Hay instantes en los que nuestras certezas se desmoronan y nuestra idea colectiva de lo que es posible se transforma radicalmente. La gente aparta la vista del presente y empieza a pensar en un futuro al que aspiran o temen. Estamos viviendo uno de esos instantes.

Ha bastado un virus para poner el mundo del revés o, al menos, para dejarlo tambaleando. Donde la Unión Europea (UE) está temporalmente congelada, sus ciudadanos se refugian en el confort tradicional del Estado-nación y la democracia está suspendida. Se ha enviado a los parlamentarios a casa, se han aplazado elecciones y los partidos de oposición han perdido peso político. El capitalismo también está temporalmente en suspenso, los desempleados se han disparado y la economía atraviesa una crisis mucho más devastadora que la Gran Recesión de 2008.

Hoy podemos imaginar ya cualquier cosa, porque nos ha sucedido lo que se había pronosticado pero se creía inconcebible. Ya no es difícil pensar que Estados Unidos pueda tener una sanidad universal, que China adelante al país norteamericano y se convierta en la principal potencia del mundo, que Vladímir Putin pierda poder en Rusia, ni que la UE pueda; o bien desintegrarse, o bien transformarse en unos Estados Unidos de Europa.

A medida que los aviones se quedaban en tierra y los grandes contaminantes cerraban sus fábricas, los activistas del clima han empezado a creer que un mundo de bajas emisiones de carbono es posible. Cuando se cierran las fronteras entre los Estados miembros de la UE, los populistas de extrema derecha comienzan a pensar que van a poder permanecer así para siempre. No es ningún secreto la frase célebre de que “los hombres están gobernados por... la debilidad de su imaginación”. En mi opinión, la principal consecuencia de la covid-19 es que ha transformado nuestra imaginación.