¿Si todo cambia cambia la comida, o si cambia la comida todo cambia? Es curioso cuando dos proposiciones que parecen contrarias también parecen verdaderas.

En estos días, por unos días, todo cambió pero nosotros, los que podemos, comimos lo mismo. En España el único alimento que faltó mucho en los supermercados fue la masa de pizza. El resto, el pato, la merluza, el mango, como si nada. Eso, en los supermercados; en España, como en otros países, menos que en otros países, la cantidad de personas que piden de comer aumentó mucho. En Argentina, por ejemplo, ex país rico, las ayudas alimentarias pasaron de atender a ocho millones de personas a once. Y la FAO anuncia que el hambre urgente puede atacar a más de cien millones más: una epidemia espeluznante solo para pobres.

Porque todo cambió en estos días para ellos, y también la comida. Pero eso nunca nos importó mucho. Lo que parece importarnos más es que, gracias a la pandemia, nosotros podemos cambiar algunos hábitos, desacelerar el consumo (y el condumio). Ahora que la salud es el centro de nuestras vidas, queremos comer más sano. Ahora que no podemos salir, cocinamos y revalorizamos la comida hecha a mano.

Así, podría suceder que una cantidad importante de personas se sume a la tendencia más fuerte de estos años: el intento de comer “sostenible”. El problema es que la comida bio orgánica fair-trade es más cara, y todo indica que seremos más pobres. ¿Qué debe cambiar para que podamos cambiar nuestras comidas? Esa es la cuestión: encontrar el modo de que cuidar planeta y dietas y conciencias no sea otro privilegio de los ricos. Armar sistemas de producción y comercio menos globalizados, acelerados, exagerados; sistemas centrados en las necesidades del comedor y no del vendedor. O sea: cambiar las comidas para que mucho cambie y, si mucho cambia, cambiarán las comidas.

O, por lo menos, se nos destrabarán las lenguas, que no es poco.