La semana de la moda de Londres sigue siendo relevante, a pesar del Brexit y la fuga de talento
La pasarela londinense, que celebra 40 años, sigue apostando por los discursos alternativos y las nuevas generaciones de diseñadores, algo que puede significar una ventaja en tiempos de tendencias homogéneas y caída de ventas en el sector del lujo
En marzo de 1984, un reducido grupo de diseñadores, John Galliano entre ellos, se reunió en el hotel Olympia de Londres para presentar sus colecciones bajo el nombre British Designers Show. Encontraron un par de patrocinadores que les sufragaron los tres días de desfiles y la exposición sobre diseño inglés que decoraba las paredes del alojamiento. Cuarenta años más tarde, la...
En marzo de 1984, un reducido grupo de diseñadores, John Galliano entre ellos, se reunió en el hotel Olympia de Londres para presentar sus colecciones bajo el nombre British Designers Show. Encontraron un par de patrocinadores que les sufragaron los tres días de desfiles y la exposición sobre diseño inglés que decoraba las paredes del alojamiento. Cuarenta años más tarde, la moda británica, aún sinónimo de creatividad y vanguardia en el imaginario colectivo, factura 21 billones de libras al año y emplea a más de 900.000 personas, según datos aportados por el British Fashion Council (BFC). El Brexit y sus aranceles les han pasado factura; también la consecuente fuga de talento a París y Milán. Pero la semana de la moda de Londres sigue siendo un ejemplo de resiliencia. El BFC, organismo que aglutina al diseño local y regula las normas de los desfiles, ve en el nuevo Gobierno laborista luz al final del túnel en forma de futuras subvenciones y ayudas a la moda británica. Y, en tiempos en los que el lujo en su versión más clásica se encuentra con pérdidas por primera vez en décadas, saca pecho de su valor diferencial: la autoría y el discurso por encima de tendencias y productos virales.
Esta es la semana de la moda con más modelos de razas y cuerpos diversos (de hecho, Chopova Lowena y Marques ' Almeida sacaron a desfilar a amigos de la marca), y la que pone en valor al talento emergente, reunidos en el 180 de Strand Street, mezclándolo con nombres más que afianzados en el calendario. La apuesta por las nuevas generaciones es tal que ya hay viejos nuevos conocidos, como Richard Quinn, que sigue sacando rendimiento a aquella visita de la difunta Isabel II a su desfile de 2019 para convocar a prensa y celebridades en un escenario siempre cuajado de flores y con orquesta en vivo. Quinn, que comenzó diseñando prendas que caminaban entre la estética de los años cincuenta y el fetichismo (realizadas con tejidos de desecho), ha ido virando su discurso hacia el hecho a medida nupcial, con piezas de volúmenes esculturales en las que se vislumbran la impronta de Cristóbal Balenciaga (a veces demasiado) y tejidos cuajados de pedrería y brocados que dan a entender que su trabajo, más allá de los desfiles, tiene más que ver con la clienta personal que con la moda en sentido estricto.
Otra vieja nueva conocida, Nensi Dojaka, llevaba varias temporadas sin desfilar por cuestiones financieras (en un sector dominado por dos grandes corporaciones, Kering y LVMH, es prácticamente un milagro ser pequeño e independiente). Si ha vuelto al calendario ha sido por contar con el apoyo de Calvin Klein, una de las pocas alianzas que hoy tienen sentido en tiempos de colaboraciones rocambolescas. La diseñadora albanesa, ganadora del premio LVMH en 2021 por esos diseños que desdibujan las fronteras entre la lencería y las prendas exteriores, ha presentado en la pasarela londinense una colección más recatada de lo habitual (quizá porque una gran marca estaba detrás) pero igualmente refrescante y novedosa dado el contexto actual, en el que cualquier mínimo riesgo estético parece estar prohibido.
Este año, el primero desde hace más de dos décadas, en el que las grandes marcas no están vendiendo lo esperado, en parte por la bajada del consumo en Asia, en parte por el desinterés por el lujo en las nuevas generaciones, está sacando a la luz algunas de esas verdades incómodas que subyacen en este negocio. La primera, que lo que los expertos en moda alaban como buen diseño muchas veces no se corresponde con la venta: sea por cuestiones de financiación, por la caída de las tiendas multimarcas locales (Browns y Matches) o porque su estética no cala en sectores amplios, nombres como Chopova Lowena o Ahluwalia, que suponen un soplo de aire fresco y han obrado el milagro de ofrecer novedades y autenticidad en un mundo plagado de contenido, no logran despegar en ventas; sin embargo, sus magníficas colecciones y el hecho de haber apostado por un discurso que las diferencia del resto convierten a estas y otras firmas (como Standing Ground o Paolo Carzana) en un ejemplo de resiliencia, y constatan que Londres sigue siendo la ciudad a la que acudir para dejarse sorprender, algo cada vez menos frecuente en esta industria.
La segunda verdad incómoda tiene que ver con que, por mucho que se empeñen en subir precios y ofrecer calidades exclusivas, la salvación del lujo no está en el 1% de la población, es decir, en los billonarios en los que el sector ha apostado todas sus fichas. Burberry es el ejemplo perfecto. A su colección, presentada el pasado lunes en el National Theatre de Londres, hay que ponerle pocos peros, excepto uno: es Burberry, la marca que lleva 200 años siendo una especie de tesoro nacional británico, un producto casi cultural que mucha gente consume para sentirse parte de un estilo de vida y que ahora, dados los precios, muy pocos pueden consumir. La estrategia de Daniel Lee, que trabajó durante años a las órdenes de Christopher Bailey, es muy parecida a la de su mentor: convertir esa estética que engloba visualmente la tradición británica en un estilo global. Bailey lo logró precisamente porque la pasarela era un reclamo con el que elevar el resto de prendas, accesibles económica y comercialmente. Lee, pese a haber firmado una colección repleta de detalles, de tejidos exquisitos y de accesorios muy bien pensados, no logra que la firma remonte sus pérdidas (han bajado su facturación en más de un 70% solo este año), y la razón no es la falta de ideas, sino la falta de estrategia.
Hay otra tercera verdad incómoda: cuando un diseñador consigue tener una identidad clara y distinta, que además conecta con los gustos actuales, suele poder vivir de ello (aunque la marca no la compren antes LVMH o Kering). La excepción a esta norma se llama Christopher Kane, uno de esos nombres clásicos en la moda británica con un discurso creativo firma (y una segunda línea ’More Joy’, que se convirtió en viral) y que, sin embargo, vio hace dos años cómo su empresa entraba en concurso e acreedores. Hace dos semanas se anunciaba que la marca británica Self Portrait, famosa por sus vestidos de invitada asequibles, lo había contratado para ser el primero en llevar a cabo una serie de colecciones cápsula de autor, una noticia muy celebrada en redes sociales.
Los vestidos de Simone Rocha sí son esa aguja en el pajar, piezas absolutamente reconocibles que hablan del carácter y el estilo de vida de quien las lleva. Rocha, además, no es solo de las pocas diseñadoras que sabe hacer evolucionar esa estética tan propia, entre el gótico, lo decimonónico y lo técnico, es también casi la única que sabe sacar partido a las colaboraciones con grandes marcas (Crocs) sin que el resultado parezca una superposición de estilos. Y, lo que es mucho más importante, es capaz de diseñar un hombre frágil y romántico y una mujer fuerte y rigurosa, o, lo que es lo mismo, es capaz de deconstruir de forma auténtica y natural, sin que parezca oportunista y forzado.
Erdem también quiso hablar de deconstrucción y de identidades divergentes, aunque de forma más explícita: se inspiró en Radclyffe Hall, la autora de El pozo de la soledad (1928), la primera novela abiertamente lésbica, y en su pareja, Lady Una Troubridge. La primera solía vestir de forma no binaria, con faldas bajo chaquetas de traje masculino. La segunda era fiel al audaz estilo flapper de la década. Erdem siempre suele inspirarse en un personaje concreto de la historia inglesa para desarrollar una colección, en esta ocasión, sin embargo, el resultado fue demasiado literal: los años veinte son uno de los periodos más revisitados por el diseñador, y los trajes masculinos confeccionados en Savile Row que lucían algunas modelos eran, quizá, una forma demasiado literal de condensar el imaginario de Hall. No obstante, la firma, cuya facturación principal viene de la moda hecha a medida, sigue trabajando una identidad única, fuera de la norma y completamente ajena a tendencias o estilos globales.
Aunque si hay alguien que ha demostrado que lo conceptual y lo identitario no está reñido con lo comercial es J.W. Anderson; la gran excepción del sistema actual. El diseñador, que lleva una década siendo director artístico de Loewe (y ha elevado la marca a cotas que hace diez años eran impensables) lo ha vuelto a hacer. Si bien la anterior colección de su firma homónima, inspirada en esa liberación falta de prejuicios que a veces trae consigo la jubilación, tenía de base un discurso y unos matices completamente únicos, esta es más redundante en las ideas que maneja el creativo irlandés, es decir, en esos volúmenes esculturales tan limpios y marcados que no solo suponen una liberación del cuerpo a través de la rigidez; también proponen una idea de moda lúdica, que no se toma en serio a sí misma y que, por única en su especie, se ha convertido en uno de los pocos éxitos de la moda reciente. Da igual que Anderson deconstruya tutús, sobredimensione el punto o juegue convertir sudaderas en minivestidos metalizados, como ha hecho en esta colección; más minimalista o más complejo, su impronta ya es tal que es difícil imaginar un Loewe sin él, como es difícil imaginar una semana de la moda de Londres sin su desfile.
Pero, aunque podría parecer que Londres y sus viejos nuevos conocidos han convertido una semana de la moda llena de frescura en un calendario establecido (con grandes reclamos) que se repite temporada tras temporada, aún hay luz al fial del túnel. Fue así tras la pandemia, cuando la ausencia de nuevos nombres prometedores era la norma. Pero en esta edición, diseñadores como Masha Popova, Standing Ground, Chopova Lowena, Nensi Dojaka o Paolo Carzana configuran un panorama prometedor, en el que cada creativo tiene un discurso propio y que augura que Londres puede cumplir en una década 50 años siendo la cuna de la modernidad y la vanguardia.