Viñedos contra el cambio climático
El calentamiento global es el gran reto de la empresa vitivinícola y le obligará a cambiar la gestión de los viñedos para frenar sus efectos más alarmantes, como el aumento del nivel alcohólico. Pero el sector, que se esfuerza por recuperar las ventas tras la pandemia, tiene el talento y la tecnología para afrontar el desafío
El cambio climático producido por la emisión de gases de efecto invernadero no es futuro, es presente. Sus efectos más evidentes, como la subida de la temperatura media global o la disminución y redistribución de las lluvias, cada vez más en forma de tormentas puntuales e intensas, han pasado de percepción a certeza. Y también a inevitable amenaza para el próspero sector del vino en España, que actualmente agrupa a unas 4.300 bodegas, produjo en 2020 en torno a 37 millones de hectolitros —fue el segundo exportador mundial— y supera los 5.000 millones anuales de facturación, según la Federació...
El cambio climático producido por la emisión de gases de efecto invernadero no es futuro, es presente. Sus efectos más evidentes, como la subida de la temperatura media global o la disminución y redistribución de las lluvias, cada vez más en forma de tormentas puntuales e intensas, han pasado de percepción a certeza. Y también a inevitable amenaza para el próspero sector del vino en España, que actualmente agrupa a unas 4.300 bodegas, produjo en 2020 en torno a 37 millones de hectolitros —fue el segundo exportador mundial— y supera los 5.000 millones anuales de facturación, según la Federación Española del Vino (FEV). Pero las condiciones geográficas y climáticas para el cultivo de la vid están cambiando en las llamadas franjas del vino planetarias —ubicadas entre los paralelos 30º y 50º al norte del ecuador y entre el 30º y 40º al sur de este—, alterando el ciclo natural del viñedo y obligando a la industria viticultora a una adaptación forzosa para lograr conservar la calidad y cualidades del vino que bebemos actualmente. Las próximas décadas, quizá, traigan vinos diferentes.
“Como san Pablo cuando se cayó del caballo”. Así se quedó Miguel A. Torres, presidente de Familia Torres, histórica bodega catalana con cinco generaciones al frente del negocio, tras ver en 2007 Una verdad incómoda, el documental de Al Gore sobre el cambio climático. “Me impactó. Recuerdo que al salir del cine le dije a mi mujer: ‘Esto va muy en serio. Y para nosotros, que tenemos viñas, va a ser muy grave’. Quince días después se reunió el consejo familiar y aceptaron la primera inversión en energías renovables que hemos hecho”. A partir de ahí, inició la transformación de su actividad vitivinícola y empresarial, pionera en nuestro país y reconocida internacionalmente, que tiene como objetivo último la descarbonización plena del sector; mitigar, en lo posible, los efectos del cambio climático.
El más evidente apunta al termómetro. “En un periodo de referencia que va de 1972 a 2005 hemos constatado que, por ejemplo, en la región del Penedès el incremento de las temperaturas medias anuales ya ha alcanzado los dos grados y medio” [por encima de la media mundial], afirma Felicidad de Herralde, investigadora del Instituto de Investigación y Tecnología Agroalimentarias (IRTA) de la Generalitat de Cataluña, a partir de estudios conjuntos con el Servei Meteorològic catalán. Los escenarios por venir no son mejores. Hace ya dos años, el organismo público que se dedica a la investigación agronómica en Francia (INRAE) pronosticó que hacia 2100 tendremos años con 135 días muy calientes (el doble de la cifra actual). Y entre las proyecciones que maneja el IRTA catalán, la más optimista, que además implica que exista una actuación mínima a nivel planetario para reducir las emisiones, pronostica un constante aumento de las temperaturas: se podría llegar, o incluso superar, un incremento de 4 grados de media a finales de siglo.
La mirada pasa del termómetro al cielo, pues el agua —y su escasez, concretamente— se dibuja como el segundo gran handicap a futuro. Las estimaciones que maneja el IRTA auguran descensos de la pluviometría y desviaciones de las precipitaciones a causa del cambio climático. “El ciclo del agua ha cambiado”, anuncia Pedro Ruiz, CEO de Alma Carraovejas, bodega familiar con sede en Peñafiel (Valladolid) que cuenta también con viñedos en regiones como Rioja Alavesa, Galicia o León. “Cuando no llueve, no llueve nada, y cuando llueve, llueve mucho”, y añade que durante los últimos cuatro o cinco años han registrado inusuales pero persistentes precipitaciones de 40 o 50 litros por metro cuadrado justo antes de la vendimia, algo que también pone en riesgo la calidad de la cosecha: el exceso de agua en el viñedo multiplica su exposición a enfermedades y plagas.
El subidón térmico añade otro elemento a la ecuación: aumenta la evapotranspiración de la planta. Las viñas sudan más y necesitan más agua para completar sus ciclos naturales. La conclusión es que nos enfrentamos a un crecimiento exponencial de las necesidades hídricas a lo largo del siglo XXI. “Falta agua en momentos puntuales muy importantes”, afirma Pedro Ruiz, y “la mayoría de los viticultores, especialmente los dedicados a vinos de calidad, cultivan ya con una cantidad de agua inferior a la óptima”, añade De Herralde. Y faltará mucha más.
A partir de un estudio realizado en varias zonas vinícolas catalanas (Pla de Bages, Empordà, Penedès), en las que la pluviometría anual actual oscila entre los 400 y 700 litros por metro cuadrado, De Herralde pronostica que, hacia finales de siglo, el déficit hídrico podría alcanzar los 200 litros por metro cuadrado. Es decir, “puede que falte la mitad del agua de lluvia de la que se dispone ahora en un año”, cuando nos referimos además a un cultivo tradicionalmente de secano: de las 941.000 hectáreas de viñedo plantadas en España, en torno a un 60% se mantiene sin regar, según datos de la Encuesta sobre Superficies y Rendimientos de Cultivos en España (ESYRCE) de 2019. Un factor clave, cree De Herralde, pues “una planta mejor hidratada sufre menos y puede atemperar, amortiguar los efectos directos del aumento de la temperatura”.
Sobre todo en el contexto climático actual, con fenómenos extremos cada vez más frecuentes. “Desde hace unos cinco años, cada campaña tengo claro que no me voy a poder dedicar a la agricultura toda mi vida, es una auténtica locura”, dice Christian Barbier, responsable de viticultura de Clos Mogador, bodega familiar con 70 hectáreas en el Priorat. “Hace cinco años llegamos a 40 grados en junio, me quemó todos los brotes tiernos. Después, una granizada descomunal en mal momento. Al año siguiente, ni una gota de agua; luego, el año del mildiú, y el pasado hice una producción muy buena, pero no paré un solo día, con lluvia cada día o cada dos, fue la vendimia del agua. El nivel de estrés que tienes no lo voy a poder aguantar”, explica.
¿Cómo afecta todo esto a la Vitis vinifera, una planta especialmente sensible a tanto cambio brusco? La palabra clave es desequilibrio. El más evidente afecta a la rápida cantidad de azúcares que acumula la uva, y que se traduce después en una de las grandes preocupaciones actuales en el sector: un elevado volumen alcohólico del vino. “En Ribera del Duero, donde se hacían vinos de 12,5 grados, hemos pasado a vinos de 14,5 o incluso 15 grados”, dice Pedro Ruiz. Este desequilibrio, que también se traduce, por ejemplo, en una pérdida de acidez, se explica en la aceleración del ciclo vital del viñedo.
Viñedos acelerados
“Lo que hemos visto, en general”, explica Felicidad de Herralde, del IRTA, “es que la brotación y la floración se están adelantando [hasta 11 días respecto a hace 50 años], que los ciclos principales de la viña [brotación, floración, cuajado, envero y cosecha] son más rápidos, esas fases son más cortas”. Todo pasa más deprisa, y esa velocidad produce alteraciones fenológicas en la uva que afectan a su calidad, aromas y color. Porque no es solo que el fruto madure antes de tiempo, sino, lo que es más preocupante, que se produce un desacoplamiento entre su maduración alcohólica y su maduración fenólica, de la que dependen compuestos esenciales (taninos, pigmentos, sustancias aromáticas) que definen posteriormente la calidad y las características concretas del vino. “El azúcar crece más rápido, es alto, pero este metabolismo secundario tiene otra velocidad, no se acelera tanto”, dice De Herralde.
“Hablamos de casi dos semanas en 15 años”, concreta Miguel A. Torres respecto a cuánto se ha adelantado la vendimia en la región del Penedès. Algo que trae de cabeza a los bodegueros, que dirigen los esfuerzos en la gestión del viñedo a retrasar la maduración de la uva. “En agosto podemos vendimiar algún moscatel, pues son muy resistentes, incluso a temperaturas un poco más altas, y no hay problema con la calidad”, explica el presidente de Familia Torres. Pero para variedades más delicadas, como chardonnay o cabernet sauvignon, la clave es llegar a septiembre, cuando empiezan las noches frías y la maduración se ralentiza. De momento, asegura, “lo vamos consiguiendo bastante bien”, pero las proyecciones que maneja el IRTA hasta final de siglo sobre este acortamiento del ciclo viticultor indican que se va a agudizar, por lo que esta adaptación forzosa de las bodegas deberá desarrollarse aún más.
Por ejemplo, echándose al monte. Ascender 100 metros de altura implica, de media, una disminución de la temperatura de entre 0,6 y 0,7 grados. Algo que explica el creciente movimiento que se vive en el sector vitivinícola español: cada vez se buscan viñedos a mayor altitud, en zonas más frescas, algunas incluso en entornos de montaña.
Viticultura de altura
Terrenos antaño olvidados, por su menor producción y maduraciones más complejas, pero que se han revalorizado hasta convertirse en la nueva tierra prometida para los vinos de alta calidad. Es el caso de las viejas garnachas de Bernabeleva, bodega de San Martín de Valdeiglesias (Madrid), plantadas hace 80 años en una ladera que ronda los 850 metros de altura, con suelos de granito meteorizado, en el entorno del monte de Guisando. Otro ejemplo de esta viticultura de altura es Bal Minuta, proyecto de Pilar Gracia y Ernest Guasch en Biescas (Huesca), a 1.300 metros de altitud, donde producen el Vino de las Nieves. Entre los casos más recientes se encuentran las nuevas plantaciones a 800 metros de altura de la bodega Castell d’Encús, en el Pirineo catalán.
La disposición de las cepas también cambia; si tradicionalmente se buscaban orientaciones Sur que proporcionasen una buena exposición al sol de los racimos, ahora también se mira al Norte, como hizo Pago de Carraovejas en 2014 al expandirse hacia las zonas menos expuestas del valle de Espantalobos, junto a Peñafiel.
Los trabajos en el viñedo también se adecuan. “La poda en verde no es tan severa”, explica Núria Altés, de Herència Altés, finca familiar con certificación ecológica en Terra Alta (Tarragona), “dejando hoja por fuera para proteger [de la radiación solar] y despejando por dentro para que corra el aire, ese cierzo tan secante que nos va tan bien para la agricultura ecológica”. Se han introducido portainjertos más eficientes en condiciones de sequía, y en bodegas con mayores recursos se han instalado sistemas de medición —fotos de satélite, cámaras de temperatura de calor, sensores hidrométricos— que permiten, con datos recogidos sobre el terreno, determinar, por ejemplo, cuándo y en qué cantidad realizar aportes de agua puntuales mediante riego por goteo.
Experimentar con diferentes varietales en los cultivos forma parte también de esta adaptación para mantener las cualidades y la calidad de los vinos. Es lo que logró Familia Torres al plantar pinot noir —que requiere de un rango térmico muy concreto para su desarrollo óptimo, entre 14 ºC y 16 ºC— en sus viñedos de Tremp (Lleida), a unos 950 metros; tras probar varias alternativas, es el varietal principal de su espumoso Vardon Kennett. El trabajo que lleva realizando esta bodega desde mediados de los años ochenta para recuperar variedades de uva ancestrales, en desuso por las modas o casi desaparecidas por la filoxera, ha cobrado relevancia en los últimos años, permitiendo introducir en su producción hasta cuatro variedades —garró, querol, moneu y la blanca forcada— de ciclo más largo y maduraciones más pausadas.
Suelos vivos para reducir las emisiones
“Hemos visto cosas inverosímiles”, dice Núria Altés, de Herència Altés (Terra Alta), “golpes de calor en julio que queman la cepa completamente” o tormentas de pedrisco que parecían huracanes de Estados Unidos, recuerda. El clima se ha convertido en una montaña rusa, “por eso estoy contento de que la viticultura regenerativa esté dando que hablar; estamos a tiempo de cambiar”, dice Christian Barbier, de Clos Mogador (Priorat), cofundador de la Asociación de Viticultura Regenerativa para “asesorar, ayudar, formar y convencer” sobre el modelo regenerativo. Una visión holística que reformula el viñedo como un ecosistema en equilibrio. Para Barbier, “es una filosofía que abarca todo. A nivel agrícola, reconstruye el desgaste que hemos hecho de los suelos, recupera la vida que nos hemos cargado con labranzas y químicos”. El cambio se aprecia a simple vista: de hileras de cepas sobre tierra impoluta a parcelas con cubierta vegetal de especies seleccionadas (veza, mostazas, cebada) y paños de bosque que comparten terreno con los viñedos. Los escépticos consideran que supone competencia a la viña en el consumo de agua; para Barbier, sin embargo, crea “el suelo perfecto”, con sus tres elementos clave: minerales, materia orgánica y microbiología, “la reina de todo”, explica. “Son los cocineros que preparan los minerales para que sean absorbidos por las plantas”. Un suelo más vivo, que filtra y retiene más agua, aportando al producto final: “Tienes un vino totalmente vivo, más fresco, en la línea de la moda actual”, dice Barbier, que apenas requiere de intervención en bodega. “Cuantos menos aditivos añades, más personalidad tiene el vino”, añade Rafael De Haan, de Herència Altés, “son reflejo de su terruño”.
La filosofía regenerativa abarca toda la gestión del viñedo. Sustituyendo químicos por biofertilizantes naturales y fitoterapia, o reduciendo el uso de maquinaria industrial (por labrado de tracción animal, drones para aplicar tratamientos a las viñas) para bajar las emisiones. Esta descarbonización del oficio viticultor es un objetivo de sostenibilidad que cada vez implica a más bodegas españolas. Como las que tienen la certificación Wineries for Climate Protection de la Federación Española del Vino, que también impulsa acciones en reducción de residuos, gestión del agua y eficiencia energética; o las que integran el grupo International Wineries for Climate Action (IWCA), cofundado en 2019 por Familia Torres y la californiana Jackson Family Wines bajo un compromiso real de neutralidad en emisiones de carbono antes de 2050, y al que pertenecen ya las españolas Emina, Herència Altés y Alma Carraovejas.