Algunas predicciones sobre el turismo poscoronavirus insisten en la fascinación tecnológica que domina el sector hace tiempo: pasaportes biológicos, robotización de servicios, desinfecciones automatizadas, chequeos exprés. Otras van más por el retorno a lo cercano y los espacios naturales: autocaravanas, campin. Son distintos paisajes, pero el mismo apego al crecimiento y al movimiento constantes que caracterizan el sector.

La pandemia nos ha puesto a jugar a la ciencia-ficción, pero deberíamos entender que este género literario y cinematográfico es más un retrato de lo que hay que una adivinación. Y que el futuro es incontrolable por definición. De hecho, ésta podría ser la primera lección: las normas no sólo las ponemos nosotros, el desorden nos espera a la vuelta de cada segundo. Ahora es un virus, mañana puede ser un volcán, siempre está el cambio climático. Por prudencia, lo mejor para mirar el futuro es contemplar el presente. Y lo que vemos desde el confinamiento es un enorme fallo de sistema del que el turismo es quizá el mejor representante. Un sector poderoso —cuarto en importancia en el mundo— y transversal, embajador de la globalización, cómplice de la concentración de capitales y de la internacionalización del negocio inmobiliario, pionero de la gig economy, sostenido por la precariedad laboral, altamente contaminante y absolutamente cortoplacista.

Además de la enfermedad y las muertes, tenemos ante nosotros un agujero económico y existencial del que no sabemos cómo ni cuándo vamos a salir. Lo que parece evidente es que el turismo masivo va a parar: a la mayoría se nos acabó el viaje caprichoso y compulsivo. A partir de ahí, lo suyo sería imaginar un mañana menos dependiente de esta industria, donde se cuiden las economías locales, con límites a la explotación de recursos y personas y en el que seamos capaces de descubrir el placer de la quietud.