La novela que nos recuerda todo lo que se llevó por delante el fútbol moderno
En el ‘El niño de Di Stéfano’, el periodista Paco Gisbert rememora la Liga ganada por el Valencia C.F. hace 50 años. Se trata de un relato entre lo épico, lo nostálgico y lo personal que, en tiempos de jeques, mundiales bajo sospecha y superligas, se lee como un alegato a favor de aquel deporte que una vez perteneció a los aficionados
“Por extraño que suene, yo también tuve mis sueños de fútbol. Pero siempre fui el último, el último en ser elegido cuando mis compañeros de clase formaban sus equipos”. Lo dice el cantautor británico Billy Bragg en The boy done good, uno de sus temas más inspirados.
Bragg da en el clavo, como de costumbre. Todos los aficionados al más sublime e injusto de los deportes, al juego de caballeros practicado por rufianes, hemos tenido nuestros sueños de fútbol. Sobre todo, cuando éramos niños y la vida no nos había...
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“Por extraño que suene, yo también tuve mis sueños de fútbol. Pero siempre fui el último, el último en ser elegido cuando mis compañeros de clase formaban sus equipos”. Lo dice el cantautor británico Billy Bragg en The boy done good, uno de sus temas más inspirados.
Bragg da en el clavo, como de costumbre. Todos los aficionados al más sublime e injusto de los deportes, al juego de caballeros practicado por rufianes, hemos tenido nuestros sueños de fútbol. Sobre todo, cuando éramos niños y la vida no nos había puesto aún en nuestro sitio, que suele ser no ya el banquillo, sino el rincón de la grada más alejado del césped. Aunque fuésemos tuercebotas inmisericordes peleados con el esférico, incapaces de meterle un gol al arco iris, todos nos hemos soñado clavando en la escuadra una majestuosa volea con la camiseta de nuestro equipo puesta.
El periodista y escritor Paco Gisbert (Valencia, 1962) lleva décadas cantando goles. Pero sabe, como cualquier buen aficionado, que los que nunca se olvidan, los que quedaron incrustados para siempre en la memoria sentimental, son los cantados en la infancia. De eso trata El niño de Di Stéfano, una novela de fútbol con (sólida) coartada autobiográfica que se hunde en los meandros de la infancia para narrar una epopeya en tonos sepia, la del Valencia CF que fue campeón de liga en abril de 1971, hace medio siglo. Gisbert lleva treinta años escribiendo y hablando de cine, sexo y deporte en medios de comunicación como EL PAÍS, Interviú, La Sexta, Primera Línea o Cartelera Turia. Entre otros libros dedicados a su pasión por el deporte, ha coescrito y coordinado Ja tenim equip, una historia oficiosa del Valencia.
El niño de Di Stéfano es, según cuenta, “el libro sobre mi relación personal con el fútbol que hace muchos años que quería escribir. Iba a publicarlo una editorial valenciana que se echó atrás a última hora, así que decidí autoeditarlo, para que todo el esfuerzo y la pasión que puse en él no quedasen inéditos”. La novela-crónica la protagoniza Paquito, un niño de ocho años que duerme abrazado a un balón roñoso. Un crío crecido en el seno de una familia valencianista de clase media que viene a ser una versión aproximada del propio Gisbert.
En 170 páginas empapadas de humor, nostalgia y cuero añejo, se describe cómo ese niño despierta al gran fútbol de la mano de su equipo, con el que acabará sellando uno de esos pactos de lealtad que duran toda una vida. Aquel Valencia, según recuerda el autor del libro, con el que charlamos largo y tendido sobre fútbol y recuerdos de infancia, “fue campeón pese a perder el partido decisivo, en Sarrià, el 7 de abril del 71, porque el otro par de aspirantes al título, Atlético de Madrid y Barcelona, empataron entre sí”. Es un caso único en la historia de la liga española: “El Valencia es un equipo tan singular que incluso en su mejor momento se las arregló para ganar perdiendo”, ironiza Gisbert.
A aquel equipo lo entrenaba un exjugador legendario, Alfredo Di Stéfano, que se había retirado cinco años antes de la única profesión que de verdad importa, darle patadas a un balón. Futbolista superlativo, Di Stéfano se convirtió tras su retirada en un más que competente cabo chusquero de los banquillos. Se le atribuyen anécdotas geniales, como la frase lapidaria que dedicó a un portero más bien calamitoso: “No le pido que me pare las que van dentro, pero al menos ¡no me meta las que van fuera!”.
Gisbert no tiene gran cosa que contar sobre el Di Stéfano entrenador: “Me siento hijo suyo, en cierto sentido, porque la estrella de aquel equipo era él, es imposible no atribuirle los éxitos deportivos de aquella época. Pero el niño que era yo por entonces apenas se fijaba en el banquillo. Mi mirada estaba clavada en el campo”. Y por el verde corrían jugadores estupendos, como el castellonense José Vicente Forment o el argentino Óscar Rubén Valdez, el futbolista al que Gisbert considera su primer “gran ídolo de infancia”. El escritor narra sus gestas con una irresistible combinación de rigor, entusiasmo y fantasía. Paquito empieza a frecuentar Mestalla, en excursiones quincenales en compañía de su padre, al que retrata como un hombre animoso, simpático y con un talento para la pequeña picaresca muy de la época, ese tardofranquismo sórdido y mezquino que se cuela de refilón por los márgenes del relato.
El autor tiñe de épica cotidiana la victoria contra el Real Madrid del 3 de enero o el empate contra el Barcelona del 28 de febrero, e incluso nos asoma a experiencias surrealistas como la de presenciar un partido en diferido una noche de lunes en el cine Coliseum de Valencia, cantando a coro los goles como si se hubiesen marcado en ese instante en la sala oscura y abarrotada, y no 48 horas antes a 300 kilómetros de distancia. El momento cumbre es una excursión a Madrid, el primer fin de semana de marzo, en que Paquito viaja por vez primera para ver perder a su equipo, una experiencia que permea la vida de Gisbert: “Desde entonces, he viajado muchísimo con el Valencia y presenciado algunas de sus peores derrotas, aunque también, por suerte, he podido asistir a algunos de los grandes éxitos deportivos de su historia, empezando por varias finales de Copa ganadas”.
El autor reconoce haber tenido un modelo: Fiebre en las gradas, ensayo novelado de Nick Hornby, después llevado al cine, en que el escritor de Surrey describe de manera minuciosa cómo vivió el título de liga obtenido por su equipo, el Arsenal, en 1989, con una victoria agónica en el estadio Anfield de Liverpool en el partido decisivo: “Los ingleses tienen una enorme capacidad para convertir sus tradiciones deportivas en mitología”, cuenta Gisbert, “pero eso no quiere decir que vivan el fútbol con mayor intensidad que nosotros. Es cierto que ellos inventaron este deporte y pueden presumir de una liga con 140 años de historia, pero la liga española también tiene una tradición muy sólida que merece ser contada añadiéndole algo de épica”.
En esa épica hay espacio para la crónica familiar. Gisbert se centra en especial en su relación con su abuelo materno y con su padre. El primero, un estupendo periodista que despreciaba el fútbol y el segundo, un aficionado al fútbol que iba al campo con el pase de prensa de su suegro, pero era incapaz de escribir: “Me gusta pensar que yo soy una especie de síntesis de las cualidades de ambos, aunque últimamente he tenido la oportunidad de leer los textos periodísticos de mi abuelo y no sé si estoy a la altura. Era un columnista magnífico, que se expresaba de manera elegante y muy precisa, con un extraordinario dominio del lenguaje, sin ninguno de los tópicos rancios del periodismo de la época”.
Además de quintales métricos de fútbol sublimado por el recuerdo, el libro ofrece un retrato bastante preciso de la Valencia y la España de la recta final de la dictadura tal y como pudo percibirla un niño. Ángel Nieto (al que se nos presenta en la grada de Mestalla negándole un autógrafo al joven Paquito), boxeadores como Pedro Carrasco y José Legrá, los indios y vaqueros de Comansi, la hucha del Domund, los éxitos de España en el festival de Eurovisión o el concurso radiofónico Operación Plus Ultra son algunos de los secundarios de un cuadro costumbrista agridulce al que la mirada infantil no consigue arrebatar del todo su dosis de miseria moral y sordidez: “Eso forma parte del relato”, concede Gisbert. “No quise hacer una lectura en clave política muy explícita, porque el niño de un entorno burgués y, en cierta medida, conformista, que era yo, no podía percibir todo aquello. Pero es inevitable que se perciban los puntos de vista del adulto politizado en que me convertí años después”.
Lo que sí resulta del todo explícito es la profunda huella que el fútbol ha dejado en la biografía del autor: “Ha sido siempre una de mis grandes pasiones, sin duda”, nos cuenta, “y me ha enseñado mucho sobre la vida. Suscribo hasta cierto apunto aquella frase de Albert Camus: ‘Casi todo lo que sé del ser humano lo aprendí jugando a fútbol’. Para mí, ha sido en primer lugar una escuela de moderación, realismo y pragmatismo. Ser del Valencia te acostumbra a la idea de que el éxito es posible, pero no probable. Eso, en mi caso personal, ha sido un estímulo para no inflar demasiado mis expectativas, disfrutar de las victorias y aceptar sin mortificarme las derrotas”.
También le ha enseñado “el valor de la solidaridad y el trabajo en equipo, lo importante que resulta ser fiel a tus afectos, el sentido comunitario que te da pertenecer a una tribu, compartir una identidad colectiva tolerante y no sectaria con muchas personas que no necesariamente piensan ni sienten como tú, pero son también de tu equipo”. Gisbert está de acuerdo con que se puede cambiar de novia, de país, de pasaporte o de partido político, pero no de equipo de fútbol: “Es una de las lealtades más básicas, porque se forja en la infancia, cuando todo importa y todo es mucho más intenso. Conozco muy pocos chaqueteros, y los que conozco no suelen ser verdaderos aficionados al fútbol”. Ser del Valencia imprime carácter, “pero no en mayor medida, supongo, que ser de cualquier otro club: todos tienen sus tradiciones y su identidad, todos son excepcionales, cada uno a su manera”.
En el baúl de los recuerdos, Gisbert guarda instantes de plenitud, “como el gol de Darío Felman al Barcelona en la Copa del Rey del año 79, las ligas de Rafa Benítez, las dos finales de Champions, aunque acabasen siendo historias sin final feliz”. También recuerda momentos de felicidad truncada como el no fichaje de todo un mito que se puso a tiro, Michel Platini: “Hay quien dice que no fue más que una leyenda urbana, pero lo cierto es que estuvo a punto de recalar en el Valencia cuando era la muy prometedora estrella de un equipo menor, el Nancy”.
Sí fichó por el Valencia el que Gisbert considera uno de los grandes de la historia del fútbol, cruelmente infravalorado en años posteriores porque “la memoria es frágil y otros que vinieron detrás de él tuvieron mejor prensa”: Mario Alberto Kempes. En su opinión, “lo tenía todo: técnica, potencia, remate, visión de juego, personalidad, instinto competitivo”. Si tuviese que escribir una secuela de El niño de Di Stéfano, se centraría en alguna de las siete temporadas, entre 1976 y 1984, en que Mario Alberto jugó en Mestalla: “Podría titularlo El hermano de Kempes, y tendría una buena historia detrás. Aquellos fueron los años en que mi pasión visceral por el fútbol se enfrió un poco, sustituida por nuevas pasiones como las chicas, la vida nocturna y los amigos. Pero fueron años míticos, sin duda, aunque no se ganase una liga como la de Di Stéfano”. Gisbert lleva años viviendo en Barcelona y se ha enfrentado en alguna ocasión a una pregunta capciosa: Tú que vives aquí y sabes apreciar el buen fútbol, ¿cómo puede ser que no te hayas hecho del equipo que tiene en sus filas a Leo Messi? Él tiene una respuesta contundente que va más allá de la lealtad a una tradición y a unos colores: “El Messi de finales de los setenta jugó en mi Valencia. Y eso es algo que no se olvida”.
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