washington Post, Ben Bradlee, “después de que te lo aplicase te sentías como si un San Bernardo te hubiera lamido la cara durante una hora”.
Pero el abominable “tratamiento Johnson” sirvió también para transformar radicalmente Estados Unidos. Bajo su mandato se aplicaron medidas que para Kennedy solo habían sido un sueño. Con su capacidad para decir a los senadores de norte y sur lo que querían escuchar, consiguió aprobar la Ley de Derechos Civiles en un Congreso que llevaba casi cien años rechazándola. También sacó adelante la ley que impidió la discriminación racial en los centros de votación del sur, la Ley de Vivienda Justa y la Ley de Educación Superior, fundó la televisión pública, creó un seguro médico gratuito para los ancianos y las personas sin recursos, fomentó medidas en favor del medio ambiente y aprobó proyectos legislativos que acabaron con la segregación racial. Bajo el paraguas de lo que se llamó la Gran Sociedad, Johnson impulsó una agenda contra el racismo y la pobreza como ningún otro mandatario en la historia de Estados Unidos. Y siempre con la conciencia de que lo que estaba haciendo le pasaría factura a su partido. Tal como apunta Jack Bernhardt en The Guardian: “Johnson reconoció en privado que con la firma de la Ley de Derechos Civiles perdería a los demócratas en el sur durante una generación, pero sabía que tenía que hacerse. Gastó su vasto capital político en la guerra contra la pobreza no porque fuera un ganador de votos, ni mucho menos, sino porque vio la desigualdad de Estados Unidos como una mancha en el país. Johnson representa la estupidez de tratar de separar a los líderes en “buenos” y “malos”, y en un momento de creciente polarización y militancia, esta es una lección vital.”
En 2014, Obama reivindicó a un Johnson opacado por la luz y las sombras de Kennedy y Nixon. Durante la celebración del 50 aniversario de la la Ley de Derechos Civiles declaró: “Pese al poder que recibió al llegar al Despacho Oval, él nunca olvidó lo que significaba estar marginado. Él sabía que los aprietos que padeció son los mismos que otros estaban padeciendo ahí fuera…. Él empleó la presidencia para hacerle la vida mejor a los ciudadanos, que es para lo que está”. Y señalándose a sí mismo como uno de los beneficiados por sus políticas, Obama añadió: “Esas normas me abrieron las puertas, es por ellas por las que yo estoy hoy aquí. Millones de personas de mi generación recogimos el testigo que él nos tendió y tenemos una deuda que pagar”.
A pesar de sus logros, su capital político se vio ensombrecido por su papel en Vietnam, una guerra heredada de la que no supo salir a tiempo y que agotó su rédito. Tanto que, en un movimiento inédito para un hombre con tanta ansia de poder, prefirió no presentarse a la reelección y volver a su rancho de Texas. Cuando abandonó la Casa Blanca había conseguido aprobar casi cincuenta iniciativas que modernizaron la sociedad estadounidense como ningún otro presidente ha conseguido en más de dos siglos, pero no había logrado que aquella ducha tuviese la presión adecuada para Jumbo.
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