La política migratoria oficial en Europa va a endurecerse inevitablemente con la pandemia de la covid-19. Ha cambiado ya con la suspensión, por parte de varios Estados, del asilo, lo que nunca se había visto desde la adopción de la Convención de Ginebra. Con la crisis económica mundial anunciada, el discurso de legitimación del cierre de las fronteras ya está listo: se trata de preservar la seguridad de la vida humana en sociedades amenazadas por la expansión de la pandemia. En este contexto, el inmigrante que desafía las fronteras es un blanco propiciatorio.

Es previsible, por otro lado, el aumento de la demanda migratoria procedente de todo el continente africano, dado el inevitable choque social provocado por la crisis mundial, en especial en las infraestructuras sanitarias. No se percibe todavía ahora por dos razones: juventud de las poblaciones y ausencia de sistemas estadísticos eficientes para medir los daños de la pandemia. La crisis económica mundial acentuará el bloqueo de la integración de las clases medias y el paro, tanto en el norte como en el sur. La ayuda internacional al desarrollo también se reducirá.

¿Qué podemos esperar? Si la inmigración fuera gestionada de modo racional, esta pandemia podría ayudar a cambiar nuestra mirada sobre la libertad de circulación dentro del sistema mundial. La única solución a la demanda migratoria internacional estriba en una gestión cooperativa a escala continental. Las dos principales regiones de conflicto migratorio en el mundo son la frontera mediterránea y la mexicana-estadounidense. Si salimos de la pandemia con unas políticas aún más ‘austericidas’ que después de 2008, lo que es probable, se agravarán los conflictos vinculados a la inmigración. Una salida civilizada de la pandemia, en cambio, implicaría una gran política de ayuda al desarrollo, solidaria y abierta a la movilidad de los seres humanos.