O ‘bros’ de gimnasio o coleccionistas de ‘funkos’: ¿por qué hay una generación de hombres que no maduran?
Unas condiciones socioeconómicas que retrasan cada vez más la emancipación y la reivindicación de cierta masculinidad que algunos añoran frente a los avances sociales han creado una nueva versión del hombre-niño que habita, especialmente, las redes sociales
Los profesores de universidad suelen contar que cada vez más a menudo algún alumno mayor de edad acude a sus despachos para suplicar por un aprobado inmerecido acompañado por su padre o por su madre. El resto de señales están ahí para quien quiera verlas: en 2023, el 28% del negocio de los fabricantes de juguetes europeos se debió a adultos que compraron esos juguetes para sí mismos y empresas como Lego, conscientes de que la cifra está creciendo, ya dedican a ese público más de una sexta parte de sus diseños.
Por otro lado, los psicólogos alertan de que cuando surge un conflicto muchas relaciones se abandonan antes de que alguna de las partes intente resolverlo. La inmadurez se nota hasta en las campañas electorales durante las que casi todos los políticos bailan adaptándose al último reto de TikTok. Por si fuera poco, las películas de superhéroes tienen tramas cada vez más simples e incluso los delincuentes se comportan últimamente como adolescentes caprichosos, desesperando a los viejos jefes de la mafia que, como Tony Soprano en la ficción, creen que los viejos códigos eran mucho más fiables.
Tras una enumeración así, es evidente: el mundo entero se está infantilizando. Eso es, al menos, lo que defiende Keith J. Hayward, un profesor de Criminología de la Universidad de Copenhague cuyo último ensayo, Infantilised: How Our Culture Killed Adulthood (Infantilizados: cómo nuestra cultura ha matado a la adultez) todavía no está traducido al español, ha causado mucho revuelo en medios británicos y estadounidenses.
Hayward piensa que tanto la cultura de masas como el estilo de vida dominante en las sociedades contemporáneas están conduciendo a que buena parte de la población adulta adquiera comportamientos y modos de pensar hasta hace poco exclusivos de los niños. Y no precisamente porque reproduzcan la inocencia o la ternura que también asociamos a la infancia, sino porque habrían adquirido sus peores vicios amplificados por la edad y la capacidad económica: egolatría, narcisismo, indisciplina, falta de conexión con la realidad o poca resistencia a la frustración.
En este sentido, el libro de Hayward se parece a los de otros pensadores conservadores como, en el extremo de la autoayuda, Jordan Peterson o, en el de la filosofía, el español Jorge Freire, que en Hazte quien eres propuso “un código de costumbres” para “llegar a ser hacendoso” burlando algunas trampas de nuestra época. Como ellos, Hayward incluye un decálogo de buenas prácticas para escapar de la tendencia que denuncia, pero es más exhaustivo describiéndola y propone un recorrido minucioso por todas las instituciones que, considera, se están infantilizando, desde los parlamentos hasta la academia, y detalla cómo esa infantilización empapa todos los ámbitos de nuestras vidas, especialmente el ocio.
Por supuesto, los ataques contra los “hombres hechos y derechos” que juegan con muñecos vienen de muy atrás. Incluso antes de que los Funko Pop tuvieran éxito, ya había columnistas como Rupert Myers que, ante la moda de las figuras de plástico basadas en series de televisión, escribió en The Guardian: “Una vía de escape no está mal, pero nuestras imaginaciones son lo suficientemente maduras como para no necesitar juguetes físicos. No necesitamos introducir formas en un agujero o hacer pulseritas porque hemos desarrollado una sofisticada cultura de adultos basada en las palabras, la música y las imágenes”.
La cosa no va solo de muñecos (o de videojuegos con estéticas coloridas, como los de Nintendo), pero tiene bastante que ver con ellos y es que en muchos espacios online (foros masculinizados como Reddit o Forocoches o determinados entornos en X), la masculinidad —efectivamente, cuando muchos escriben “adultos” quieren decir “hombres” u “hombres de verdad”— tiene solo dos caras: la del coleccionista de funkos progresista (otra vuelta de tuerca al clásico friki) y la de quien se niega a ser infantilizado y se ve a sí mismo, frente a su ordenador, como un asceta o un estoico (y también, aunque no lo sepa, acumula atributos del viejo friki noventero).
Los dos polos entre los que se mueve el hombre de Internet son solo caricaturas, pero nos dicen algo acerca de cómo miramos y organizamos el mundo (también el analógico). Ahora que los hombres juegan, cabe preguntarse si aquellos que critican su infantilización son los mismos nostálgicos de siempre o están alertando de algo grave. Cuando tantos hombres jóvenes quieren convertirse en guerreros mediterráneos (a base de gimnasio, preparándose para no se sabe bien qué batallas) y otros tantos dedican todo su tiempo libre a los juegos online, el coleccionismo y las discusiones en foros, ¿está fallando algo o son simples elecciones de consumo? Y, sobre todo, ¿no será que esos dos grupos aparentemente enfrentados tienen algo en común su incapacidad para hacerse cargo del presente?
Pero qué es un hombre
La pregunta sobre qué es y cómo debe comportarse un hombre no es nueva. De hecho, atraviesa toda nuestra cultura, pero comienza a plantearse de formas parecidas a la actual a principios del siglo XX. Entonces, en novelas clásicas como La marcha Radetzky de Joseph Roth empezaron a aparecer personajes que se resistían a incorporarse al mundo de los adultos. Algunas décadas después, en tiempos de contracultura y de “invención de la juventud” la pregunta ya se escucha explícitamente y, por ejemplo, en Tattoo (1966) los Who cantan sobre “what makes a man, a man” mientras que, en 1982, Joe Jackson, artista abiertamente homosexual, añade complejidad con su tema Real Men.
Así que, si el interrogante es siempre el mismo, lo que ha cambiado durante los últimos diez años son las posibles respuestas y, sobre todo, cómo se elaboran: después de siglos, la mirada masculina y heterosexual no es la única que construye la masculinidad y los hombres ya no están solos, contemplándose a sí mismos.
“Lo que intensifica la pregunta sobre la especificidad de lo masculino y provoca desasosiego o incertidumbre identitaria es la influencia del movimiento feminista y el movimiento queer y LGBTQ+”, explica la cineasta y teórica Gala Hernández, directora de La mecánica de los fluidos. “A través de un proceso de definición en negativo, cuando las mujeres feministas se interrogan sobre qué significa ser mujer (como dijo Beauvoir: ‘mujer no se nace, se llega a ser’), se trazan unos nuevos contornos socioculturales que inevitablemente despiertan la misma inquietud en los hombres, llevándolos, quieran o no, a enfrentar un proceso de deconstrucción. Aunque algunos se resistan y se nieguen, lo masculino, concebido hasta ahora como norma universal y naturalizada, comienza a ser cuestionado; en otras palabras, uno también se hace hombre, no es algo dado”, continúa.
En su libro The feminist killjoy (algo así como La feminista aguafiestas) la escritora y activista Sara Ahmed llama a las feministas a cuestionarlo todo: desde la cultura hasta las bromas cotidianas (“si no es graciosa, ponte seria”, recomienda). Es una tarea que se está llevando a cabo desde muchos frentes y que resulta incómoda para buena parte de los hombres. Al menos así lo cree el escritor Antonio J. Rodríguez, autor de La Nueva Masculinidad de siempre que sostiene que aquellos cuyos privilegios están en disputa (por ejemplo, el de decidir lo que es gracioso) van a sentirse, como mínimo, desorientados: “Asistimos a una sociedad masculina en crisis, lo cual no es exactamente una crisis de la masculinidad. ¿Qué son los feminismos, si no una crítica al privilegio de la masculinidad? Es como si nos estuviéramos recomponiendo de un gancho de boxeo”, explica.
Ese proceso es la que en algunos casos “acaba cristalizando en movimientos masculinistas reaccionarios, cuya prioridad parece ser eliminar a toda costa esos cuestionamientos incómodos”, en palabras de Hernández. Y, precisamente, es desde esos movimientos desde los que se critica a quienes han escogido otras formas de acometer el proceso o, simplemente, se dejan llevar porque también está abriendo posibilidades para ellos.
Ascetas y llorones
En uno de sus mejores videos de análisis cultural, la crítica Estela Ortiz habla de la “cultura BRO” de los años dos mil. A través de películas como American Pie o El Club de la Lucha y de músicos como Blink 182 o Avril Lavigne, Ortiz desgrana las producciones mainstream de unos años durante los que estaba bien visto “odiar a las mujeres y comportarse como un matón de instituto”. Es posible que buena parte (al menos esa parte de la que no es responsable Internet) tanto de la misoginia como de la infantilización contemporáneas haya bebido de aquellos taquillazos que ridiculizaban a las mujeres y, como Jackass —esto lo escribe Hayward— “parecen ideados por preadolescentes y producen espectadores indolentes, apáticos y felices de esquivar todo lo que implica la vida adulta”.
Sin embargo, Rodríguez niega la mayor y cree “que los gustos estéticos no son demasiado relevantes” para saber si alguien está infantilizado. “Diría que un adulto-infantil es aquel desvinculado de las responsabilidades del mundo adulto, y a priori vivimos en un mundo que no permite tal cosa con facilidad. Como sea, a lo largo de la historia el ser humano ha demostrado un talento inmenso para huir de sí mismo de mil maneras, y en cierta forma y con mesura a menudo es saludable huir de uno mismo”, matiza el escritor. Además, las condiciones materiales importan y, tal y como están demostrando las protestas contra el precio de la vivienda, para ciertas generaciones la juventud es algo involuntario e impuesto por la necesidad. “En las grandes ciudades ves que, sin ayuda, nadie puede aspirar a la entrada de una vivienda, pero también que nadie tiene tiempo para ver a sus amigos. Sin embargo, un cierto desarrollo profesional, en el mejor de los casos, sí que te permite hacer uno o dos o tres viajes internacionales al año, llevar contigo tecnología de última generación o gastarte tu dinero en eso que llaman la cultura de la indulgencia. Pero incluso si renunciases a eso, tampoco podrías vivir como un adulto de los años sesenta del siglo XX”, desarrolla Rodríguez.
Así que, más que sus hábitos, su carácter o sus elecciones culturales, lo que infantiliza a los hombres jóvenes, condenándolos, en muchos casos, a convivir con sus padres hasta bien entrada la treintena, son sus salarios y el coste que hoy tiene cubrir las necesidades básicas. En un contexto económico así y desconcertados por la “crisis de la masculinidad”, no es del todo extraño que surjan escapismos como la propia infantilización y su reverso: el estoicismo de gimnasio, que propone un modelo de hombre musculado y unidimensional también muy parecido a una fantasía infantil. Tal y como señala Hernández, no es un problema exclusivo de los hombres: “Las mujeres también experimentamos esa búsqueda de identidades dadas, que nos liberan del esfuerzo de tener que construirnos de forma creativa y subjetiva porque estamos atrapadas en el capitalismo digital tanto como ellos. Así como existe la figura del guerrero mediterráneo, también encontramos la de la tradwife o ama de casa tradicional, del mismo modo que está el coleccionista de funkos, existen identidades femeninas y feministas rígidas y predecibles”.
¿Y cómo es posible que esa identidades unívocas y simples se hayan extendido tanto por los entornos digitales? En parte, por pereza (“es más fácil recibir un manual de instrucciones sobre qué opiniones tener y cómo vivir que enfrentarse al desafío de inventarse a uno mismo”, apunta la cineasta) y en parte porque, tal y como advierten cada vez más sociólogos, la teoría del deseo mimético del antropólogo René Girard se cumple a rajatabla en Internet: deseamos lo que otros desean, sea el último Super Mario o levantar diez kilos más en press de banca.
Por cierto, en cuanto a los juguetes coleccionados por adultos, quizá no sean una afición tan preocupante o el sumidero por el que se nos está escapando nuestra civilización. “Puedes tener un doctorado en Platón o Proust y ser una persona completamente aniñada. El infantilismo en la adultez tiene que ver con el desprendimiento de las responsabilidades asociadas a la vida adulta, que hoy es especialmente jodida, y no tanto con el uso que le das al dinero que te queda para ocio. Y entre relajarme con un Lego o con un diazepam, elijo el Lego”, concluye Rodríguez. Quizá por eso la marca danesa acaba de desarrollar toda una metodología para mejorar los entornos laborales a través de juegos con sus piezas. Se llama Lego Serious Play y, como casi todo, puede ser una trampa para que produzcamos más o un pasatiempo divertido y útil.