Entrevista con Ana Obregón, 17 días antes de recibir a su hija: “No se me han secado las lágrimas por Aless”
La estrella televisiva no dio ninguna pista sobre su inminente maternidad, en una conversación exclusiva con Luz Sánchez-Mellado para ‘Icon’, y declaró no haber superado el duelo por su hijo
El 3 de marzo, el equipo de Icon pasó ocho horas con Ana García Obregón. Dos semanas después, el 20 de marzo, la estrella televisiva recogía en el hospital en Miami a una niña nacida mediante un vientre de alquiler, según publicó la noche del martes la revista ¡Hola! La sorpresa ha sido mayúscula. En aquella larga e intensa jornada de trabajo, Ana se prestó a ser maquillada...
El 3 de marzo, el equipo de Icon pasó ocho horas con Ana García Obregón. Dos semanas después, el 20 de marzo, la estrella televisiva recogía en el hospital en Miami a una niña nacida mediante un vientre de alquiler, según publicó la noche del martes la revista ¡Hola! La sorpresa ha sido mayúscula. En aquella larga e intensa jornada de trabajo, Ana se prestó a ser maquillada, vestida, fotografiada y entrevistada sin ningún veto ni cortapisa, ni en los estilismos previamente pactados, ni en las preguntas, que no conocía de antemano. Se mostró amable, cordial, cálida sin pasarse, profesionalísima. Durante la entrevista, no obstante, no hubo forma de sacarla del bucle melancólico del duelo por la muerte de su hijo Alejandro, el 13 de mayo de 2020. Al terminar, se despidió cariñosamente de todo el equipo y dijo que volvía a encerrarse a su casa, de la que no había salido, aseguró, desde que dio las campanadas de Nochevieja en Televisión Española. 15 días después, volaba a Estados Unidos a recoger a su hija recién salida del vientre de su madre gestante. Visto hoy, Ana dejó algunas señales. Accedió a ponerse, por primera vez desde la muerte de su hijo, un vestido rojo. Dijo no reconocerse, verse disfrazada, pero, al menos, se congratulaba de haber sido capaz de dar el paso y de sentir que esta era una primavera distinta. “En abril salen las flores, sale el libro de Aless y ya hace tres años de su muerte, tres años, madre mía”, dejó dicho. Solo ella sabía que antes de abril, el 29 de marzo, Ana iba a dar el último y quizá definitivo giro de guion a su vida.
Esta es la crónica de la jornada que pasamos con Ana Obregón, y el testimonio de sus sentimientos, 15 días antes del nacimiento de su hija:
“¡Guau!”. Ana García Obregón no puede reprimir la exclamación al ver sus propias fotos saltar a la pantalla del ordenador, según la acribilla el fotógrafo. Ana, la Obregón para las tres generaciones presentes en la sala, compone escorzos de supermodelo vestida con modelazos de supermodistas. Se le propuso cambiar de piel, salirse de su registro, vestir de primavera su invierno íntimo y aceptó el reto. El apogeo llega con un vestido color fuego, tono con el que Ana (Madrid, 68 años) se atreve por primera vez desde la muerte de su hijo, y que incendia a la vez sus mejillas y los piropos del equipo. La verdad, impresiona. Su figura se recorta nitidísima contra un inmisericorde fondo blanco que revelaría hasta la mínima imperfección de su silueta, si la tuviera. Pero no es el caso. El rostro pícaro, esculpido por la genética y la medicina estética. Los tobillos finos. Las piernas largas, flacas y firmes. El canalillo partiendo el escote de la mujer más sexy de España durante décadas. La misma talla desde adolescente. Ana Obregón en estado puro. Solo al bajarse de los taconazos, apoyándose en su representante e íntima amiga, Susana Uribarri, que supervisa la sesión sin perder detalle, se le aprecian cierta fragilidad y fatiga. De fondo, suenan Rosalía, Karol G. y Shakira cantando sus modernísimas coplas a la mujer hecha a sí misma. Ninguna de esas divas estaba ni en el pensamiento de sus padres cuando Obregón ya era un icono y en España no empezaba el verano hasta que su posado en biquini copaba las portadas de las revistas. Pero eso fue en otro siglo, otro milenio, otra vida.
El 13 de mayo se cumplen tres años de la muerte de su adorado hijo Alejandro, a los 27, tras dos de pelea contra un cáncer implacable, el sarcoma de Ewing, y todo lo animosa y sonriente que luce su madre en las fotos troca en serena tristeza en cuanto se apagan los focos. Esta es, dice, la primera vez que sale de su domicilio desde que volviera de dar las campanadas en Televisión Española la pasada Nochevieja. No, reconoce. No hay quien la saque de casa ni de su bucle melancólico. O igual es ella misma la que no quiere desenredarse de esa madeja. No todavía.
Me ha encantado ese “guau” al ver su propia imagen. ¿Se ve sexy? ¿Qué coño me voy a ver sexy? Es lo último que me veo ahora, te lo juro por mi hijo. Para mí ahora mismo el tema sexo, erotismo, atracción, hombres, es como si me hablaras de Marte: no puedo estar más lejos de todo eso. Hace años que ni siquiera me doy un masaje.
¿Y por qué le ha salido ese ladrido al verse de rojo? Porque no me reconocía ni yo. Soy una profesional, quiero salir bien y sé ver una foto bien hecha. Yo era sexy hace 20 años, ahora soy lo que soy: una madre que ha perdido a su hijo. Lo que antes era mi vida ahora me parece una película. Para trabajar me disfrazo de la Obregón y tiro para adelante, porque esa Ana ha muerto y ahora es otra.
¿Se niega el placer? No es eso. Es que no puedo. No siento. Tengo cero ganas de nada. Mira que a mí me gusta Brad Pitt, pues ahora mismo me llama y me dice que quiere quedar conmigo a tomar un refresco y le digo que muchas gracias, pero que se quede en su casa.
¿Cuándo se secan las lágrimas? Las lágrimas no se acaban. Las fases del duelo son mentira. Yo, además, he perdido en dos años a mi hijo, a mi madre y a mi padre. El duelo es un camino solitario y la única forma de luchar contra el dolor es no luchar. Lo peor que te pueden decir es: “Sé fuerte”. No se me han secado las lágrimas por mi hijo y aún no he llorado ninguna por mis padres. Alguien me escribió por las redes algo que me llegó al alma: “Hay dos clases de personas en el mundo, las que han enterrado a un hijo, y las que no”. Yo soy de las primeras y lo seré siempre. Lo único que voy a aceptar es que no lo voy a aceptar nunca.
Lo que más me impresiona de usted es que no se cabreara con el mundo y siga sonriendo a cámara. ¿Que no? En mi casa hay muchas cosas rotas. Soy una explosión de emociones y la mejor que he sentido en este tiempo es estar enfadada, porque así reprimes algo la tristeza. Me encanta cuando alguien o algo me hace cabrearme. La mala hostia me ayuda a sobrellevar la ausencia. Es que Aless ya no va a estar nunca. No va a llamar. No va a venir. No nada. Me cansé de negociar con Dios durante su enfermedad y ya, en el funeral de mi madre, al oír eso de “por mi gran culpa”, terminé de cabrearme. ¿Cómo que por mi culpa, Dios mío? Ahora soy budista, he descubierto que mi templo y mi religión es mi corazón y los demás. Y no hay más.
¿Cuál es su mejor momento del día? Cuando me duermo y pierdo el conocimiento durante unas horas.
¿Por qué se levanta cada mañana, entonces? Por Aless. Yo tenía una misión en la vida: criar a mi hijo, que estudiara, cuidarlo cuando estuvo enfermo. Mi otra misión era cuidar de mis padres, que envejecían. Y, de repente, no tengo ninguna. Mis padres, que me anclaban a la tierra, y mi hijo, que me daba alas porque era mi futuro, ya no están, y me quedo instalada en el vacío. Así que me puse a ayudar a personas con cáncer. No existe nada mejor que dedicar tu tiempo a las personas. Eso me da paz. Pero también me mina. He asistido a la muerte de dos chicas muy jóvenes, y me ha afectado muchísimo. Ahora, con la Fundación Aless Lequio, tengo la sensación de seguir con esa misión. Trabajo por y para ella.
¿Es una obrera de la Fundación? Más del 70% de lo que gano va para ella, porque yo también tengo que vivir. Concentro mi energía, como en esta sesión, curro a lo bestia durante unas horas, unos días, unas semanas, y vuelvo a mi encierro. A mi meditación. A mi silencio. A mi duelo.
¿El trabajo es su terapia? Terapia no tengo ninguna, paso el duelo sin una pastilla. Mask Singer, el programa de Antena 3 [en cuya segunda temporada ella hace de investigadora], ha sido una bendición. Es amable, divertido y me cuidan. Aún no me siento capacitada para meterme en una serie, en un personaje durante cuatro meses. El éxito no son los premios, ser el programa más visto ni la tía más famosa. Es lo que te llevas puesto. Y yo me voy a llevar el amor de mi hijo, el amor que he dado, el amor de algún hombre. Me sentí muy bien haciendo Mask Singer. Y me siento tan mal con todo que eso es buenísimo. Eso y el chocolate. Y las series, que me anestesian. Como no duermo, me las veo todas. Pregúntame cualquiera y te la cuento.
Ana mira a los ojos y enciende un cigarrillo con la colilla de otro, hecha un ovillo en un sillón de salón de belleza. Estamos en el tocador donde se ha cambiado de ropa y donde Beatriz Matallana, la maquilladora de las estrellas, la ha maquillado y peinado cariñosísimamente para las fotos. Todos los mimos del equipo contrastan con ese machaque autoinfligido a sus pulmones. “¿Que fumar me va a matar? Me da igual, ya estoy muerta. No le tengo miedo a nada, lo peor que me podía pasar ya me ha pasado”, responde ante la pregunta muda. Por lo demás, Obregón se cuida. Antes de la entrevista, y después de las fotos, ha devorado una ensalada de quinoa, un taco de pollo y una tarta de queso mientras charlaba por los codos con los miembros más jóvenes del equipo, abducidos con sus anécdotas de su noviazgo con Miguel Bosé, su amistad con Andy Warhol, sus días con Spielberg y su conocimiento de las claves del crimen de los marqueses de Urquijo, del que dice saber quién fue el verdadero asesino, que no es el condenado, su amigo Rafi Escobedo, y del que se llevará el secreto a la tumba.
Tenía a los chicos fascinados con sus aventuras. ¿Hasta qué punto su vida ha sido extraordinaria? Me gusta hablar de mi pasado, de antes de tener a Aless. Me encanta hacer flashback, porque así no tengo que pensar en el presente. Y, sí, mi vida ha sido interesante a rachas.
Pues ahora va a revivir en un libro, El chico de las musarañas, sus peores vivencias y las de su hijo durante la enfermedad. ¿Qué necesidad tenía? De nuevo, homenajearlo. Durante su enfermedad, yo sabía que él escribía de noche, porque lo oía teclear en la habitación contigua. Tenía ya unos dolores horribles, pero seguía escribiendo. Cuando murió, yo sabía que en su ordenador tenían que estar esos textos, pero no conocía su contraseña. Llamé a su amigo Nacho y, con él, muertos de miedo por si se bloqueaba al tercer intento, probamos con una, y se abrió a la primera. Fue como si Aless quisiera que lo descubriéramos. Ahí había 40 páginas que ahora son tres capítulos, el corazón del libro. El resto lo he escrito yo directamente del corazón al folio. He llorado muchísimo, ha sido una catarsis.
Hace poco, publicaba en su Instagram las fotos de un viaje a Roma con su amiga Susana Uribarri. ¿Ese viaje también fue catártico? Susana se empeñó en que hiciéramos ese viaje, y se lo agradeceré siempre. Fue como un paréntesis de paz en un lugar maravilloso, sin tiempo ni espacio ni recuerdos, sin que te conozca nadie, sin que te pare nadie, andando 20.000 pasos al día para acabar agotada y tomarte un café sin que importe nada más que eso. La vida es eso.
¿No la tentaron los escaparates de Via Condotti? Para nada, antes me encantaba la ropita, ahora me da igual. No he entrado en mi armario desde hace tres años. Ahora mi ropero es mi dormitorio. Tengo una silla llena de cosas blancas y negras. Básicos de Zara: leggins, jerséis, vestidos de punto, y con eso voy tirando. Si me gusta un modelo, lo compro en blanco y negro, que son los colores del luto. Voy de uniforme y, en cierto modo, es maravilloso haberme liberado de todo eso. Estar en casa, a gusto sin maquillaje, con una colita de caballo, sin ser la Obregón, sino Ana.
¿Ya que no sexy, cómo se ve con el vestido color fuego? Una mujer de 67 años [la entrevista se hizo antes de su 68 cumpleaños, el 18 de marzo] puede ser sexy, claro que sí. Otra cosa es que yo esté de duelo y no me vea así. Gracias a Dios eso está cambiando, poco a poco. Tiene que pasar eso de que una mujer de más de 40 o de 50 años deje de ser invisible para los hombres. A ellos también les cuelgan las cosas. Pero ya lo decía mi hijo Aless: vivimos en la cultura de la imagen y el envase y se desprecia el contenido.
Ana está cansada. Mientras el equipo recoge los pertrechos, vuelve a ponerse su propia ropa y sus propias joyas —un Rolex de su hijo, al que se lo regaló y nunca se puso porque “no era de marcas”, y una gargantilla de oro blanco con la firma caligrafiada de Aless montada en brillantes que no se quita si no es absolutamente preciso— y así, de blanco impoluto, vuelve a su casa-madriguera. Fuera hace un frío que pela, pero el calendario es implacable, el termómetro se templa y los días se alargan, para bien o para mal de quienes sufren.
¿Ya es primavera en su corazón? Bueno, por lo menos no es puro invierno. Ha dejado de nevar por dentro. Hoy es un día importante para mí. Me he vestido de color. Me he mirado al espejo, porque te juro que hace años que no me miro y, aunque mi corazón sigue de luto, no me he sentido mal de rojo. Es un primer paso. Me llevo de aquí un poco de calorcito para el corazón. He cumplido como madre, como hermana, como hija, como amiga, como novia. Ya he sido fuerte cuando tocaba serlo. Ahora, me permito ser vulnerable. En abril brotan las flores, se publica el libro de Aless, y ya hace tres años. Tres años, madre mía.
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