Respirar mola
Es importante saber si una persona ha leído, viajado o amado pero a mí me interesa sobre todo saber si ha perdido a alguien
Cada vez que me propongo conocer bien a alguien, uno de los datos que más me urge saber es si ya ha pasado por la muerte de alguien cercano. Una curiosidad macabra, casi impertinente, ya, perdón. Pero la muerte es un trámite demasiado trascendental como para no marcar irrevocablemente a una persona y su forma de navegarlo, demasiado significativa como para no resultar reveladora.
De todo lo que se puede decir de Joe Biden, mucho bueno y no poco m...
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Cada vez que me propongo conocer bien a alguien, uno de los datos que más me urge saber es si ya ha pasado por la muerte de alguien cercano. Una curiosidad macabra, casi impertinente, ya, perdón. Pero la muerte es un trámite demasiado trascendental como para no marcar irrevocablemente a una persona y su forma de navegarlo, demasiado significativa como para no resultar reveladora.
De todo lo que se puede decir de Joe Biden, mucho bueno y no poco malo, lo que más me asombra es hasta qué punto su vida está marcada por la muerte. La de sus referentes políticos cuando él era joven (Martin Luther King y Robert Kennedy fueron asesinados con tres meses de diferencia en 1968); la de su mujer y su hija (Neilia y Naomi, en un accidente de coche en 1972); la de otro de sus hijos (Beau, cáncer en 2015). El otro día escribían sobre sobre él en The New York Review of Books y le llamaron un death defier, un retador de la muerte. “Se empeña en permanecer impávido ante el implacable poder de la mortalidad”, ahí es nada, ahí está todo.
Quizá estoy proyectando sobre el mundo entero el que la muerte de mi padre, en 2009, fuera una montaña tan ardua de escalar. (Entre otras cosas, para sobrellevarlo me dejé adoptar por varias figuras protectoras, de las cuales la primera murió en 2013, dos en 2018 y otra en 2019: ahí decidí que mejor asumirme como huérfano y frenar aquella sangría). Pero estoy convencido que a uno no se le conoce, ni se conoce él a sí mismo, hasta que no se ve respondiendo al “implacable poder de la mortalidad”. Steven Spielberg, por poner un ejemplo más luminoso que el Partido Demócrata, se estrelló varias veces en los ochenta intentando hacer cine serio hasta que murió su abuela: ese duelo le propulsó directamente hacia La lista de Schindler. Su colaborador habitual, el compositor John Williams, también era feliz como melodista aclamado en el Hollywood de los setenta hasta que su esposa sufrió un ictus fulminante. El ya viudo decidió que no explotar todas sus inquietudes como compositor era un insulto a la vida y a partir de 1974 empezó a producir la mejor música cinematográfica de la historia (y alguna de la mejor del siglo XX: escuchen el concierto para violín que escribió en memoria de esa mujer). Tampoco es que la muerte sea un catalizador infalible del talento: según un estudio publicado en 2016 por una universidad australiana, la mayoría de las obras que Degas, Rothko, Manet o Pollock produjeron tras grandes tragedias suelen venderse por menos en las subastas.
Para lo normal que es la muerte, enseña una lección que siempre sienta surrealista. Alguien que amas se va –o, según tu egolatría, te deja, menuda frase– y tú sigues. El mundo sigue. Es un sitio nuevo, de repente finito, menos misterioso, sin marcha atrás y en el que casi todo lo malo suele ser irreparable. Está el consuelo de Bruce Springsteen: “Todo muere, nena, eso es así, aunque quizá todo lo que muere un día regrese”. Pero también la enmienda que le hace Louise Glück: “Todo regresa, pero lo que regresa no es nunca lo que se fue”. Tú sigues. Todo sigue. ¿Puede haber mayor prueba de amor que sentir dolor por alguien que ya no existe?
Cuando te mueres tú, y aquí por ahora no tengo tanta experiencia, el potencial revelador debería ser tremendo pero pinta que es al contrario, que al morir uno más que descubrir, se desprende. A quienes se me fueron les vi aferrados a sus certezas, correspondiente cada una a un entorno cada vez más debilitado y cada cuál más sabia que la anterior. Que el sentido que le hayas buscado a la vida al final suele ser algo más bien decorativo. Que el afecto no es energía que se transforma: el que entregas y no recibes se ha perdido para siempre. Y, ya finalmente, que respirar mola. Despidiéndome de los míos he aprendido que la agonía comienza en los pies y en las rodillas –con el brote de ciertas motas púrpuras–, que lo normal es apagarse de madrugada, entre las tres y las seis, y he aprendido que respirar, si le prestas atención, respirar efectivamente mola.
Luego ya cada uno. A Mahler le diagnosticaron una enfermedad reumática del corazón en verano de 1909, cuando escribía su novena sinfonía y los compases aletargados que abren esa monumental obra replican el pulso que había delatado su dolencia, o al menos esto decía Leonard Bernstein. El compositor le contaba por carta a un amigo en aquella época que estar con un pie en el otro barrio no le había despertado un miedo “hipocondríaco” a la tumba, sino que se sentía en el umbral de una metamorfosis. “Al final de una vida, debo volver aprender a levantarme y andar, como un principiante”. Claro que en las mismas estaba, 360 años antes, Martín Lutero cuando escribió: “Soy una mierda maloliente y el mundo es un culo gigante. Pronto nos expulsaremos el uno del otro”. Lo dicho, cada uno.
Esta será mi última columna en esta página, como será mi último número de ICON como subdirector, lo cual sin duda acarreará un duelo innegociable. ¿Puede haber mayor señal de que uno ha amado muchísimo el lugar en el que ha trabajado?
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