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La frontera perdida en la selva

Dice el diccionario que selva no solo significa muchos árboles, sino también confusión, cuestión intrincada. Eso es el departamento guatemalteco de Petén. Comparte más de la mitad de la frontera con México y casi toda la frontera con Belice. La selva ocupa la mayoría de ese territorio. Desde 1998, la DEA lo considera un corredor clave de drogas. Por aquí pasó El Chapo Guzmán y masacraron Los Zetas. Preguntar quién manda ahora mismo en esa selva de 2,2 millones de hectáreas deja respuestas tímidas. Pero el recorrido por esta inmensidad permite entender cómo durante años los principales señalados han sido los 'nadies' de este lugar

FRONTERA SUR. CAP 2.

La frontera perdida en la selva

[Si no ve el player del audio, pinche aquí para escuchar el relato]

I. EL MIEDO INNOMBRABLE DE PETÉN

El viejo expolicía interrumpe la conversación. Tras hablar durante 15 minutos con la compulsión de un reo durante la visita familiar, para en seco y nos pide a mí y a los dos fotógrafos: “¿Me pueden mostrar sus identificaciones?”. Las ponemos sobre la mesa de esta palapa cervecera del municipio de San Benito. Mira una foto, levanta la vista y nos mira a nosotros. Y así tres veces. “¡Ya ven! Uno queda paranoico”, justifica. Sí, aquí en Petén hay mucha gente paranoica. Razones no les faltan.

El veterano expolicía trabajó más de cinco años en la unidad antipandillas de Guatemala. Se jacta de conocer a los líderes. Dice Lobito cuando habla de Aldo Dupié, Lobo, el líder del Barrio 18 más conocido en todo el país, a pesar de llevar encarcelado desde hace casi 20 años por delitos como extorsión y homicidio, y condenado a casi dos siglos en prisión. Pero no fue entonces cuando el policía tiró la toalla.

Tras perseguir pandilleros, el entonces policía trabajó en operaciones de videovigilancia. “No me podían ver en la calle. Me mataban”, explica su traslado a una base policial. Pero siguió.

Fue enviado, en 2012, a trabajar en Chiquimula, fronterizo con Honduras y El Salvador, y uno de los departamentos más conflictivos en aquel momento, cuando el cartel mexicano de Los Zetas peleó con muchas de las familias chapinas de la droga por el control de territorios. Entonces, Chiquimula casi triplicaba la tasa de homicidios nacional que era de 34 por cada 100.000 habitantes. “Me dejaban muertos en todos lados”, recuerda. Y aún así continuó.

Lo trasladaron a Inteligencia y luego a Investigación Criminal. “Ahí ya medio mundo me andaba en la mira”, dice, traga cerveza y empapa de sudor su guayabera blanca. La prenda gotea como si fuera una esponja empapada y cada movimiento del cuerpo parece una mano que la estruja. Sospechaba que entonces su muerte era deseada tanto por criminales como por compañeros de la policía y por ello pidió el traslado en 2016. “Y me mandan a Petén”, dice, y fuerza una risa amarga. “Me miraban como a un ogro. Imaginate, yo venía de Inteligencia”.

No fueron las pandillas ni las investigaciones contra bandas de menudeo de droga en la capital ni las escuchas que involucraban a policías en actividades criminales ni Los Zetas en Chiquimula. La razón por la que el policía se convenció de que su corporación intentaba matarlo es que lo enviaron aquí, a Petén. Entonces renunció.

El expolicía termina de recitar sus desgracias en la corporación de la que salió hace un par de meses y ahora responde a mis preguntas sobre Petén, con otra cerveza sobre la mesa. Entramos en el callejón sin salida. En este selvático departamento fronterizo con los Estados mexicanos de Tabasco, Chiapas y Campeche, el más grande de Guatemala, preguntés a quien preguntés, la respuesta es similar: “Allá no puede ir”.

Peten Guatemala
Llegar a los puntos marcados en rojo, en áreas de la selva guatemalteca, es un riesgo

“Estamos pensando en internarnos al río La Pasión”, digo en referencia al afluente que conecta Guatemala con México y que ha sido usado durante décadas para transportar droga y migrantes.

“Ni aconsejable. Te matan”, responde, y saca la mandíbula y abre los ojos en un esfuerzo dramático.

“Queremos también ir a las comunidades de las reservas protegidas, Lacandón y Laguna del Tigre”.

“Si no sos de ahí, te van a agarrar y va a haber negociación para liberarte. A mí me retuvieron como media noche una vez que hice unos arrestos allá por los humedales de la comunidad El Coco”.

“No podemos irnos sin ir a Bethel”, agoto posibilidades mencionando un pueblo de cruce de migrantes cercano a Frontera Corozal, del lado mexicano.

“Mira, aquí escudriñar mucho es peligroso. Desde que uno va en las rutas todos se están llamando. Aquí es la vida del fuerte. Si eres fuerte, sobrevives. Si no, te comen”, sentencia harto de contestar acerca de cada lugar.

En Petén, que parece una especie de cabeza cubista de Guatemala, todos te dicen “quédate en el centro, no te acerques a los márgenes, aléjate de la selva”. Pero la selva es el 60% de Petén, 2,2 millones de hectáreas, 22 veces el tamaño de la capital de este país. Te dicen que no vayas y te recitan con detalle nombres de caseríos, aldeas y parajes vedados: Las Cruces, Bethel, La Técnica, El Naranjo, la selva. Sin embargo, cuando preguntas a qué le temen tanto, el detalle desaparece y todo se vuelve tan espeso como las profundidades de Lacandón. Da la impresión de que temen a todos los que habitan la selva, pero la selva la habita gente muy distinta.

“Son expolíticos, narcoagricultores, finqueros, militares metidos hasta la caca, mexicanos que bajan”, responde el expolicía incapaz de pronunciar un solo apellido en esta palapa cervecera.

Nos despedimos. El expolicía, en contradicción con el recelo expresado, dice que puedo escribir su nombre y se va.

Llamará al día siguiente y entonces pedirá: “Al calor de las cervecitas, me animé, pero por favor no pongás mi nombre, no me dejés de culo”.

En Petén, una incógnita aún más grande que la de cómo entrar a la selva es quiénes mandan allá.

La avioneta de los sacos rotos

En las afueras de Sayaxché cayó una avioneta. No logró llegar a la selva y aterrizar en una de sus pistas. Se desplomó en los márgenes de este municipio en las medianías de Petén y terminó el 13 de abril con la trompa enterrada en una zanja en las afueras de la aldea Sepens.

No es inusual. Es la segunda avioneta caída ese mes en Petén. La anterior, con matrícula venezolana, sí logró precipitarse en la selva el día 7 de abril, en las profundidades de Lacandón. La que cayó en Sayaxché, tenía la matrícula borrada.

La comunidad está a unos 20 minutos del centro de este municipio bañado por el río La Pasión. Sayaxché es emblema del olvido de Petén. En medio de la selva y de las enormes plantaciones de palma africana hay 13 municipios. La mayoría son pueblos con infraestructura y estampas acordes a esa denominación: calles de tierra y, si las hay, unas pocas pavimentadas, mercados callejeros, un hombre con un micrófono que vocea noticias y tuc tucs entre la gente. Los municipios que despuntan en modernidad, como San Benito o La Libertad, están cerca de la capital, Flores, destino turístico donde se hospedan extranjeros en busca de ruinas mayas. Estos lugares tienen algún centro comercial y restaurantes de comida rápida y ahí terminan sus rasgos de ciudad. Sayaxché, no, nada de eso. Es pueblo pueblo.

Sayaxché, como Petén, es tan poco ciudad guatemalteca que aquí nadie habla de las pandillas Barrio 18 ni Mara Salvatrucha 13. No son el problema por estos lados. Hay animales más grandes en la selva. Existen investigaciones que hablan de grupos vinculados al narcotráfico que exterminaron a pandilleros que intentaban crear clicas (subgrupos de las pandillas) en al menos tres municipios: Poptún, San Luis y, por supuesto, Sayaxché.

El mejor rasgo para contar que Sayaxché vive en otros tiempos es que para entrar y salir es necesario subir a una palangana para cruzar el río La Pasión. Llamarle “ferri” sería exagerar: se trata de una plataforma flotante de madera y hierro, levantada por barriles y empujada por dos motores de lancha, de 75 caballos, adaptados a un lado bajo unas ramadas que protegen del sol a quienes los accionan. Sobre esta balsa, que parece salida de una ficción postapocalíptica, caben unos 10 carros. Ida y vuelta, cien metros de un lado a otro, las 24 horas.

Diferentes Gobiernos llevan años prometiendo un puente. Pero todo apunta a que prefieren mantener Petén así: marginal, rural y olvidado.

A unos 10 kilómetros del bullicioso centro de Sayaxché cayó la avioneta. Pero ya no queda nada. Dos semanas después, los militares ya habían retirado el fuselaje.

El reporte del hecho es simple: cayó una avioneta a las dos de la madrugada. Dos cuerpos quedaron desparramados. Los militares llegaron a eso de las ocho de la mañana y tomaron control de la escena.

Demasiado simple para Petén.

El petenero Rony Bac fue uno de los periodistas que llegó a Sepens aquel día. Tal como sus fotografías corroboran, la avioneta tenía la matrícula rasgada. Entre el fuselaje había tres sacos rotos, desgarrados, vacíos. También cinco barriles con olor a gasolina, según cuenta Bac. Los cadáveres tenían todos los bolsillos de sus pantalones rasgados por la parte de abajo, como si alguien los hubiera cortado con una navaja. Ni un documento ni una moneda. “Todas las bolsitas plásticas de comida y envases de refrescos eran de marcas mexicanas”, dice. Bac llegó a las 9.30, una hora y media después de los militares, siete horas y media después del accidente.

El relato sigue siendo demasiado simple para Petén.

Otro periodista de la zona me recibe en un comedor de Sayaxché. Antes de empezar a hablar, advierte: “Espere. Mire atrás mío, ya le explico”. Dos hombres gordos han terminado su desayuno y se levantan de la mesa. “Son de la familia Segura”, explica el periodista. “Ellos son la familia que más poder tuvo aquí”. Los Segura, conocidos por muchos policías y periodistas en Petén como el cartel de Sayaxché, tienen una historia digna de drama televisivo de narcos. El patriarca y entonces alcalde de Sayaxché, Guillermo Segura, fue asesinado el 1 de abril de 2003, en el aparcamiento de la alcaldía, por varios hombres con cuernos de chivo. Las ráfagas también mataron a un jardinero de la municipalidad. Siete días después, el fiscal asignado al caso y su guardaespaldas fueron acribillados en el sur del país. Sobrevivieron. Un año después, los hijos del exalcalde, Jonny Javier y Ricardo de Jesús, también fueron asesinados. Sus cuerpos aparecieron con signos de tortura en el caserío Caribe Río Salinas. “Todo fue por el tumbe [robo] de la droga que venía en una avioneta. Se la tumbaron al cartel del Golfo”, cuenta el periodista una vez que los parientes de todos estos muertos se han ido del comedor. Días después, otro periodista me contará la misma versión. Ninguno de los dos publicó nunca una palabra al respecto. Otros Segura han sido asesinados y otros han seguido siendo candidatos a alcaldes de Sayaxché.

Volviendo a la última avioneta estrellada, pido al periodista que me guíe para ver la zona donde cayó. Sonríe con la risa de quien se divierte con la ocurrencia de un niño.

“No se puede. Todo está tenso allá. Han matado a varios que vendieron lo que se quedaron”.

Vuelve a la mesa la pregunta imposible en Petén: “¿Quién los ha matado?”. Las respuestas a esa pregunta, en este selvático departamento, suelen empezar con la palabra “dicen”.

“Dicen que la droga de la avioneta era de un cartel mexicano, pero no sé de cuál”, responde.

En Petén se sabe —y no muy bien— lo que pasó años atrás. Se nombra a quien fue asesinado otrora. Lo de hoy no se sabe ni se nombra: dicen. Y eso influye en el relato nacional de este enorme departamento. En la capital del país, dos exfiscales, un exfuncionario de Gobernación y tres jefes policiales me dijeron que internarse desde Sayaxché en el río La Pasión era muerte garantizada. “De entrar, entra, salir vivo es el problema”, me dijo Mauricio Bonilla, entonces ministro de Gobernación, en junio de 2014. Incluso desde la capital se renuncia a gobernar en esta región. Varios de los grandes capos tuvieron fincas alrededor e, incluso, improvisados astilleros, pero eso fue hace años, como Juancho León, reconocido capo asesinado por Los Zetas tras una balacera en marzo de 2008. Las avionetas y el tráfico por la selva sustituyeron la ruta de La Pasión y ahora uno puede navegar hasta el puesto militar de Pipiles, el último antes de entrar a México, sin mayores inconvenientes.

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Entrada al municipio de Sayaxché, dividido por el río La Pasión

La realidad petenera se cuenta con demora. La ciudad se entera tarde de lo que ocurre en la selva.

Tras la caída de la última avioneta, los policías de Petén acusaron a los militares, que llegaron primero a la escena, de ser sospechosos de haber vaciado los sacos y los bolsillos de los cadáveres. Los militares lo negaron. Los pobladores de la comunidad Sepens dijeron haber visto a los militares irse de allí con cosas. La prensa nacional replicó lo que dijeron los pobladores: “Soldados a bordo de picops ingresaron y se llevaron varias cajas y costales de color blanco”. Los militares lo siguen negando. Muchos en Petén, en susurros, se preguntan quién robó lo que había en los costales. Nadie se pregunta de quién eran los costales.

La renuncia a ciertas preguntas es un rasgo petenero.

Esta no es frontera de menudistas de droga, esta es frontera de carteles. Aquí el tráfico no ocurre a pie, surca los cielos o abre caminos en la selva. Petén ocupa más de 500 kilómetros de los 965 de frontera que comparten México y Guatemala. Por si fuera poco, Petén ocupa casi toda la frontera guatemalteca con Belice: 212 kilómetros de los casi 250.

Esta no es tierra ajena al gran narcotráfico. En febrero de 2013, los Gobiernos de Guatemala y México abrieron una investigación para saber si uno de los dos cadáveres que quedaron tras una balacera en el municipio petenero de San Francisco, vecino de Sayaxché, era el de Joaquín, El Chapo, Guzmán. “Podría ser él”, dijo el entonces ministro de Gobernación de Guatemala, Mauricio López Bonilla. Luego aclaró que era alguien “muy parecido al Chapo” el que murió en el enfrentamiento con las autoridades. La idea de que el más buscado de los narcotraficantes estuviera en Petén no era peregrina: en los días previos, WikiLeaks había revelado un correo enviado por un analista de la firma estadounidense Stratfor, consultora en temas de inteligencia y seguridad. “Creemos que El Chapo está escondido actualmente en El Petén, cerca de la frontera con México”, se leía en el correo. “Desde 2006, Los Zetas y [el cartel de] Sinaloa desarticularon los carteles existentes en el norte de Guatemala y tomaron su lugar”, decía también el mensaje.

Esta es la frontera por donde Los Zetas entraron a Guatemala. Aquí es donde cometieron la peor masacre de la que dejaron recuerdo en el país. En mayo de 2011, llegaron a la zona fronteriza de El Naranjo 12 carros y en ellos unos 50 hombres con armas largas bajo el mando de alguien a quien llamaban Kaibil, que es el nombre de los soldados de élite del Ejército de Guatemala, acusados de diversas barbaries. Cuando se fueron, dejaron 27 jornaleros despedazados en la finca Los Cocos, en La Libertad. 25 hombres, dos mujeres. Uno de los cuerpos conservaba la cabeza. 26 fueron decapitados. 23 cabezas dejaron Los Zetas en la finca, tres no aparecieron. Los jornaleros habían llegado a la casa patronal a cobrar su semana. Sus restos fueron descubiertos por unos pobladores que querían comprar queso y crema en la finca. Los Zetas pintaron mensajes amenazando a quien en realidad buscaban, el finquero Otto Salguero, acusado de tumbar un cargamento al cartel mexicano. Según el Ministerio Público, escribieron con sangre esos mensajes en las paredes. Usaron como lápiz una pierna. Firmaron con el nombre del comando asesino: Z200.

“Aquí, en Petén es complicado decir quién sí o quién no. Es mejor no saber. Es riesgoso preguntar. Y mientras más se aleja de los pueblos y se acerca a la selva, es aún peor”, dice otro periodista, esta vez en un comedor distinto a aquel donde desayunaban los Segura. Al enterarse de que nos habíamos citado con su colega en el anterior comedor, pidió vernos en uno alejado de ahí. Ese miedo contagioso se ha arraigado aquí con recuerdos como la masacre de Los Cocos. Esa paranoia de la que hablaba el expolicía en aquella cantina de palma.

“Queremos ir a Sepens a ver la avioneta caída”, digo al periodista.

“Una nota [información] no vale la vida”, responde.

Llamo al coronel Óscar Pérez, enlace del Ejército guatemalteco con la prensa. Le pido el contacto con el jefe de Petén y permiso para hacer un recorrido junto a ellos. Pienso decirles que vayamos a Sepens. “Nadie más que el ministro de Defensa y yo puede dar declaraciones y no puedo autorizar ningún recorrido en Petén. Eso desde ya le digo que es imposible”, responde.

Lo más cerca de Sepens que estaré es una llamada telefónica con un hombre que tiene dos hermanos en la comunidad. Asegura que allí todos “están en terror”, que la avioneta que cayó el pasado 13 de abril venía cargada con sacos de cocaína. De hecho, en las fotos del fuselaje puede verse que todos los asientos de la avioneta, con capacidad para 12 pasajeros, fueron movidos y revueltos, a excepción de los dos para el piloto y el copiloto. Allá dentro cabían más sacos y barriles de los encontrados.

“La gente de la comunidad se llevó paquetes. Muchos tontos se loquearon y vendieron rapidito a gente de Sayaxché el kilo por 10.000 quetzales (unos 1.300 dólares /1.165 euros). A los dos días del accidente, llegaron hombres armados con listas de la gente que había agarrado paquetes. Ya sabían. Iban con armas largas. Unas 15 familias ya se fueron de Sepens. Otros tienen paquetes enterrados y no saben si irse o devolverlos. La aldea está en pánico, porque esos hombres siguen rondando en busca de lo suyo”, dice el hombre.

“¿Quiénes son esos hombres armados?”, pregunto.

“Nadie sabe”, responde por teléfono.

“¿Usted me puede ayudar a entrar a Sepens?”

“No, no puedo”.

Una Hummer camino a Bethel

Llega un punto en Petén en el que es necesario desoír para entender.

Si uno se ciñe a los consejos de autoridades, organizaciones y periodistas, se queda atrapado en el centro urbanizado de este departamento —que no el corazón, porque ese está en la selva— y se olvida de las reservas, las aldeas y la frontera. Se olvida de entender.

La selva acoge un misterio y muchos parecen dispuestos a preservarlo.

Vamos con los fotógrafos rumbo a Bethel.

Si aquel mal llamado ferri de Sayaxché habla de abandono, la calle de terracería de Las Cruces habla de olvido. Este es el más nuevo municipio de Petén, ubicado justo en su cintura. Nació en 2011, cuando se escindió de La Libertad. El municipio es, básicamente, lo que está cerca de esta brecha polvosa cuando no llueve, lodosa cuando sí. La brecha serpea desde la carretera que une a Sayaxché con La Libertad hasta las faldas del Parque Nacional Sierra de Lacandón, la selva, en la frontera con México.

Al final de la brecha, a 100 kilómetros, está Bethel, el río Usumacinta y México.

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La aldea de Bethel, zona de paso de los migrantes antes de cruzar el río Usumacinta para entrar en México

Camino a Bethel se encuentran otros pueblitos, como Palestina. Hay sobre algunas de sus casas antenas de televisión por cable y una farmacia y una tienda agrícola y casitas que operan como sedes de varios partidos políticos. Los microbuses viajan abarrotados de migrantes que buscan cruzar la frontera. Bethel es punto de cruce desde al menos 1987.

Nos sobrepasa a toda marcha una hummer negra modelo H3, polarizada, de esas que cuestan unos 12.000 dólares (unos 10.800 euros) en el mercado de subastas estadounidense.

Camino a Bethel se pasa Las Cruces, lo que viene siendo el centro de este municipio sin asfalto. En el catálogo petenero de “prohibido ir” destaca Las Cruces. El expolicía, una candidata a alcaldesa de la zona, un promotor de salud, la dueña de un prostíbulo y un exfiscal guatemalteco nos recomendaron lo que ya viene siendo un consejo trillado en Petén: no ir.

Aquí en Las Cruces, por ejemplo, fue capturado en noviembre de 2014 Efraín Cifuentes, El Negro. Era perseguido desde 2009 por autoridades locales, mexicanas y estadounidenses por coordinar el paso de cargamentos de cocaína desde Honduras hasta México por esta ruta. Las autoridades no se ponían de acuerdo en para quién trabajaba: unos decían que para Los Zetas, otros mencionaban a Los Caballeros Templarios y al celebérrimo cartel de Sinaloa. Quizá para todos, argumentó la Fiscalía en el juicio, acostumbrada a que los capos chapines operen como agentes libres. El Ministerio de Gobernación guatemalteco dijo que El Negro solía pasar dos cargamentos semanales de 100 kilos de cocaína. Lo hacía en lanchas y camiones y la entregaba en la comunidad mexicana de Benemérito de las Américas, al otro lado de esta frontera de monte y río, preludio de la selva. El operativo para capturar a El Negro duró 48 horas. Hubo enfrentamiento con sus seis guardaespaldas en Las Cruces, pero ellos huyeron al ver el despliegue policial y militar. Los guardaespaldas escaparon hacia la selva. El Negro estaba demasiado gordo para huir y fue capturado, fusil en mano, en el patio de su casa.

La hummer negra se ha detenido en la brecha. El conductor, un hombre de sombrero y botas vaqueras, orina frente a un árbol. Al vernos aparecer en la curva, corre hacia su camioneta y acelera.

Bethel es un pueblito de 196 familias que se desparraman en la ribera del Usumacinta.

“Vivimos de mojados [indocumentados] y de la agricultura”, dice sin matices el líder comunal, William Mérida, de 67 años, 52 de ellos en este confín.

“A ver, ¿qué le enseña a los periodistas cuando vienen aquí?”, digo.

“¿Periodistas aquí? Nunca”, responde y ríe.

En Bethel, el paso de migrantes transcurre con la naturalidad del amanecer. Esto no es la frontera con Estados Unidos. No hay muro ni patrulla fronteriza. Lo complicado no es cruzar a México, sino avanzar en él sin ser violado, secuestrado, asaltado o extorsionado por narcos, policías, agentes de Migración, asaltantes y violadores comunes.

“Ese señor que vive ahí es coyote [guía que conduce a los indocumentados en su camino a cambio de una remuneración]”, afirma el señor Mérida, y señala una casa que anuncia la venta de antojitos.

En el río, un grupo de ocho migrantes, dos niños entre ellos, se bañan y, con un anzuelo improvisado, intentan sacar del agua alguna curvina, mojarra o jolote.

“Esperan turno. De ellos vivimos, de venderles comidita o lo que se pueda”, dice el señor Mérida.

Esta es zona de cruce con coyote. Los coyotes usualmente esperan que su línea esté activa en México antes de cruzar. Línea le llaman a la red de contactos con criminales y agentes de Migración que les permitirá pasar sin problema, una vez que se repartan ganancias. Es usual que un coyote espere algunos días hasta que su contacto en Migración esté a cargo de la garita por la que pasarán cuando salgan del monte a la carretera y el camino deje de ser a pie.

“¿Tienen problemas aquí con el narco?”.

“Al que se mete de tonto le va mal”, responde el señor Mérida.

“¿Cómo?”

“Aquí se echan de ver, pero eso hay que hacer: ver”, dice el señor Mérida y se lleva el dedo índice a los labios.

Muchos migrantes cruzan por Bethel. Otros, grupos más grandes, cruzan más cerca de la selva, por La Técnica, un pueblo alrededor de un pequeño muelle frente a Frontera Corozal (México). El señor Mérida nos ofrece ir allá. Lo acompaña otro líder de la comunidad, Guillermo, un migrante nicaragüense que, tras haber sido abandonado por su coyote, se quedó en Bethel desde 2002, y ahora es su promotor de salud.

Avanzamos por una calle que se estrecha y se vuelve sinuosa. Vamos sobre la ribera del Usumacinta, siguiendo la frontera. Las pequeñas aldeas del camino se paralizan ante el paso de nuestra camioneta. Las miradas nos siguen hasta que el cuello no puede girar más.

Llegamos a una angostura. La hummer negra nos bloquea el paso. Su conductor, sin bajar del vehículo, ha parado a conversar con tres hombres que están estacionados en el camino y toman cervezas Corona. Dos de ellos llevan pistolas al cinto y la camisa desabrochada. Los dos carros a la par bloquean por completo el paso. Tras unos minutos, la hummer negra continúa hacia La Técnica.

Pregunto al señor Mérida y a Guillermo si conocen al dueño de la hummer negra. Dicen que no. El señor Mérida enmudece. Guillermo voltea a ver hacia todos lados. Ha dejado de contar su historia y ahora es él quien pregunta: “¿De verdad ustedes son periodistas? ¿Pero en qué concretamente andan trabajando? ¿Por qué quieren ir a La Técnica?”.

Desistimos de continuar. Damos vuelta hacia Bethel. Los hombres armados siguen en la angostura.

Apenas llegamos a las faldas de la selva y el miedo nos contagió a todos dentro del carro.

Así se impone Petén.

II. SELVA ADENTRO

Llueve en la selva de Lacandón. Vereda adentro por la reserva protegida, el lodo es espeso. Quizá por eso no le llaman lodo. Le llaman barro. La camioneta todoterreno en la que viajábamos quedó atascada atrás. Caminamos hacia la comunidad La Revancha. “Invasores”, les dice el Estado. “Narcotraficantes”, les dicen muchas voces peteneras. Más que caminar, el acto de desplazarse bajo la lluvia en estas profundidades es una mezcla entre patinar y escalar. Estamos a cuatro kilómetros de la comunidad. Atrás no solo dejamos el vehículo, sino cualquier posibilidad de comunicarnos con alguien fuera de la selva. El carro fue tragado por el barro justo en las faldas del cerro La Señal. Le llaman así porque su cumbre es el último punto donde hay señal telefónica.

Pero si avanzar hacia La Revancha es complicado, conseguir los contactos para entrar fue una odisea.

 

Cuando el muro del miedo parecía infranqueable en Petén, escuché otras voces que poco a poco fueron desvelando el hueco para acceder a la selva.

Byron Castellanos, “100% petenero”, es el director ejecutivo de la asociación Balam, que lleva alrededor de una década trabajando en este departamento. Balam es oficialmente una organización ambientalista que lucha por preservar las áreas protegidas donde habitan, según los cálculos más altos, hasta 60.000 personas que por ley no deberían habitar ahí. No hay en toda Centroamérica un estadio donde quepa tanta gente.

Pero poco tardaron en darse cuenta de que en un entramado como el petenero, los recursos naturales son parte de una maraña que mezcla también pobreza, abandono estatal y crimen organizado. Castellanos lo aclara tan pronto como empieza a conversar: “No somos una asociación de pajaritos y arbolitos, de conservación light. Vimos los pajaritos y dijimos: ‘¿Por qué se acaba el bosque?’ Y empezó lo complejo”.

Lo complejo, en un brutal resumen de algo que tardó años de esfuerzo a Balam, fue entender que el objetivo no era desalojar pobres, sino enseñarles a convivir con la selva. Lo complejo fue entender que selva adentro no solo hay pobres, también hay finqueros. Que el Estado lleva años apretando a los que usurpan por desesperación un poco de tierra e ignorando a los “grandes” que ocupan decenas de caballerías. “El mayor pecado chapín es ser mujer, indígena y pobre”, dice Castellanos. Lo complejo fue entender que el Estado no es usualmente un aliado.

Castellanos lo sabe: “En Lacandón hay 50 comunidades abandonadas desde hace unos 50 años en esta frontera”. De ello se ha dicho mucho. Pero también sabe la otra parte: “¡Alrededor de los campamentos [militares] aterrizan avionetas! Hay siete pistas en Laguna del Tigre; cinco, en Lacandón. No descartamos que haya gente del Ministerio de Defensa involucrada”. Tras tres días de ir y venir en Petén, las frases de Castellanos retumban valientes y claras. Habla con propiedad: Castellanos fue durante seis años, de 1998 a 2004, director técnico general del gubernamental Consejo Nacional de Áreas Protegidas (Conap).

“Petén es un territorio fértil para una alianza perversa entre crimen organizado y pobreza”, dice. Eso ha creado áreas donde el Estado no puede entrar. “Han retenido jueces, militares, policías allá adentro”.

En septiembre de 2011, durante un discurso en Argentina, Francisco Dall’Anese, entonces al mando de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) instalada por Naciones Unidas en 2006, dijo que en Petén “hay grupos de indígenas tirados a la calle de sus terrenos”, mientras que contra los verdaderos narcos nadie hacía nada, y contó la anécdota de cómo cuando un alto comisionado de Naciones Unidas iba hacia el rancho Los Cocos a presenciar la escena del descuartizamiento de los 27 campesinos, lo pararon narcos armados hasta los dientes para interrogarlo. Tras una negociación liberaron al funcionario internacional.

Según Castellanos, selva adentro la lógica es parecida en varios casos: “Primero aparecen los pobres. Luego llega el finquero y los pobres o son trabajadores de su finca o se van a seguir usurpando a otro lado”.

Hago a Castellanos la pregunta que nadie me ha sabido contestar en Petén. Su respuesta es lo más certero que he escuchado en este viaje.

—¿Quiénes son esos finqueros?

—Estamos en transformación. Se distribuyeron el pastel. Tenemos pequeños narcos producto del colapso de los que eran más grandes.

Se sabe que hay, pero aún no se sabe quiénes. La selva alcanza para cobijar ese secreto y el discurso oficial, desde hace años, remata acusando a las comunidades campesinas de ser los narcotraficantes.

En 2011, tras la barbarie en Los Cocos, diferentes organismos internacionales mostraron interés por esta frontera. Suele ocurrir así en los rincones olvidados de América. Muchos deben morir en un solo día para que el mundo eche un vistazo.

Aquel año se publicó un informe financiado por Soros Foundation. Los autores, investigadores académicos de diferentes países, no firmaron el documento por temor a las consecuencias y cuando me dieron una entrevista fue por Skype y utilizando herramientas de seguridad digital que hacían imposible ubicarlos. Petén les contagió el miedo. El informe analizaba las relaciones de poder en el departamento, pero también entregaba datos incontrovertibles de posesión de tierra por parte de familias del narcotráfico, como los León, los Lorenzana, los Mendoza, todas ellas con miembros extraditados a Estados Unidos. En total, según el informe, esas familias tenían 1.179 caballerías (más de 53.000 hectáreas) en Petén. El descaro era total: algunas de esas tierras estaban dentro del parque nacional Laguna del Tigre y una de las fincas a nombre del patriarca Waldemar Lorenzana, extraditado ese año a Estados Unidos, estaba inscrita en el registro público guatemalteco. Aparecían en los mapas también mansiones, una de ellas con piscina y pista de aterrizaje en Lacandón, parte de una serie de caballerías cercadas que se extendían hasta la frontera con México, el río Usumacinta.

Actualmente, dice Castellanos, su organización no trabaja en las zonas fronterizas dentro de las áreas protegidas. “Si meto a mi gente, la matan. Primero que entre el Estado, pero de verdad”.

En Petén, para no estancarse, hay una regla básica: salir de cada entrevista con otro contacto. Castellanos me da uno que me da otro y ese a su vez me da otro que finalmente me lleva a Elbia García, candidata a alcaldesa de La Libertad por el partido Vamos. Esta profesora de escuela jubilada es la única candidata entre 13 hombres que buscan el cargo.

Nos reunimos en El Naranjo, justo en el margen de Laguna del Tigre. El Naranjo, entre la migración centroamericana, es conocida como La Tijuana de Guatemala. Es un pueblito, le envidia todo a Tijuana, menos la agresividad. En menos de 10 minutos de recorrido, vemos a cinco hombres armados, con pistola al cinto y a plena vista. Algunos no parecen ir listos para defenderse de un asalto, sino para participar en una balacera: uno de ellos camina por la calle con su pistola nueve milímetros y dos cargadores extra colgando de su pantalón. O sea, unas 50 balas a disposición. Este es el último pueblo para abastecerse antes de cruzar la frontera por zona protegida. Más allá, los puntos ciegos de la selva.

García es la única candidata que ha visitado comunidades como La Revancha. Pide garantías para ellos: “Tierra, seguridad de que no los van a mover. Un campesino no ocupa más de tres o cuatro manzanas. Y el Estado ataca al campesino. Pero son los finqueros, los empresarios”. Y calla.

— ¿Quiénes son esos empresarios?

— Personas poderosas. Al hablar de esos empresarios es mejor ese título: empresarios. Es gente armada. Pero de eso mejor no hablemos.

Petén de nuevo.

La candidata García conoce a otro García, Rubén, que es el alcalde auxiliar de El Paraíso, la última aldea reconocida antes de entrar a la selva y al barro rumbo a La Revancha. Rubén es la llave para entrar allá. Conoce a sus pobladores, porque como alcalde de esta comunidad se siente representante de quienes se internaron en la selva.

Rubén, de 39 años, robusto, amable y de hablar pausado, nos espera en su aldea para viajar a La Revancha. En el viaje va también la candidata García.

Al fin, hacia donde todos advierten de no ir. Al fin, hacia allá adonde aseguran viven los males del Petén.

Mientras la camioneta se tambalea y patina en el barro, Rubén habla: “La Revancha va para 12 años de existir. Cuando la guerra [1960-1996], en esas montañas solo había guerrilla. Luego entraron chicleros [dedicados a la industria del chicle, un tipo de resina] y madereros. Pagaban impuesto a la guerrilla. La gente que buscaba tierra empezó a llegar de todo el país. La guerrilla no los dejaba quedarse, pero los campesinos volvían. Cuando por tercera vez llegaron, ya terminada la guerra, dijeron: ‘Vamos por la revancha”. La vida en esta selva es anterior a la ley. Literalmente: hay comunidades que habitan en Lacandón o Laguna del Tigre desde los setenta. Muchas más llegaron en los ochenta. La Ley de Áreas Protegidas fue aprobada en 1989.

Durante un par de kilómetros, todo es verde. La montaña es verde y la selva espesa. Aúllan los monos. Pero tras una curva, en medio del cerro, unas dos manzanas de bosque están chamuscadas. Tierra quemada. La selva, de repente, se ha vuelto negra. Los habitantes de La Revancha se alejan de la aldea para trabajar parcelas que escogen entre el verde. Arrancan todo para sembrar. Tras el cultivo de maíz, frijol o pepitoria, queman la tierra para exterminar cualquier brote y volver a empezar. Quien niegue que un campesino pobre deforesta en Lacandón miente. Pero para esto es para lo que alcanzan los brazos de un campesino pobre, sin máquinas, empuñando machete. Estas dos manzanas de bosque quemado son el costo de que un hombre mantenga viva a su familia.

Durante una entrevista, el director del Conap (Consejo Nacional de Áreas Protegidas) en Petén, Marvin Martínez, habló de los otros, de esos “empresarios” sin pronunciar su nombre: “A veces, en el bosque, una persona causa más impacto que una comunidad entera”. Reconoció que habían encontrado fincas de incluso 1.000 hectáreas.

“A la gente de La Revancha la acusan de narcotráfico, de narcoganaderos, de invasores, pero la gente no puede vivir de otra manera. Usted puede encontrar más adentro fincas de 50, 80 caballerías inscritas en el registro. Para el rico no hay ley, solo para el campesino”, dice Rubén. “Área protegida para el campesino, pero suelta para el millonario”, remata la candidata García aferrada a una manija de la camioneta que se tambalea como si fuera una barca en el oleaje.

Peten Guatemala
Imágenes de la vida en La Revancha

Un vistazo a una imagen tomada por satélite de la zona da verosimilitud a lo dicho por ambos. En un radio de 10 kilómetros alrededor de La Revancha pueden verse grandes manchas de color café, al menos tres, rectangulares, perfectamente delimitadas, de unas 10 veces el tamaño de la comunidad. No hay una casa en esas áreas, solo terreno devastado, potrero.

“Este es el cerro La Señal”, dice Rubén. “Es el punto de salvación de la gente. Aquí llaman cuando traen a alguien enfermo, para que los vengamos a sacar desde la aldea. Hasta aquí, cargan al enfermo con mecapal [faja con dos cuerdas que sirve para lleva carga a cuestas]”. La camioneta apenas rueda. Esto no es calle, es montaña.

Abajo del cerro, de nuevo la selva se vuelve negra, otras dos manzanas chamuscadas. En medio de eso, la camioneta se rinde. El barro la traga.

 

Nos faltan dos kilómetros para La Revancha. El calor en Petén es algo más que una sensación física, provoca un estado mental de rabia, ganas de gritar groserías.

Antes de llegar pasa un hombre a caballo. Es una estampa de otros tiempos. El señor es indígena, apenas habla castellano. Su ropa son remiendos de varias ropas. A su espalda una escopeta del calibre 20, hecha a mano con madera y fierros viejos. En su matate (bolsa de cuerda de pita para transportar alimentos), en dos bolsas plásticas, un tepezcuintle (roedor) y los pedazos de un pequeño venado. Sale de la selva a ver si alguien se los compra. Por ambos no pide más de 150 quetzales (unos 20 dólares / unos 17,6 euros). Tardará todo el día en ir y venir.

La Revancha son 60 familias, unas 20 chozas de palma de guano y vigas de naranjillo regadas en un llano a media selva.

La gente a la que muchos dijeron que hay que temer, más bien le teme a uno. Nos miran con desconfianza, sin agresividad. Más bien con miedo: cabezas hacia abajo, mirada de reojo hacia arriba con las cejas arqueadas, cuerpos congelados.

Las escenas de miseria abundan.

Yolanda López, treintañera y con 14 años en el lugar, tras entender que no soy guardabosques del Conap ni militar ni policía ni narcotraficante, me pide que la siga. Mientras camina, repite: “Venga a ver de dónde tomamos agua, venga, venga”. Llegamos hasta un agujero en la tierra en una ladera del monte. El agujero es de piedra y en él nace agua, poca agua. La poca agua se acumula en el fondo de la cavidad rocosa. Es café. No café clarito, es café espeso. Es más lodo que agua. Para sacarla, Yolanda raspa la piedra con un recipiente de plástico. Al fondo del recipiente, un pocito de líquido turbio. “Esto tomamos, esto toman los niños”, dice Yolanda desde el fondo del agujero.

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Yolanda López saca agua de un agujero

El año pasado murieron tres niños de ocho, cuatro y dos años. Murieron, dice Yolanda, que además es la curandera y partera de La Revancha, “de calentura y asientos [diarrea]”. No funcionaron los remedios, dice. Por más que les hicieron un menjurje de verbena y bombilia (dos tipos de plantas), lo cocieron con canela, le pusieron media tableta de neomelubrina (medicamento analgésico y que combate la fiebre) y los sobaron, los niños igual murieron. Pregunto a Yolanda qué comen, y ella y otras dos mujeres recitan el menú: frijoles con tortilla y cogollo de guano, frijoles con tortilla y pacaya (variedad de palmera), frijoles con tortilla y hierba mora, frijoles solos. “Una vez al mes, matamos un pollo”, dice Yolanda.

Hay muchas escenas de miseria, pero una es total. Un niño descalzo de unos cinco años, pies hundidos en el barro, camina de choza en choza ofreciendo los bananos que carga en un huacal (palangana) en su cabeza. Un niño vende bananos en la selva.

Aquí no hay medicinas ni escuela ni agua potable ni luz eléctrica. Pero aquí, al menos en La Revancha, tampoco hay narcotraficantes. De ninguna manera alguien a quien le calce esa palabra viviría en una de estas chozas.

Evaristo Pérez Alvarado, Don Quincho, fue el primero en llegar a esta zona, antes incluso de que fuera una comunidad con nombre. Llegó hace 27 años. Aquella promesa de mediados del siglo pasado, cuando el Estado guatemalteco ofreció tierras a campesinos para poblar Petén, aún recorría Guatemala cuando Don Quincho llegó. Se encontró con otra realidad y se internó en la selva por una razón obvia, sin rimbombancias: “Porque yo trabajo la tierra y vivo de la tierra. Eso hago. Y eso es lo que sé hacer. Entonces, necesito tierra”.

Don Quincho ha reunido a 60 personas en una galera, considerada casa comunal de La Revancha. Mujeres indígenas, niños descalzos, campesinos con botas de hule.

“Levanten la mano quienes saben leer”, pido.

Siete la levantan.

“Levanten la mano quienes sepan un oficio diferente a la agricultura”.

Nadie levanta la mano.

“A ustedes los acusan de narcotraficantes”, digo. Muchos, hartos, bajan la cabeza.

“Si yo fuera narcotraficante no andaría aquí batiendo barro con los pies. Estamos aquí porque es más mejor o menos peor que los otros lados donde podríamos estar”, responde, sucinto, Don Quincho.

— Levanten la mano quienes saben leer, pido.

Siete la levantan.

— Levanten la mano quienes sepan un oficio diferente a la agricultura.

Nadie la levanta.

— A ustedes los acusan de narcotraficantes, digo. Muchos, hartos, bajan la cabeza.

— Si yo fuera narcotraficante no andaría aquí batiendo barro con los pies. Estamos aquí porque es más mejor o menos peor que los otros lados donde podríamos estar, responde, sucinto, Don Quincho.

Es difícil pensar en un rincón de esta selva más precario que La Revancha, pero lo hay.

 

De alguna manera, La Revancha es un éxito para sus pobladores. Seguir ahí, carentes de todo, es su reivindicación primera. Hay otras que no son menores (agua y educación, las principales), pero continuar en la selva y no en alguna parcela muerta de los municipios es su lucha. Cultivar para comer, comer para vivir. La sencillez de la selva. “Solo un chorro de soldados nos sacarían”, me dijo un hombre en La Revancha. “Si nos sacan, vamos a volver”, me dijo Yolanda. En ese sentido —tan nefasto, tan latinoamericano— es un triunfo cada día que termina y ellos vuelven a dormir en sus chozas después de cenar frijoles. Hay otros en esta selva que no tienen esa miserable ventura.

Ir por Guatemala a la comunidad de Laguna Larga es tan complicado —dos días de camino, dicen— que es mejor ir por otro país. Es mejor entrar por México.

Laguna Larga es frontera. No es una metáfora. Es justamente la frontera entre Guatemala y México. Esta línea no es territorio, sino división. Laguna Larga son unas 100 champas (casucha que sirve de vivienda) al final de Laguna del Tigre. Es una comunidad de gente acusada de narcotráfico desde hace muchos años.

Laguna larga

Una mujer, desde su vivienda, retira unos plásticos rotos que cumplen la función de paredes y ventanas y observa el exterior.
La comunidad se presenta con un rótulo de bienvenida, en medio de los campos de cultivos del Estado mexicano de Campeche y la selva guatemalteca del Petén. A esta comunidad, desplazada de la reserva Laguna del Tigre, es más fácil acceder tras sortear los pueblos remotos de México.
Un armazón de troncos y plásticos viejos sirven como lavaderos comunitarios en las orillas de una pequeña laguna. La comunidad se aventura por las veredas que rodean las casas para obtener un poco de agua.
Una menor camina hacia su casa con una vasija llena de agua. Las familias de Laguna Larga deben recorrer a diario unos dos kilómetros hasta una pequeña laguna para abastecerse de agua.
Guatemala gestiona la educación en Laguna Larga a través de cuatro apasionadas maestras. Sin embargo, los temas de salud y atención social los asume México desde que sus habitantes llegaron a la línea.
Una cerca improvisada delimita el asentamiento de las familias guatemaltecas en Laguna Larga.
Media comunidad de Laguna Larga se deja retratar en tierra de nadie. A la izquierda, las casas guatemaltecas. A la derecha, las mexicanas.

En agosto de 2010, el entonces presidente Álvaro Colom prometió enviar tropas a Laguna del Tigre y expulsar a todos los narcotraficantes que habían usurpado. “Para este 15 de septiembre, he ordenado al Ejército que ingrese y tome Laguna del Tigre. Adiós a los narcos y su ganado. Me han amenazado, pero no les tengo miedo. Me odian, pero no voy a dar marcha atrás. No quiero ver más ni una sola cabeza de ganado, porque la voy a destazar [despiezar] y repartir a los pobres”, dijo.

Casi una década después, en esta selva hay mucha gente pobre y mucho ganado que no es de esa gente pobre.

Laguna Larga ni siquiera es el nombre de este pedazo habitado de frontera, sino de otro en la selva del que fueron expulsados. El 2 de junio de 2017, 1.400 policías y 400 soldados se internaron en Laguna del Tigre hasta llegar a un ojo de agua, conocido como Laguna Larga y rodeado por varias casitas de madera que campesinos habían construido ahí desde principios de los años ochenta. Los cerca de 500 habitantes de ese lugar habían huido en los días y horas anteriores, en pequeños grupos, al escuchar que los soldados iban hacia allá. Muchos, sobre todo los indígenas del grupo, aún recordaban los tiempos en que los militares llegaban para arrasar a todo el que creyeran subversivo. Cerca de 500 personas huyeron por la selva hacia México y pasaron la noche bajo la lluvia, sobre la línea fronteriza con el Estado de Campeche, y desde entonces han permanecido ahí. Se siguen llamando como antes: Laguna Larga, solo que ya no tienen ninguna laguna cerca.

Llegar hasta allá desde Guatemala implica cruzar toda Laguna del Tigre. Eso, en Petén, es tan poco aconsejable como en México deambular por el Triángulo Dorado (la región comprendida entre los Estados de Chihuahua, Sinaloa y Durango en el noroeste mexicano). Lo mejor es cruzar a México, viajar varias horas en paralelo a la frontera por carretera, hasta llegar a una aldea en los confines de ese país. La aldea por la que se pasa antes de llegar a Laguna Larga, como si la realidad hiciera un guiño sarcástico en este viaje por la frontera, se llama El Desengaño. Aquí esperamos a Servelio, líder de Laguna Larga.

Tras dos kilómetros en una callejuela de tierra, se llega a la frontera, una línea aplanada, perfectamente identificable. Es como si alguien hubiera pasado un enorme rastrillo en la selva. Sobre esa línea, a lo largo de unos 500 metros, como si fuera un improvisado campo de refugiados, están esas 500 personas, 200 niños entre ellas.

Si las viviendas en La Revancha pueden llamarse chozas, estas no pasan de champas. Pedazos de basura hacen de casa: plástico, madera, lámina, un trozo de sombrilla.

Aquí, a diferencia de La Revancha, no hay tierra. De un lado, del guatemalteco, los soldados se quedaron en la laguna, a unos dos kilómetros de esta frontera, para evitar que esta gente vuelva. Del otro lado, del mexicano, las autoridades no los dejan establecerse dentro del territorio. Esta es gente sin país: no pueden volver por el suyo, porque es área natural protegida; no pueden avanzar en el otro, porque no es el suyo. Para sobrevivir, dan unos pasitos hacia México y alquilan tierras a los habitantes de El Desengaño. A 1.000 pesos (unos 50 dólares / 46,5 euros) la hectárea por cosecha. La cosecha buena da unos 500 kilos. Cada kilo se vende a cuatro pesos (0,20 dólares / 0,18 euros). O sea, 2.000 pesos con suerte.

En La Revancha se cosecha para comer. En Laguna Larga se cosecha para ver si la cosecha sale buena y así poder comer.

“Usurpadores de tierra, taladores de montaña, escarbadores de ruinas, narcotraficantes, traficantes de madera, grandes terroristas. Siendo nosotros unos campesinos”, recuerda Servelio con rabia todo lo que las autoridades han dicho de ellos. Cuando habla de aquella noche de 2017 en la que se acurrucaron bajo la lluvia con sus hijos en este infame lugar, cuando recuerda el día siguiente cuando veían humear sus casas a lo lejos después de que el Ejército las incendiara, Servelio llora.

Internarse en Lacandón y en Laguna del Tigre no me permitió encontrar narcotraficantes, pero sí encontrar a quienes no lo son, a pesar de llevar años acusados de ello. Para hallar a los grandes terratenientes de la selva no es necesario hundirse en el barro. Hay fotos de satélite de grandes extensiones cercadas, cientos de caballerías. Las denuncias de esto y las fotos de pistas clandestinas captadas en recorridos aéreos son conocidas desde hace décadas. En 2004, Prensa Libre, el principal diario impreso de Guatemala, titulaba en su portada: Tierra sin ley, presentaba Laguna del Tigre como un “paraíso de narcos” y hablaba de 15 avionetas destruidas por los propios traficantes en diferentes puntos. En junio de 2017, Plaza Pública lanzó su reportaje Temporada de desalojos en la Laguna del Tigre. Durante el sobrevuelo y un recorrido terrestre en el que participó, el periodista pudo ver “grandes fincas cercadas, camiones cargados de ganado, mansiones con pórticos ostentosos”. Incluso, a 25 metros de un pozo petrolero de la empresa Perenco y a seis kilómetros de un destacamento militar de selva, encontró una pista de aterrizaje clandestina.

Desde el cielo puede verse que en esta selva hay terratenientes y aterrizajes. Desde el suelo puede entenderse también que hay gente tratando de sobrevivir.

Una mujer me detiene mientras camino por en medio de Laguna Larga. Me pide que entre a su champa, me cuenta su problema y luego me pide un favor. Cuenta que su marido se fue hace un mes de Laguna Larga hacia Estados Unidos, como indocumentado. Lo atraparon en Caléxico, California. Desde hace una semana, ella sale cada noche hacia El Desengaño, donde hay señal telefónica, a esperar la llamada de él. Hace dos días la llamada llegó. Él ha oído en el centro de detención que hay gente a la que dan refugio si su vida estaba en riesgo en su país. Este es el favor que ella me pide: “Usted es periodista. Tome una foto de aquí y mándela allá para que suelten a mi marido, mande esa prueba de que somos bien pobres y no tenemos ni para comer”. Le explico que el asilo no se concede por pobreza. Piensa un rato y pregunta: “¿Ni por ser así de pobre?”.

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Viaje por la frontera perdida

[Consulte todos los capítulos de Frontera sur]

Sobre este proyecto

La frontera desconocida de América

José Luis Sanz / Javier Lafuente

Ha sido ignorada por décadas. La franja de tierra que conecta México con Centroamérica no tiene la fotogenia de un muro, ni la leyenda que el cine y los medios estadounidenses han dado al río Bravo o los desiertos de Arizona. Se la ha tratado como una frontera latinoamericana más: desordenada, salvaje, porosa y silenciosa. Pero se trata de la línea divisoria que más personas cruzan cada día en el continente americano; una de las más transitadas del mundo. Es cruce obligado para los cientos de miles de centroamericanos que caminan hacia el norte. Más de 120.000 migrantes han sido detenidos en México cada año en el último lustro. Se estima que un 90% de la cocaína que llegará a Estados Unidos ha tocado en algún momento suelo centroamericano antes de burlar la frontera con México. Es una torpeza hablar de migración, de narcotráfico, de esta región entera, sin adentrarse en este límite.

Un conocimiento raquítico se cierne sobre dos fronteras separadas por unos 5.000 kilómetros. La lejanía de Estados Unidos agrava el desinterés por la línea del sur: una frontera remota que no se puede contar en ciudades, sino en aldeas, ejidos y caseríos; que no se relata en la voz de gobernadores, sino de alcaldes, líderes comunales, militares, campesinos y coyotes. Para entender esta línea hay que perderse en veredas de tierra.

Son 1.138 kilómetros delineados por el cauce del río Suchiate en su camino hacia el Oeste, al Pacífico; el Usumacinta que cruza la frontera entre Guatemala y México en busca del Golfo; y desdibujada por la selva guatemalteca a medida que busca el Caribe. Una frontera de orografía complicada y de difícil acceso en buena parte de su trazado. Algunos de sus municipios tienen su propio idioma y a veces sus propias leyes de silencio. Muchas de las comunidades más olvidadas – y agredidas – por el Estado guatemalteco, como los Queqchís o los Cakchiqueles, se refugiaron cada vez más en lo recóndito de esta frontera. Y otras poblaciones, como los menonitas de Belice, encontraron en el olvido de estas tierras el área perfecta para asentarse y construir una vida. En muchos de sus puntos, el Estado es un concepto difuso. Casi todas las políticas de seguridad de los sucesivos Gobiernos mexicanos en las últimas tres décadas han tenido como campo de operaciones este pedazo de tierra en el que Norteamérica se estrecha para convertirse en istmo, pero ni la implementación ni el fracaso de esas políticas mereció más atención que algunas frases sueltas. Hasta ahora, la frontera sur ha vivido y evolucionado alejada de los focos y las preguntas incómodas.

Las maniobras antimigratorias de Donald Trump han abierto una nueva etapa de protagonismo. Su presión para que México contenga de manera más agresiva el flujo de migrantes y su reciente acuerdo para que Guatemala se convierta en primer receptor de deportados para el resto de la región centroamericana derivaron en la militarización de partes de la frontera. Del lado centroamericano del Suchiate, Trump encuentra un cómodo silencio: ninguno de los tres presidentes del triángulo norte centroamericano -que aporta más del 90% de migrantes que cruzan la frontera con México- ha hecho un reclamo público a los Gobiernos estadounidense y mexicano por su pacto de empezar “el muro” del norte en esta franja del sur.

También la construcción del “tren maya”, con el que el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere conectar desde Cancún hasta Palenque, pasando por Tenosique, promete transformar la zona. En ambos casos es incierto el impacto que las nuevas políticas tendrán, no solo en la ecología de la zona sino para los ecosistemas migratorio, laboral y criminal de esta parte del continente americano. La frontera sur de México es una incógnita en rápida mutación.

EL PAÍS y EL FARO nos hemos unido para tratar de destripar este territorio y verterlo en relatos. Como parte de la alianza que iniciamos en abril para contar Centroamérica fuera de sus fronteras, durante los próximos seis meses equipos conjuntos de periodistas de los dos medios, más de 20 personas en total, trabajarán para desvelar las identidades, conflictos y preguntas que esconde esta zona, para narrarla por entregas y en múltiples formatos.

Es una apuesta arriesgada, no solo por la compleja realidad que pretendemos mostrar sino también por las características propias de la zona, una de las más olvidadas y una de las más violentas del planeta.

Aspiramos a ahondar en lugares que, a priori, creemos conocer, como Tapachula o Tecún Umán; al tiempo que penetramos en otros más inhóspitos y recónditos como Xcalak, Ixcan, Bethel o Laguna del Tigre. Trataremos de ilustrar un mosaico formado por indígenas mayas, comunidades garífunas y misquitas, o blanquísimos asentamientos menonitas; por flujos humanos que arrancaron en Centroamérica, África o Asia; por largas extensiones de cultivos legales e ilegales; por pobreza, desigualdad, poderes políticos indefensos y grupos armados en constante recomposición; por países que se deshacen allí donde se encuentran.

Capítulo 3 de Frontera Sur, próximamente.

Créditos

  • Dirección del proyecto: Javier Lafuente, José Luis Sanz
  • Coordinación: Guiomar del Ser y Patricia R. Blanco
  • Edición: Óscar Martínez, Jacobo García
  • Diseño e Infografía: Fernando Hernández
  • Front-end: Nelly Natalí
  • Textos: Jacobo García, Óscar Martínez, Roberto Valencia, Elena Reina, Carlos Martínez y Carlos Dada
  • Vídeo: Teresa de Miguel, Héctor Guerrero, Gladys Serrano, Mónica Gonzalez
  • Foto: Héctor Guerrero, Fred Ramos, Mónica González, Víctor Peña, Gladys Serrano
  • Edición de Imagen: Héctor Guerrero
  • Redes Sociales: Anna Lagos
  • Edición de textos: Ana Lorite
  • Edición y grafismo de vídeo: Sonia Sánchez Carrasco, Eduardo Ortíz
  • Edición de audio: Teresa de Miguel
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