El príncipe gitano y la paya que se parecía a Marilyn Monroe
Al principio, la madre del cantante Antonio Carmona amenazaba a Mariola Orellana para separarlos. Hoy la llama “mi rubia”. El matrimonio recuerda los altos y bajos de su relación al cumplir 30 años casados
Ella era punki —tenía una banda llamada Besos y rasguños—, rubia, la octava de 10 hermanos. Había estudiado Enfermería y se había casado con un aparejador. Él era percusionista del grupo Ketama, que entonces no era tan conocido, el hijo pequeño de Juan Habichuela y el hombre que, durante una época, despertaba a la melena de Camarón para llevarle a cantar. No le duraban las novias: “Nunca me quedaba a dormir porque a mí me gustaba despe...
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Ella era punki —tenía una banda llamada Besos y rasguños—, rubia, la octava de 10 hermanos. Había estudiado Enfermería y se había casado con un aparejador. Él era percusionista del grupo Ketama, que entonces no era tan conocido, el hijo pequeño de Juan Habichuela y el hombre que, durante una época, despertaba a la melena de Camarón para llevarle a cantar. No le duraban las novias: “Nunca me quedaba a dormir porque a mí me gustaba despertarme en casa, con el olor a puchero de mi madre, y se mosqueaban, claro”. Corría el año 1988. Tenían veintipocos años y por debajo de la mesa, con una patada providencial —de ella a él—, rodeados de gente y de música —en adelante, sería la marca de la casa—, surgió una historia de amor contra los prejuicios. Antonio Carmona, dice ella, “era un príncipe gitano”. Mariola Orellana, recuerda él, “una paya que se parecía a Marilyn Monroe”.
“En mi familia”, relata Antonio, “teníamos totalmente prohibido relacionarnos con payas. Pero yo veía a todos mis primos casados con 17, cargándose de niños... y a mí aquello no me enamoraba nada”. Cuando ya llevaban saliendo un año y le propuso a Mariola que vivieran juntos en Madrid, le advirtió: “No te van a querer. Vas a tener a toda la familia en contra y va a ser muy duro”. Ella, que asegura que nunca se había “enamorado así”, recuerda que le dijo que se atrevía con todo y lo dejó todo.
“No sabía bien dónde me metía. Matilde [la madre de Antonio] me dijo que me iba a hacer la vida imposible. Estando ya embarazada, y por orden de ella, sus sobrinas me llamaban por teléfono para amenazarme”. Del otro lado, tampoco fue fácil: “Mi padre me decía que aquello era una barbaridad, que los gitanos nunca me iban a aceptar”. Les dejaron de hablar. “Cuando nació nuestra primera hija, Marina”, recuerda Antonio, “como no podía entrar en casa de mis padres, se la dejaba en la puerta con sus biberones. Pensaba: ‘De mí no queréis saber nada, pero a mi hija la vais a querer por cojones”.
Cuando se casaron, en 1993, en Gibraltar —“como John Lennon”, presume Antonio—, ni los padres de él ni los de ella asistieron a la boda civil. “Avisé a todos, pero no vino nadie de mi familia. Me dejaron solo”, explica el cantante. Por parte de ella, fueron varios de sus hermanos, responsables de que el novio llegara por los pelos a la ceremonia. “Me sacaron de juerga la noche anterior. Menudos eran. Llegué a la boda sin dormir. Siempre bromeamos con que en esa boda hubo pañuelo, porque nuestra amiga Piedy Aguirre [con la que Antonio y Mariola montaron en los noventa la sala Caracol] tuvo que sacar uno por la ventana para que el resto de coches se apartaran y pudiéramos llegar a tiempo”.
Esa guerra fría duró años. Hubo que sacar toda la artillería. “Pensaba: ¿cómo me gano a mi suegro? A Fernando le encantaban los toros y era un sevillista de la hostia, así que cogí el Canal Plus con todo el paquete y le dije que se viniera. Nos hicimos supercolegas. Aquel hombre tenía locura con Marina. En el segundo embarazo de Mariola venían dos, un niño y una niña, y le dije que quería que fuese el padrino. El pobre murió poco después y creo que del disgusto se cayó el varón. A la niña le pusimos Lucía Fernanda en su honor. Era un tipazo. Le quería mucho y me quería mucho”, cuenta Antonio.
Con Matilde fue algo más difícil. “Ella no se juntaba con un payo ni por asomo”, recuerda Mariola, “pero es que la habían criado así”. “Con el paso del tiempo, cuando vio que yo respetaba lo suyo, que no pretendía cambiar al mundo gitano, y, sobre todo, cuánto quería a su hijo, la cosa cambió porque el racismo es, sobre todo, desconocimiento. Hoy vivo con ella y con mi madre y he de decir que tengo menos discusiones con mi suegra”. Matilde llama ahora a Mariola “mi rubia”. “Para ella”, explica Antonio, “es como una hija”. “Podría haberse ido a vivir a Alicante con mis primas, pero prefiere estar con mi suegra”. No perdonan, dice, Pasapalabra. “¡Lo ven todos los días!”.
También a ellos les costó, al principio, adaptarse al mundo del otro. “En mi caso”, cuenta Mariola, “lo que más me impactó fue el machismo. Primero se servía a los hombres y luego a las mujeres. Es curioso porque pese a criarse con una madre machista hasta la médula, jamás he visto un gesto machista de Antonio. Ni conmigo ni con nuestras hijas”. “A mí”, cuenta el músico, “me chocó sentarme de repente con tantos payos a comer. Mariola tiene nueve hermanos, todos hiperliberales, y 500 amigos, cada uno distinto. Aquello era como entrar en el metro. Yo, hasta que la conocí, comía con mi padre, mi madre y mi hermano. Mi vida cada día era eso: un mundo gitano burbuja. Ahora vivo rodeado de mujeres y la que manda es Mariola. En una guitarra, la mano derecha siempre es la que ejecuta, la que da la fuerza, y la izquierda, la que da armonía. En esta casa, Mariola siempre ha sido la mano derecha”.
Superada la tensión racial, con los Capuleto y los Montesco ya bien avenidos, llegaron otros problemas: los de cualquier matrimonio que lleva más de dos décadas, y los añadidos de su fama y oficio. “Cuando mis padres pasaron una pequeña crisis”, explicó Marina Carmona en una entrevista en EL PAÍS, “no podía ni encender la televisión”. “Convivir con un artista es difícil. Nuestros horarios son muy diferentes. Yo a las siete de la mañana estoy en pie, y él a lo mejor ha estado hasta las cinco de la madrugada en su estudio. Y las giras. Y el ego. Un artista necesita su ego, porque si no, no puede enfrentarse a ese toro que es el público. Y tienes que alimentarlo. Por otro lado, la música siempre nos ha unido mucho. Podemos estar matándonos, cabreadísimos, y de repente uno escucha una guitarra bonita, un giro original y se lo pone al otro. Esa pasión compartida ha sido fundamental porque en todo lo demás somos muy distintos”, cuenta Mariola.
Cuando llevaban 25 años juntos, decidieron separarse y fue Matilde quien más ayudó a Mariola. “Llevábamos mucho tiempo haciendo cada uno nuestra vida. Yo represento a Rosario, viajábamos sin parar. Él también. Y un día decidimos separarnos. Creo que a todas las parejas que llevan muchos años juntos hay que pasarlas por el fuego alguna vez para saber si se quieren de verdad, para entenderse mejor. Aquel tiempo nos sirvió para ponernos en la piel del otro, para darnos cuenta de que queríamos seguir juntos y recuperar la ilusión”. Antonio organizó una segunda boda por sorpresa en Israel, donde iba a tocar. “Fue una boda hecha por judíos, pero por el rito evangélico después de los momentos tan duros que habíamos pasado. Luego, en el mar de Galilea, yo la bauticé a ella y ella a mí”.
Han abierto camino en su familia. Uno de los sobrinos de Antonio, Juan Carmona, está casado con una paya, Sara Verdasco, hermana del tenista. “Ellos lo han tenido mucho más fácil que nosotros”, opina Mariola, “pero sigue habiendo mucho racismo. Con Antonio he vivido situaciones muy desagradables. En un hotel en Granada, un recepcionista me dijo una vez que él no podía subir a la habitación. Y cerca del colegio de nuestras hijas ponían carteles que decían ‘gitanos fuera’. Tenía que levantarme antes para quitarlos y que no los vieran. Cuando descubrí quién era, fui al sitio donde trabajaba, un banco, a ponerle verde. Y creo que todo eso ha ido a peor. En mi opinión, tiene que ver, como toda forma de racismo, con la ignorancia, pero también con que a menudo los gitanos no se integran”. Antonio recuerda que, al principio, de gira por Latinoamérica, le preguntaban, extrañados: “¿Pero tú eres gitano?”. ”Cuando ya me cansaba les vacilaba y les decía: ‘Bueno, sí, pero me estoy dando de baja, lo que pasa es que lleva mucho papeleo’. Los gitanos estamos en el puesto número uno de racismo, más que cualquier otra raza. Y depende mucho del lugar. De Despeñaperros para arriba, ser gitano es muy duro. Por eso, además de la gira y el disco, estoy preparando un documental para dar a conocer la riqueza del mundo gitano en Europa, la música, la gastronomía, la lengua…”.
Ambos coinciden en que también hay racismo a la inversa, de los gitanos hacia los payos, como sufrieron en su propia familia. “Si un gitano se casa con una paya, su hijo sigue siendo gitano, pero si es al revés, parece que no”. Lucía Fernanda, la hija pequeña del matrimonio, protesta. “Pues yo me opongo a eso. Si yo soy gitana, mi hijo también”. Al igual que su hermana Marina, se dedica a la música.
Preguntados por cómo creen que habrían sido sus vidas si no se hubieran conocido en Casa Patas, cuando se atrevieron a ponerlo todo patas arriba, ambos coinciden en que habría sido mucho menos divertida. Se toman el pelo constantemente: “Me tiraste la caña tú a mí”. En su casa de Zahora (Cádiz) siempre hay jaleo. El día de la entrevista, además, un arroz espectacular con carabineros que ha cocinado con esmero uno de sus íntimos, Eduardo Torres, quien viaja por el mundo para enseñar a otros cocineros. En el jardín hay una palmera que ha crecido con ellos. Y las paredes están llenas de momentos irrepetibles: Lenny Kravitz de percusionista flamenco, Tom Cruise arrancándose a taconear al ritmo, con palmas, de Misión Imposible y los Flores: Lola, Antonio, Rosario... ampliando la familia de sangre. Si alguna vez vuelven a flaquear, los amigos y los recuerdos funcionarán como una red de funambulista para devolverlos enseguida al alambre, a esa vida donde no cabe el aburrimiento, pero sí la paz, es decir, la fuerza y la armonía.
—¿Cuál es el truco para mantener el duende, tantos años después?
Mariola Orellana: “Para mí es la admiración. Sigo estando muy orgullosa de él y sigue pareciéndome el gitano más guapo del mundo”.
Antonio Carmona: “El truco es que cuando nos conocimos supimos parar el tiempo para hacer lo que queríamos de verdad, al margen de todos. Yo era errante, como todos los gitanos, pero supe que lo que quería era esto”.