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LA COCAÍNA QUE LLEGA DEL MAR
El último hombre de México vive en un lugar ubicado en 18 grados 12 minutos y 9 segundos latitud norte y 87 grados 50 minutos 36 segundos longitud oeste. Ahí pueden encontrarlo, haciendo casi siempre vida en la azotea. La casa de don Luis tiene enfrente el mar Caribe y todo lo demás, hacia donde mire, es manglar. Si camina cinco minutos a la derecha estará en el extranjero, pero si lo hace hacia la izquierda durante una hora, llegará a Xcalak, la primera comunidad de México.
Don Luis es un hombre fibroso, de cabello oscuro y bigote, de 58 años, que vive en una casa abandonada en una de las fronteras más absurdas del mundo. Un trozo de tierra en el sureste de 99 kilómetros dividido en dos partes con una base militar en medio. El Norte, de México, es un área despoblada de 62 kilómetros y el Sur, de Belice, tiene 37 kilómetros y no cabe un turista más.
El último hombre de México no tiene electricidad, agua corriente ni acceso por tierra a su casa. Tampoco tiene refrigerador, televisión ni ventilador, y su viejo celular capta, solo a veces, la señal de Belice. Pero sabe cosas que parecen imposibles para el resto de mortales, como pescar con el cordón de un zapato, desalar agua de mar, sembrar en la playa o extraer con la boca el veneno de la nauyaca, una de las serpientes más temidas.
Luis Méndez nació en Mérida (Yucatán) y fue funcionario estatal hasta que un conocido le propuso convertirse en guardés de la finca. Tres años después de haber llegado al último rincón del país, ha aprendido que todo lo que viene del mar sirve: un trozo de cuerda para arrancar la propela (hélice), la suela de un zapato para hacer una bisagra, la tapa de un refresco para asegurar un clavo.
Acompañado de Canelo, un braco húngaro color café, don Luis sale a pasear cada día cuando nace el sol. Antes lo hacía sobre la arena, pero ahora ambos se mueven con soltura sobre una fétida alfombra de sargazo, el alga que invade el Caribe y provoca un insoportable olor a huevo podrido en la orilla. El día que lo acompaño, sobre el tapiz marrón, cubierto de latas, chanclas, botes de cloro, tapones o envases de patatas fritas, hay también cientos de bolsas de plástico del tamaño de la palma de la mano. Todas iguales y semiabiertas, con restos de polvo blanco y agua de mar.
Don Luis se despierta cada mañana frente al segundo arrecife de coral más grande del mundo, sin embargo camina con los ojos puestos en el suelo. Él dice que solo sale a comprobar que todo está en orden, pero durante el paseo escucho por primera vez un verbo nuevo: “playear”, la incansable búsqueda de ladrillos de cocaína lanzados junto a la orilla por las avionetas. No playear aquí es como no ser católico en el Vaticano.
“playear” (v): buscar ladrillos de cocaína lanzados junto a la orilla por las avionetas
El Robinson del Caribe es un hombre afable que solo se pone los zapatos para recorrer la playa, capaz de reconocer todos los tipos de motor que pasan frente a su casa solo escuchando el zumbido. Y lo demuestra:
— “La avioneta hace groooooongggg”, ejemplifica, de forma continua y prolongada. “Pero la lancha de 15 caballos hace brrrrrrrrrrr, pausa, brrrrrrrrrrr, y otra pausa para quitar el sargazo de la hélice”, aclara. “El de 40 caballos, ñeeeeeeeeee”, dice moviendo de lado a lado el puño cerrado en el aire como si fuera el acelerador. “Y el de 75...”, igual que el anterior pero más grave y con la O. Y así, uno a uno, hasta el de 100 caballos, despliega una variada orquestina gutural.
También puede identificar los chiflidos que llegan desde el mar por la noche. El de “vienen”, “apúrate” o “vámonos” o si los hace el Gavilancito, la Zorra, el Pelón, el Guanaco…
El último hombre de México no tiene Netflix, pero solo tiene que sentarse en su balcón para ver las carreras de lanchas, las persecuciones de la policía o el paso de las avionetas clandestinas. “Había tanto mosco que tuvimos que prender unos cocos (y hacer humo) para no meternos en la habitación”, dice recordando la escena de ayer, cuando se sentó con su mujer, Norma, a disfrutar la película de la noche.
El Caribe es el mar comprendido entre 1.061 islas de 32 naciones. Una región y una cultura propia que Gabriel García Márquez describió como el único país que no es de tierra, sino de agua.
Menos lírico, para los mexicanos el Caribe son los 1.176 kilómetros de litoral comprendidos entre la casa de don Luis y el cabo Catoche, en la punta de Yucatán. La costa incluye lugares como Cancún, Playa del Carmen, Cozumel o la Riviera Maya, o lo que es lo mismo, el 35% de los ingresos turísticos del sexto país que más visitantes recibe del mundo. El motor de una industria que supone casi el 16% del Producto Interior Bruto (PIB) de México.
Para Xcalak, a 412 kilómetros de todo eso, el Caribe y los vientos y corrientes que lo comunican entre sí, también son su forma de vida. Ubicado en el extremo sur de Quintana Roo, a dos horas de Chetumal, es un espectacular poblado de palmeras, aguas turquesa, dos faros y una laguna. El urbanismo de Xcalak son tres calles de arena paralelas al mar y otras tres que las cruzan, pero si hubiera que ilustrar el paraíso aparecería siempre esta comunidad de 300 habitantes donde casi todos son familia y se conocen por el apodo.
Sus playas son también el destino final para cualquier cosa de valor que caiga en el Atlántico, principalmente la cocaína arrojada por las avionetas colombianas, lo que aquí se conoce como “bombardeo”. Un método por el cual las avionetas envían a tierra las coordenadas y acto seguido las lanchas acuden al lugar. Pero no siempre da tiempo a recoger toda la carga y los paquetes que se extravían pueden aparecer días después envueltos en cinta canela, flotando en el mar, atorados en la orilla o enredados entre el manglar. Otras veces, los ladrillos son arrojados por las lanchas rápidas que llegan desde las islas cercanas y que, en su intento por borrar evidencias y ganar velocidad huyendo de las patrulleras, lanzan la carga al mar.
Cristóbal Colón no habría llegado jamás a América de no ser por los vientos alisios, esas brisas regulares causadas por la rotación de la Tierra que llevan viento en popa hasta el otro lado del océano y se recrean en el Caribe. Gracias a ellos da igual en que parte de este mar se arroje cualquier cosa, que, tarde o temprano, tiene muchas posibilidades de terminar en Xcalak. Desde que vive aquí, en el tramo de sargazo que cuida don Luis han aparecido una muñeca haitiana, una botella de Dominicana o un trozo de madera de África.
Dirección de los vientos alisios
“En este pueblo, playear es una profesión que se enseña a los jóvenes como quien enseña a pescar”, explica don Luis. “¿Qué otra cosa puedes transmitir a tus hijos si dedicas toda tu vida a faenar o vender cocos y de un día para otro el vecino se construye una casa o aparece con camioneta nueva? Aquí los jóvenes son los primeros que aprenden que el futuro no está en trabajar, sino en buscar, encontrar y comprar pronto una lancha para seguir buscando. Un día puede aparecer marihuana pero, tal vez, uno o dos años después puede que encuentres la cocaína que te saque de la pobreza”.
Hace mes y medio, a finales de febrero, don Luis tuvo que salir unos días a la ciudad. Cuando regresó a Xcalak no necesitó que nadie le dijera que durante su ausencia había caído un cargamento. “Me enteré que un vecino contrató un conjunto (musical), que otro invitó a cerveza a todo el pueblo, que otro apareció con moto nueva”, recuerda.
Uno de los que ayer pasó huyendo de la policía beliceña frente a la casa de don Luis era El Guanaco. Era noche cerrada cuando escuchó su Yamaha cortando la bahía. El Guanaco es un tipo rudo y desconfiado que fuma marihuana sin parar. Como su apodo indica, nació en El Salvador y a sus 33 años tiene más vidas de las que caben en estas líneas. Dice que salió de San Salvador cuando las pandillas estaban a punto de matarlo. Después huyó a Belice, donde trabajó en los campos de los menonitas, los ultraconservadores cristianos que habitan la frontera, hasta que se refugió en Xcalak, el último sitio donde preguntarían por él.
El Guanaco es atlético, tiene la piel morena y varios tatuajes en el pecho y en la espalda. Pero hoy está cansado de sus correrías de anoche huyendo con unas langostas. En Xcalak la captura del animal está en veda, así que se desplaza hasta aguas beliceñas donde hay menos vigilancia. Y pocos tipos son capaces de hacerlo como él. Desciende seis metros a pulmón por la noche pero deja el motor de la lancha encendido por si tiene que irse antes de lo previsto. Cuando sube, lo hace dando giros sobre sí mismo iluminando con la linterna por si llegan los tiburones.
Cuando recuerda la ‘película’ de anoche, se nota que lo que más le divierte es robarle en su cara a los beliceños, “pero ¡ojo!, que esos tiran con bala”, dice con la risa floja de la hierba, en referencia a la policía del país vecino.
Así que hoy mete con pereza el remo en el agua pero sin apartar la vista de cualquier cosa que flote. “Toca paquetear, es la lotería de los pobres”, ríe de nuevo, “nunca sabes donde aparecerá el ladrillo que te cambiará la vida”. “Paquetear”, la continua búsqueda de droga en el mar, y segundo verbo autóctono que anoto en la libreta.
“paquetear” (v): buscar droga en el mar
Mientras mueve el remo con aires de gondolero, el Guanaco recuerda aquel día, de hace cinco años, cuando se encontró un hermoso paquete de cocaína: “Estaba ahí, delante”, dice señalando un trozo de mar, tan azul y cristalino como cualquier otro. Íbamos tres y encontramos 25 kilos que nos repartimos. Me tocó un millón de pesos (50.000 dólares), jamás había visto tanto dinero junto. Con eso amueblé la casa, me compré una moto, otra a mi esposa…” recuerda. “Normalmente, la gente enloquece y hasta tira el dinero al aire pero yo, que he sufrido carencias, no. Al final el dinero me duró menos de un año”.
Además del viento, el nuevo aliado de los pepenadores (recolectores) del Caribe es el sargazo, que deja en la orilla un tupido manto vegetal que afea el lugar, daña los corales, deja sin oxígeno a los peces y espanta al turismo. El alga que se extiende por el Caribe y angustia a México, Panamá, República Dominicana y Florida, pero no así a quienes se aprovechan de las corrientes. “El movimiento que hacen los bancos de sargazo en el agua señala por dónde va la corriente y nos ayuda a saber en que parte de la orilla pueden aparecer los paquetes”, dice.
El Guanaco recibió un montón de golpes hace dos semanas. Por sus nudillos, en carne viva, se deduce que se defendió como pudo pero fue una paliza en toda regla. Diez personas, entre ellos el alcalde, le patearon hasta dejarlo molido. Y por los silencios en su narración, da la sensación de que se pasó de listo. Estaba trabajando para uno de los capos locales, o lo que es lo mismo, cobrando por playear y buscar en el mar y, por tanto, utilizando la lancha, gastando gasolina y recibiendo algo de dinero adelantado, pero dejó a su patrón y se puso a trabajar para otro.
— ¿Cocaína? ¿crack?, ¿marihuana? La oferta del abarrotero tatuado no deja lugar a duda, cuando pido un six de cerveza.
En un puñado de tiendas del pueblo, además de cerveza, venden cocaína “mojada” (salida del mar) a cinco dólares una bolsita del tamaño de una uña. Por mucho menos es posible comprar una cantidad similar de crack.
En Xcalak la receta local no es el pargo al mojo de ajo, sino la forma de cocinar la cocaína humedecida que llega del mar, un proceso que el muchacho moreno me explica sobre una moto con un galón de gasolina entre los pies. “Se coloca todo al fuego en una olla grande y se cocina a fuego lento. Hay que moverla continuamente hasta que se evapore el agua y sin quemarla. Después se pone sobre una tabla y vas cortando la cocaína con un cuchillo grande. Los grumos se van deshaciéndolos con una cuchara”, detalla. Para obtener el crack se cocina al baño maría con bicarbonato de sodio. Por un kilo salido del mar se pagan unos 200.000 pesos (10.000 dólares).
Según los expertos, los carteles de Sinaloa, del Golfo y Jalisco Nueva Generación (CJNG) controlan Cancún, la Riviera Maya y la franja costera de Quintana Roo. Los Zetas, que años atrás extendieron el terror por todo el país, han perdido poder pero conservan pequeñas células en las zonas turísticas. En el resto de la región han proliferado carteles pequeños, casi familiares, que colaboran en el trasiego.
La mercancía que sale de Xcalak se entrega en Chetumal y de ahí viaja hacia el norte o a Cancún, la tercera ciudad donde más cocaína se consume del país, según la encuesta nacional de adicciones. En la otra dirección, por una buena carretera, desde la capital de Quintana Roo se tarda unas 12 horas a Veracruz y otras tantas a Bronswille. En solo 24 horas ese kilo deja de valer 10.000 dólares en Xcalak y pasa a costar 60.000 en Texas.
Los restos de dos pecios sobresalen del agua frente al muelle. Muchas embarcaciones con quilla fracasaron en su intento por llegar a Xcalak obviando la barrera coralina. Algo que solo puede lograrse por un único punto; con la embarcación alineada con los dos faros, un rumbo 283 verdadero y dejando el muelle a babor.
En las calles de Xcalak también son visibles los restos de tiempos mejores. Los años en que tenía 3.000 habitantes, astillero y hasta una sala de baile. Por aquel entonces, del muelle salían ingentes cantidades de caracol de mar, huevos de tortuga, langosta o tiburón para exportar. Una época en que Xcalak “era más grande que Chetumal”, aclara don Melchor, un anciano de 75 años, con el acta de nacimiento número 2, que lo acredita como el más viejo del lugar. Aquello duró hasta 1955, cuando el huracán Janet barrió todo y mató a una tercera parte de la población. "En esa época había mucha gente descargando en el muelle. Incluso había fábrica de hielo y un cine”, recuerda señalando una calle vacía.
Desde entonces, el pueblo vive de las tres pes, “paseantes, pesca y paquetes”, ironiza El Guanaco. Los paseantes que llegan hasta aquí para practicar el fly fishing o en busca del buceo más exquisito se alojan en seis hoteles destinados al turismo internacional, con precios de 120 dólares la noche, que dan trabajo a unas 40 personas. “Pero la pesca cada vez deja menos y los turistas no llegan, así que hay que esperar a que el mar envíe la suerte”, añade.
“El trabajo principal de este pueblo siempre han sido los cocos, el caracol de mar y la langosta. Pero hay largas épocas de veda y cuando en el año 2000 se convirtió en Reserva Natural se limitaron aún más las posibilidades”, se lamenta el farero, José Miguel Martín, de 55 años, subido a lo más alto del enorme foco de luz.
Desde la punta de la construcción, a unos metros del cuartel de la Marina, se ve con más claridad el ir y venir de motos conducidas por adolescentes, que cargan bidones de gasolina en dirección a los campamentos donde pasan las horas esperando, buscando y cocinando. “¿Cómo le digo a mi hijo que no vaya, si todos sus amigos en eso andan?”, acepta resignado el farero.
Él y su faro, la capitanía de puerto, la Comisión Nacional de Áreas Protegidas (Conanp) y una base de la Marina con 10 soldados, son la única presencia del Estado en el lugar. Paradójicamente, la institución más temida y odiada en el pueblo no son los soldados sino la Conanp. Sus cuatro delegados luchan con más entusiasmo que medios para que se respete la veda, impedir la pesca furtiva o que se dañe la barrera coralina. Como el municipio no tiene policía, cada vez que detectan alguna ilegalidad recurren a los soldados. Y eso, claro, son palabras mayores. En Xcalak da más miedo pescar en tiempo de veda que revender un kilo de cocaína.
Según la Marina mexicana, cada dos días una avioneta de Colombia y Venezuela cruza el espacio aéreo de Quintana Roo. El general Miguel Ángel Huerta, encargado de la vigilancia del litoral caribeño, reconoció a los medios que en los primeros cinco meses de este año se han detectado al menos 100 vuelos operados por los carteles de la droga.
— ¿Y son grandes las fiestas de tu pueblo?
— ¿Conoces Ibiza?, responde prepotente El 75, influenciado por todo lo que sale en MTV y la televisión por cable, el servicio más eficiente del pueblo. Para el chamaco de 24 años, la mejor fiesta del mundo es celebrar con pedas de tres días y disparos al aire la llegada de Semana Santa o que un vecino “paquetió”
A Joaquín lo apodan El 75 porque es cabezón y tiene las piernas muy largas como el motor de 75 caballos. El chico intenta ser formal en sus paseos con los turistas; llena de agua y refrescos la pequeña hielera, carga con las gafas y las aletas, les enseña las mantarrayas y los manatíes y les ofrece poner y quitar las veces que haga falta el toldo de la embarcación. Pero cuando estos no llegan se une a su grupo de amigos “y busca en el recale”. "El recale", tercer neologismo que anoto.
“recale” (s): acumulación de algas en la orilla
Joaquín cuenta que su tío se encontró hace algunos años uno de estos ladrillos pero el golpe de suerte terminó arruinándole la vida. “Porque no sabe leer ni escribir y le engañaron dándole no más 70.000 pesos. Luego no tuvo cabeza y gastó todo en alcohol y en pendejadas que lo dejaron aun peor”.
El 75 maneja con destreza el GPS, el motor y los cabos, pero lo que le avergüenza, lo que de verdad le hace sentir mal, es que no sabe utilizar los cubiertos para comer. Con la inocencia de un niño recuerda que recientemente vivió el momento más humillante de su vida cuando, durante una comida familiar, sus parientes se dieron cuenta que no sabía coger el tenedor ni usar el cuchillo para cortar la carne. Pero tiene otras habilidades: puede reconocer al instante a qué grupo criminal pertenece la mercancía “dependiendo de si trae grabada una calavera, un aka o un escorpión”.
Saliendo del pueblo está el cementerio de Xcalak, un terreno de arena de playa ganado al manglar. Todas las tardes, doña Silvia llega con un machete y una escoba y barre, corta, ordena y adecenta el lugar porque ahí tiene dos hijos enterrados. En el paraíso olvidado, el crack cuesta lo mismo que una Coca-Cola y una bolsa de papas fritas, y las consecuencias duermen en el cementerio. México registra un suicidio cada 20.000, según cifras oficiales, pero en este pueblo de menos de cien tumbas, hay al menos cuatro. Todos jóvenes. “En esta tumba hay un chico de 22 años que se ahorcó; en esa, uno de 23 que también se colgó; en aquella, otro de 25 que se tiró de una antena y en aquella otra…”, señala la mujer, mientras camina entre las lápidas del cementerio más bonito y triste del mundo.
Busco al delegado de Xcalak, un cargo similar al alcalde pero con menos competencias, para una entrevista. Al menos una decena de testimonios recogidos apuntan a Luis Lorenzo López y a su segundo como los capos del lugar en asociación con su compadre, el alcalde de Mahahual, la cabecera municipal. De ellos dicen que son los encargados de comprar, equipar y pagar los campamentos y la mercancía. El delegado tiene que salir del pueblo, explica, pero me remite al subdelegado, que vive al final de la calle.
A la sombra de las buganvilias y los cocoteros, dos familias amigas terminan de comer. Ríen, bromean y se sacan los restos de comida de la boca con el palillo dental. Una de ellas es la de Enrique Esteban Valencia y la otra, la del alcalde de Mahahual, Obed Durón Gómez. Sobre el mantel de cuadros hay restos de langosta y camarones y cuatro policías municipales aguardan de pie con el arma colgada del cuello. No tienen derecho a silla ni a comida familiar, pero interactúan con naturalidad con los hombres más poderosos de la región. Están a gusto.
¿Qué propone para el sargazo? ¿Quiere que el Gobierno envíe gente para su limpieza, como proponen los hoteleros?, pregunto al subdelegado.
“Que no vengan, esa no es nuestra solución, no, aquí no necesitamos que venga nadie”, contesta. Al subdelegado no le hace ni pizca de gracia la posibilidad de que comiencen a llegar cuadrillas de gente extraña a revolver las playas del pueblo.
¿Cómo atiende el problema narcotráfico y el hecho de que los jóvenes se dediquen a esta actividad?
“Yo no lo llamaría actividad. La gente es libre de caminar por donde quiera. No es un tema que nos incumba, hay autoridades para ello”, responde.
Pero es obvio que mucha gente se dedica a playear y su pueblo es un punto importante de entrada de droga.
“No sé de qué me habla. Es un tema que no nos incumbe”, contesta el alcalde y asiente su compadre.
¿Y los campamentos que hemos visto?
“No sé qué información trae usted pero no son campamentos. La gente necesita tierra para vivir y si no tiene pues hay que dársela”, dice el alcalde de Mahahual.
Muchas voces los vinculan con la compra de la mercancía encontrada en el mar.
“Pueden decir lo que quieran, llamarme narcotraficante o lo que quiera, pero lo que pasa es que estamos haciendo cosas y eso molesta”, protesta el subdelegado.
¿Qué cosas?
"Luchando por nuestros derechos, por dejar de estar abandonados y también contra la delincuencia".
¿Querrían que hubiera más policía? ¿Quieren la presencia de la Guardia Nacional?
“Mire, nosotros vigilamos a nuestra manera”, dice Obed Durán, que pasó de jefe de la policía a alcalde de Mahahual hace cuatro meses. “Y hay tres formas de resolverlo [si alguien crea problemas]. Primero, se le da una oportunidad y lo llevamos a un centro de rehabilitación sin golpearlo ni nada. Si lo vuelve a hacer, se le advierte y si se vuelve a pasar… pues un saco de cal y me evito muchos gastos”, dice con una carcajada tan grande que su compadre se incorpora y golpea la mesa.
¿Qué propone para el sargazo? ¿Quiere que el Gobierno envíe gente para su limpieza, como piden los hoteleros?, pregunto al subdelegado.
“Que no vengan, esa no es nuestra solución, no, aquí no necesitamos que venga nadie”, contesta. Al subdelegado no le hace ni pizca de gracia la posibilidad de que comiencen a llegar cuadrillas de gente extraña a revolver las playas del pueblo.
¿Cómo atiende el problema del narcotráfico y el hecho de que los jóvenes se dediquen a esta actividad?
“Yo no lo llamaría actividad. La gente es libre de caminar por donde quiera. No es un tema que nos incumba, hay autoridades para ello”, responde.
Pero es obvio que mucha gente se dedica a playear y su pueblo es un punto importante de entrada de droga.
“No sé de qué me habla. Es un tema que no nos incumbe”, contesta el alcalde y asiente su compadre.
¿Y los campamentos que hemos visto?
“No sé qué información trae usted pero no son campamentos. La gente necesita tierra para vivir y si no tiene pues hay que dársela”, dice el alcalde de Mahahual.
Muchas voces los vinculan con la compra de la mercancía encontrada en el mar.
“Pueden decir lo que quieran, llamarme narcotraficante o lo que quiera, pero lo que pasa es que estamos haciendo cosas y eso molesta”, protesta el subdelegado.
¿Qué cosas?
"Luchando por nuestros derechos, por dejar de estar abandonados y también contra la delincuencia".
¿Querrían que hubiera más policía? ¿Quieren la presencia de la Guardia Nacional?
“Mire, nosotros vigilamos a nuestra manera”, dice Obed Durón, que pasó de jefe de la policía a alcalde de Mahahual hace cuatro meses. “Y hay tres formas de resolverlo [si alguien crea problemas]. Primero, se le da una oportunidad y lo llevamos a un centro de rehabilitación sin golpearlo ni nada. Si lo vuelve a hacer, se le advierte y si se vuelve a pasar… pues un saco de cal y me evito muchos gastos”, dice con una carcajada tan grande que su compadre se incorpora y golpea la mesa.
Cae la tarde en Xcalak y una ligera brisa se levanta moviendo las palmeras y las embarcaciones. La traducción de origen latín de “alisios” lo describe como “un viento suave y amable” que los ingleses tradujeron como trade wings, los vientos del comercio. La facilidad de Xcalak para crear palabras ha logrado también en este caso refinar el término fusionando ambas definiciones.
LA CUARTA NACIÓN
El oficial del Instituto Nacional de Migración (INM) sale de la oficina con la mitad del uniforme reglamentario, el pantalón verde olivo y una camiseta blanca de tirantes. El agente mira de arriba abajo, se frota los testículos, se toca la barba canosa de varios días y vuelve a los testículos. Está sorprendido ante la aparición de alguien que no es menonita, ni negro ni habitante de La Unión.
La oficina de migración de La Unión, en Quintana Roo, aparece en la base de datos del INM como un inmueble de dos pisos, con aire acondicionado y una sala de atención al público. La realidad, a 1.396 kilómetros de la capital de México, es que es una mezcla de vivienda, garaje, oficina y gallinero, donde la tecnología más avanzada son un cuaderno, un ventilador y la mano en los testículos, ahora con la pluma.
“¿Va a pasar a Belice? Pero si ahí no hay nada”, se responde a sí mismo.
Lo que el agente llama “nada” es un país de 370.000 personas que hablan inglés y creole y que reconocen a la reina Isabel II de Inglaterra como cabeza del Estado. Además, a esa misma hora, de ese lado, se celebra el funeral de Henry, un buen tipo que murió de dos machetazos en la cabeza y al que sus amigos menonitas conocían como El Happy.
“Del otro lado no hay nadie para sellarte la entrada a Belice”, dice el oficial, “así que, si vas aquí cerca, pasa así no más”.
En el tiempo que dura la conversación, por este frondoso lugar de calor y moscas, han pasado de México a Belice, sin más documentos que levantar la ceja una pareja con una bicicleta, cuatro mujeres cargadas con productos de limpieza y un joven con la camiseta del FC Barcelona y una caja de cerveza. Y, en sentido contrario, una familia de menonitas y otro menonita más con su chófer negro. A 18 horas en coche de la capital, en la triple frontera que comparten México, Belice y Guatemala, el registro migratorio se resuelve por “tu cara me suena”.
La Unión es el último pueblo importante de Quintana Roo —importante quiere decir que tiene tienda de abarrotes, iglesia, una oficina pública (la del INM) y una base de la Marina— en el conocido como “camino blanco”, por ser uno de los lugares favoritos de la región para el paso de cocaína desde el Caribe hacia Estados Unidos.
Una carretera que avanza por el lado mexicano en paralelo al Río Hondo en la que hay más de 30 comunidades distribuidas en 100 kilómetros, donde la naturalidad fronteriza se impone al pasaporte. Una ribera que cientos de familias recorren y cruzan cada día para ir a clase, visitar a un familiar, enamorarse o comprar más barato, desde antes de que se llamara contrabando.
En Cocoyol, una de esas comunidades dedicadas a la milpa y a la caña de azúcar, me encuentro a Carmen Martínez, de 48 años, y José Jones, de 47, que bajan de un cayuco de madera que llega de Belice. Un trayecto que se cubre de una pedrada. El “matrimonio Jones”, como se presenta, personaliza la perfecta definición de mestizaje.
Él, beliceño, tiene la piel café, es robusto y musculoso y de profesión “yerbatero”, cura con plantas y raíces a sus vecinos enfermedades como la neumonía, el reuma o las picaduras de reptil. Ella, mexicana, es menuda, tiene los ojos profundos y vende ropa de segunda mano a uno y otro lado. Se conocieron cuando José cruzó para jugar un partido de fútbol. Se gustaron, se casaron y se fueron a vivir a Belice porque los salarios son mejores, pero llegan cada día a comer con la familia.
“Mi hija estudió el colegio en inglés del otro lado (Belice) y ahora trabaja en un hotel en Cancún”, dice Carmen, orgullosa de criar una hija en un mundo bilingüe.
Para cruzar de un lugar a otro “nadie controla el paso” pero a veces la Marina, “te lo pone complicado cuando, por ejemplo, traes un animal vivo, como un cochinito para Navidad, por lo que es mejor avisar antes a los soldados”, explica a pocos pasos de la base militar.
Sobre lo que le gusta de uno y otro país, critica la brutalidad que ha hecho tristemente famosa a la policía de Belice. “En México hay más cuidado por los derechos humanos. Hasta para la corrupción y las mordidas hay un ritual, pero en Belice les da igual y los agentes te extorsionan y te sacan el dinero delante de todo el mundo”, resume Carmen.
A lo largo de la ruta hay infinitos accesos sin control como el de Cocoyol. Pero si quiere “actividad” vaya a San Francisco Botes, sugiere otro joven que la describe como “la Tijuana de Río Hondo”.
Rodeada de un frondoso verde, en los límites de la Reserva de la Biosfera de Calakmul, la localidad, de 400 habitantes, nada tiene que ver con Tijuana. Sin embargo, acierta al describirla como el principal lugar de paso entre los dos países de mercancías, animales y personas sin control alguno. Cuando llego a media mañana al embarcadero de Botes, la sensación es que alguien apagó la música de repente. Y todos dejan de hacer lo que estaban haciendo con la llegada del extraño: el joven que descargaba cajas silba al cielo, el lanchero mira al suelo y la mujer que bajaba mercancía del pickup vuelve al carro y cierra la puerta para evitar preguntas incómodas.
Las fronteras entre pobres son un espacio práctico que tiene que ver con la supervivencia, el amor o el cochinito en Navidad. Donde el día a día se impone a los símbolos patrios. Un lugar de cruce e intercambio donde el lanchero es el taxista de Acapulco o Reynosa; el hombre que mejor calla y nunca pregunta si lo que transporta son campesinos, migrantes o armas.
La discreción es el mejor remedio en una zona donde, en el último año, cayeron entre los cañaverales una decena de ‘narcoavionetas’, según la prensa local que lleva el conteo de los hallazgos. Un remoto paraje donde el zumbido nocturno de las Cessna, las Rockwell o los Jet con las luces apagadas es un soniquete frecuente sobre la cabeza, que llega acompañado en tierra de una eficaz red de colaboradores que provee combustible junto a las pistas clandestinas. Cuando en marzo la Marina localizó la última avioneta, a pocos kilómetros de aquí, entre la maleza había también dos camionetas con mil litros de turbosina. El caso más reciente y descarado sucedió en diciembre, cuando una avioneta aterrizó suavemente a las 3:30 en el aeropuerto internacional de Chetumal. Cuando la seguridad del recinto reaccionó, los dos pilotos ya habían escapado saltando la barda y abandonado en la pista un Jet Hawker para 15 pasajeros con una tonelada y media de cocaína
“Claro que se escuchan avionetas a diario", me dice apoyado en la puerta de su oficina el agente de La Unión, que prefiere no dar su nombre por temor a represalias de sus superiores. "En este lado de la frontera pasa de todo sin que nadie haga nada. Pero no crea, lo gordo no cruza por aquí delante”, advierte cuando aparece un hombre con una caja de cerveza mexicana en cada mano caminando hacia Belice. “Ahí mismo”, señala con la barbilla “van y vienen los vehículos tranquilamente”, dice sobre el espacio seco en el rio que tiene delante, a 50 metros del cuartel.
Para el agente aduanero, cabreado con su institución y con la vida, el incremento de la actividad delictiva en la zona tiene que ver con el nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador.
Desde que llegó al poder en diciembre de 2018, el mandatario ha puesto en la mira al Instituto de Migración, al que su secretario, Alejandro Encinas, calificó “como el cuerpo más corrupto de México”, que es algo así como licenciarse cum laude de francés en la Sorbona. Desde entonces, han sido expulsados 67 funcionarios de su oficina en Chetumal y en lugares como Tapachula (Chiapas) la putrefacción era de tal dimensión que el gobierno, directamente, decidió cerrar la estación migratoria completa, dejando a cientos de migrantes en un limbo.
“Nos han humillado y ofendido. Nos han expulsado sin explicaciones a muchos compañeros y así no se vale”, protesta. El oficial extraña los tiempos de la mano dura cuando había “operativos sorpresa” y participaba en redadas para detener centroamericanos. Aunque las cifras confirman que esos tiempos han regresado —en los meses de abril y mayo de 2019 las deportaciones de migrantes fueron un 68% superiores a las de Enrique Peña Nieto en el mismo periodo del año anterior— el agente culpa del descontrol fronterizo a la política de “puertas abiertas” de López Obrador y a la llegada de caravanas de migrantes que, dice, "extienden virus y enfermedades por los pueblos que pasan”.
Al otro lado del río, del lado beliceño, dos enormes agentes negros sin camisa se parten de risa viendo una serie en la garita aduanera de Blue Creek. Es una austera caseta prefabricada con una mesa, una televisión y un sillón descosido en el que los gigantones siguen su capítulo favorito con la pistola y el mando a distancia apoyados en el descansabrazos.
“Si solo va a estar en zona de los menonitas lets’go, let’s go”, grita uno de ellos mezclando idiomas y agitando la mano en el aire. Sin apartar la mirada de la pantalla, el imponente negro abre la puerta a un nuevo mundo y una de las imágenes más contrastantes de la frontera.
A un lado, La Unión, el último pueblo de México es caótico, católico, rural, algo sucio, trabaja la caña de azúcar y bebe cerveza como si fuera agua. Al otro, Blue Creek, el primero de Belice, es conservador, eficaz, tecnificado, protestante, habla alemán antiguo y es imposible conseguir una gota de alcohol. Un desconcertante lugar que debía de ser de otra manera.
Repartidos por países como Canadá, México, Paraguay o Bolivia, los menonitas son una variante protestante surgida en el siglo XVI, con más de un millón de creyentes en América Latina. Una corriente pacifista que nació en lo que hoy es Suiza, Alemania y Polonia que ha vivido perseguida y emigrando por países como Francia, Rusia o Canadá desde su ruptura en 1536 con la Iglesia Católica y la Reforma Luterana.
Blue Creek no es un pueblo como tal, es una comunidad de 800 familias menonitas que viven en casas estilo estadounidense, con porche y tejado a dos aguas, dispersas entre campos perfectamente cultivados y comunicados entre sí por carreteras de pavimento e iluminación impecable. En Blue Creek, que tiene 20 kilómetros de punta a punta, no hay gente caminando, ni un papel en el suelo ni un borracho ni una plaza ni un Ayuntamiento ni un bar. Hasta donde se pierde la vista todo son mataderos de pollo y plantaciones de arroz, frijol, palma africana o caoba. En la única tienda del pueblo, que hace de banco y centro cívico, todos, blancos pecosos, casi transparentes, y algún trabajador salvadoreño, se saludan al cruzarse.
Blue Creek está hermanado con otras dos comunidades menonitas, Shipyard y Spanish Lookout, en las que viven unas 3.000 familias. Ambas de corte ultraconservador han renunciado a la electricidad y se mueven en carros de caballos.
Pocas fronteras en el mundo han dado tanto juego visual como la que separa a Estados Unidos y México. En lugares como Ciudad Juárez y El Paso o Tijuana y San Diego, las casas de lámina se levantan hacinadas frente a campos de golf trazados con escuadra y cartabón. A 3.600 kilómetros de distancia de esa frontera, en la que separa La Unión de Blue Creek, se repite la imagen: uno de los lugares más abandonados de México frente a uno de los más eficaces del mundo. En esta remota esquina se repite la escena de trabajadores mexicanos huyendo entre las plantaciones de arroz al vernos llegar, pensando que quienes aparecían no eran los periodistas de EL PAÍS y El Faro sino la migra beliceña para detenerlos.
Menonitas, el lunar blanco de la frontera
Al país caribeño los menonitas llegaron hace casi 60 años, con una mano delante y otra detrás, procedentes de Chihuahua (México). El Gobierno de Belice, cuando todavía se llamaba Honduras Británica, les dio en la última punta del país más de 85.000 acres (casi 35.000 hectáreas) de frondoso monte cubierto de ceibas, mangos y caobas de las que ya no quedan ni las raspas.
A cambio de tierras y de autonomía, se pusieron a producir como locos y hoy son el motor alimentario del país. Los menonitas producen el 95% del pollo que se come en Belice y el 80 % del maíz, arroz, frijol y sorgo. Paralelamente son un mundo aparte que opera con independencia religiosa, fiscal y educativa donde los niños reciben clase en alemán del medievo. Cuentan además con su propio sistema de salud, de policía, una red de carreteras y hasta una pequeña central eléctrica.
Pero el poder que ha ganado un puñado de familias que parecen recién desembarcadas de Europa Central, despierta desconfianza entre la clase gobernante de Belice, poco dada a las sorpresas económicas que no vengan de Gran Bretaña. “Somos conscientes de que provocamos recelo y envidia y quieren restarnos independencia”, admite Rubén Fonseca, alcalde de Blue Creek. Para intentar terminar con ello, el narcotráfico es también un buen argumento.
Las avionetas que entran por el Caribe encuentran en estos campos perfectamente labrados el lugar ideal para aterrizar y abastecerse y, desde enero de 2019, al menos una avioneta aparece calcinada cada mes en el pueblo, confirma Fonseca.
Rubén Fonseca es, además de alcalde, accionista de la poderosa Caribean Chicken, que produce un tercio de los pollos que come el país. Pero llega a la entrevista con las manos sucias del matadero, la camisa de cuadros manchada de aceite y las botas de trabajo. Pertenece a los menonitas modernos —los que usan celular, automóvil y descargan aplicaciones— y es padre de tres niños rubios que parecen salidos de un anuncio de perfume.
Fonseca admite que hay varios menonitas detenidos por narcotráfico y que el asunto daña la reputación de la comunidad. “Pero esto supera a nosotros y a los propios Gobiernos de los países. Cuando escuchar que se estrella avioneta no hacemos nada, dejamos quemar todo y ni metemos en eso”, explica en un exótico idioma que mezcla inglés de Hollywood, español aprendido con los campesinos y alemán de la época de Menno Simons, el fundador muerto en 1561.
“En los años 70 y 80 esto era una locura”, recuerda en referencia a los años en que el mexicano Amado Carrillo Fuentes, El Señor de los Cielos, o el colombiano Pablo Escobar descubrieron que las avionetas pequeñas eran la mejor forma para meter una tonelada de cocaína en México o Estados Unidos, volando tan bajo y sin luces, que no podían ser detectadas por los radares. “Aquello frenar en los años noventa, pero ahorita la zona ha vuelto a activar”, dice Fonseca, señalando la perfecta carretera de dos kilómetros que divide como el cuchillo a la mantequilla los campos de cebada. “Se han visto hasta dos avionetas repostar en nomás en un día”, explica.
Fonseca admite que el lugar es perfecto para una operación que se resuelven en cuestión de minutos: el piloto envía las coordenadas, una cuadrilla ilumina la pista con botes y trapos empapados en gasolina, la avioneta aterriza, descarga y en poco tiempo la mercancía está del lado mexicano rumbo a Escárcega y el Golfo de México, uno de los principales puntos de paso de drogas y migrantes.
Abraham Rempel, otro de los hombres exitosos de la comunidad, viste jeans y una camisa desgastada. Es piloto y el propietario de una de las empresas que fumiga los campos menonitas. Rempel reconoce que es tentador trabajar para el narco y conoce varios casos de pilotos formados por él de quienes nunca se ha vuelto a saber nada. Rempel explica que hasta Blue Creek llegan dos tipos de avionetas: “Las King Air, que cubren cortas áreas y aterrizan en pista de menos de kilómetro, y los Jet, con mayor speed pero menos autonomía, y que necesitan pista larga que solo encuentran aquí”, explica en su precario español.
“Al Happy no le habría gustado esto”, dice una de sus mejores amigas durante su funeral. Amortajado, metido en una caja y con el rictus blanqueado por el polvo de arroz, Henry, de 34 años, tiene el peor apodo para ser el protagonista de un velorio. Si se incorporara ahora mismo y echara un vistazo a su alrededor vería a una anciana quitándole las moscas de la cara con un plumero, otras cuatro llorando y cien hombres de negro repitiendo una oración mortuoria del siglo XVI. El trabajo de taxidermista de las ancianas impediría que se le vieran las dos brechas de machete en el cráneo.
En 1966 las comunidades menonitas del norte de Belice se dividieron entre Blue Creek y Shipyard, físicamente vecinas, pero socialmente diferenciadas. La primera, de unas 800 familias, eran partidarias de la modernidad, las nuevas tecnologías y la industrialización del campo. Las segundas, de unas 3.000, optaron por la línea ortodoxa, y ni la compañía eléctrica ha podido llevar la luz al pueblo.
En Shipyard utilizan ruedas de hierro, velas para iluminarse, leña para cocinar, animales para trabajar el campo y la música está prohibida. No hace falta decir que en el lugar más aburrido del mundo no hay un cine, una biblioteca ni un parque, y el principal delito de la juventud es utilizar el celular a escondidas. De todo esto había huido El Happy hace muchos años cuando conoció gente que tocaba la guitarra o escuchaba la radio, recuerda su amiga frente al ataúd.
La llegada al funeral es un viaje en el tiempo, la escenografía perfecta de una película de época. Decenas de carros tirados por caballos esperan a la entrada. Fuera, aguardan un montón de niños muy blancos, rubios, bien peinados y vestidos con petos. No gritan, no juegan, no corren y no tiran del pelo al resto de niños. Visten camisas de manga corta a las que les cosieron dos mangas extra para que hoy fuera de manga larga. Las mujeres usan tocados y largos vestidos negros de fieltro con medias, sin importar los 40 grados de temperatura. Dentro, los hombres de tirantes y camisa abotonada hasta el cuello, con los cachetes rojos por el sol y las manos grandes del campo, recitan junto al cadáver pasajes del Gesangbuch, el libro de oraciones.
Nadie quiere explicar qué pasó con El Happy. Solo se sabe que recibió dos machetazos en la cabeza y que después apareció abandonado en un canal de riego. Si andaba metido en líos de drogas, si fue la borrachera o su mala cabeza nadie quiere hablarlo ni investigarlo ni saberlo.
Mientras tanto, el soniquete fúnebre entra en su sexta hora sin alteración de ritmo ni cadencia. El silencio menonita extiende su manto. Su supervivencia va en ello.
MIEDO EN TIERRA FIRME
El taxista mueve el volante del viejo Toyota por Puerto Barrios con los brazos rígidos como bates de béisbol y sin apartar la vista del espejo.
“Mire, no estoy para pendejadas”, vuelve a musitar al pasaje entre dientes.
La puerta no cierra, el cristal delantero tiene dos grietas unidas con cinta canela y del hueco de la radio asoman un puñado de cables. Pero Adrián me exige que no cierre de golpe, pagar con cambio y no dañar con los pies las vestiduras de un vehículo que parece salido de la zona cero de Alepo.
El conductor suda mucho y solo aparta la mirada del espejo para frotarse la cara con la manga de la camiseta. El único gesto amistoso de la tarde es para otro taxista, a quien le dedica un toque de claxon y un movimiento con la mano cuando se cruzan. La simpatía caribeña jamás subió a este taxi y el hombre se enfada un poco más por lo que considera un rumbo absurdo. Y, en realidad, lo es.
Los dos hombres que acaban de intercambiar saludo y claxon participaron hace tres meses en una paliza multitudinaria en la que, a pocas calles de aquí, fueron apedreados y pateados hasta la muerte dos malandros. El lunes 18 de febrero de 2019 ambos taxistas formaban parte del grupo de entre 500 y 700 personas que aplaudieron la llegada de la traca final como la caída del telón tras un espectáculo.
Ese momento llegó casi a las nueve de la noche, cuando después de recibir todas las patadas imaginables, el espontáneo lanzó una cerilla sobre el cuerpo bañado en gasolina de Oliver González. Cuando del chico de 18 años ya solo quedaba un tronco carbonizado que daba espasmos en el asfalto, se acercaban a él para escupirle y gritarle “¡ratero!”. Desde más atrás, los menos violentos, gritaban “¡sí se puede!” y grababan la escena con su teléfono.
En la melé de al lado, los taxistas se cebaban con Víctor Reyes, de 19 años. Lo habían arrastrado de los pelos, saltado en el estómago y golpeado con una señal de tráfico y un ladrillo. La última media hora, la masa pateó la cabeza como un balón de rugby. La llegada de su padre tampoco frenó al medio millar de taxistas, vecinos y espontáneos. Cuando el anciano tomó un machete y se interpuso entre el muchacho y las bestias, su hijo era un guiñapo que agonizaba ensangrentado. Al hombre la valentía le duró lo que tardaron en gritar: “¡Quemen al viejo también!”.
Hace seis meses llegó a la ciudad la violenta pandilla Barrio 18 y comenzó a exigir a los taxistas el pago de cuotas semanales, explica en la comisaría el jefe de la policía. Así que, uno a uno, los líderes gremiales fueron recibiendo el aviso, siempre de la misma forma: un tipo desde una moto se coloca en paralelo al conductor y le lanza un teléfono barato y dice una frase: “Pilas, que ahí te van a hablar al rato”
Después de tres meses resistiéndose, finalmente los mil taxistas accedieron y pactaron una primera entrega a la pandilla de 150.000 quetzales (20.000 dólares), correspondientes al abono de 150 quetzales (20 dólares) por semana y coche. El pago era, en realidad, una trampa para atrapar a los extorsionadores cuando recogieran el dinero. Y lo lograron. Y los entregaron a la policía.
Pero los que querían más, los que pedían venganza y no justicia, empezaron a calentar la emisora interna y los grupos de WhatsApp diciendo que los iban a liberar por falta de pruebas. Entonces la gente comenzó a llegar a la estación de policía y a agolparse frente a la valla metálica. Y aquello fue subiendo de tono hasta que finalmente se llevaron de los pelos a los hampones para entregárselos a la multitud.
Tres meses después del linchamiento, al lugar ha regresado el bochorno y la naturalidad tropical. Por momentos, hasta el vehículo parece haberse contagiado de la calma chicha. Hasta que, a las nueve menos cuarto de la noche, el hombre que solo sabe regañar, frena en seco y suelta por fin todo lo que lleva dentro:
"Mire, amigo, yo por esas calles ya no voy. Y otra cosa, yo ya no le puedo trabajar más. Aquí terminamos".
¿Por?
"Por la hora", zanja.
Tras el linchamiento, la respuesta de la pandilla fue iniciar una cacería de taxistas. A través de un mensaje en Facebook firmado por El Barrio 18, la pandilla amenazó con matar “uno a uno a esos hijos de puta de taxistas” y anunció un toque de queda desde las siete de la tarde, bajo la amenaza de que acabarían con cualquiera que circulara después de esa hora.
La amenaza tardó poco en concretase, apenas unos días, y de las motos dejaron de salir teléfonos y empezaron a salir balazos a la cabeza. Un atentado cada 15 días que han dejado cuatro conductores muertos y otros dos más entre la vida y la muerte. Exigen la cabeza de los líderes de los taxistas. Cuando uno de ellos rechazó la entrevista, aquel hombre del tamaño de un armario lo hizo llorando. Llevaba tres meses sin salir de casa. “Los pandilleros me quieren matar, la policía me quiere detener y ya ni trabajo tengo para mantenerme”, sollozaba.
Antes de pisar el acelerador y despedirse con un gruñido, Adrián, que pidió cambiar su nombre a cambio de poder contar su historia, vuelve a secarse el sudor. Lleva dos horas sin perder de vista cada moto que aparece en el retrovisor. Ahora también suda el pasaje. Los finlandeses tienen 40 palabras para nombrar la nieve y los pintores reconocen 105 tipos de rojo. En la ciudad más sofocante de Guatemala, el calor también tiene muchas tonalidades.
Puerto Barrios, en la costa Caribe de Guatemala, entre Belice y Honduras, es la ciudad más grande del departamento de Izabal, a cinco horas en coche de la capital. Una ciudad hostil y polvorienta de unos 260.000 habitantes, que en los últimos años aparece siempre en el grupo de las diez ciudades más violentas de Guatemala. Es también cabecera municipal de lugares como Morales, el Estor o Livingston, donde la mística portuaria quedó sepultada por ingredientes más mundanos como el ir y venir de camiones, el narcotráfico y la corrupción. Una urbe de “clima enfermizo”, como lo definió la misión de exploradores enviada por el gobierno en 1902 para describir aquel remoto lugar con temperaturas de 40 grados y una humedad del 90%.
Puerto Barrios es una ciudad plana y difusa donde las calles terminan en el mar. El mercado es el centro vital de una mancha construida con viviendas a medio terminar de las que asoman varillas de hierro con una botella de refresco en la punta. En Puerto Barrios no hay una construcción de más de tres alturas, ni una escalera mecánica y los lugares de esparcimiento son Pollo Campero y el diminuto malecón donde los niños juegan a la sombra de los contenedores de Chikita, la multinacional bananera. La vida de Barrios gira en torno a dos puertos, uno público, Santo Tomás de Castilla, y uno privado, construido por la United Fruit Company, que dan empleo directo a unas 5.000 personas. Las principales calles son un continuo rugido de camiones sacando plátano, palma africana y níquel, 24 horas los 365 días del año, y metiendo plásticos de Colombia o vehículos siniestrados de Estados Unidos para la reventa.
Puerto Barrios podría haber sido un lugar paradisiaco, rodeado de selvas, bahías, islotes de arena blanca y aguas cristalinas, pero más de la mitad de las calles está sin asfaltar y el agua y la luz se van con la naturalidad con la que llegan las olas. En la puerta de Guatemala al Caribe es más fácil morir atropellado por un camión de 28 toneladas que por la caída de un coco en la cabeza.
Barrios es el remate feo a la única salida de Guatemala hacia el Atlántico. Un tramo de 148 kilómetros de costa entre Honduras y Belice, a seis horas de la frontera con México, clave en el trasiego entre Centroamérica y las islas del Caribe.
A la importancia del puerto se suma una topografía tan recortada como el encefalograma de un desquiciado. Infinitas entradas y salidas de la costa, camufladas por las palmeras, la caoba y las ceibas, que hacen de este lugar un punto obligado de escala y llegada de las avionetas y las lanchas en la revitalizada ruta de la cocaína que une el Caribe con México a través a través de Río Dulce y Petén.
A mediados de los años ochenta, más del 75% de la cocaína incautada que iba hacia EE.UU. era interceptada en el Caribe. Sin embargo, la región había perdido importancia desde la época del cartel de Medellín, cuando Pablo Escobar usaba el Cayo Norman en las Bahamas para que repostaran los aviones con destino a Estados Unidos.
El volumen de droga que pasa por el Caribe descendió hasta el 10% en el año 2010, según la DEA, la agencia antinarcóticos de EE.UU.
Sin embargo, el Departamento de Estado considera que la ruta vive una segunda juventud y en los últimos años se ha cuadriplicado el flujo de drogas gracias al protagonismo de República Dominicana y Venezuela.
Estados Unidos considera que por Guatemala pasa cerca del 80% de la cocaína que consumen y que el país centroamericano apenas captura el 0,5 %, según los datos proporcionados por el presidente Jimmy Morales, que ha calificado de “récord” las cantidades de droga incautadas desde que llegó al poder en 2016.
Ese mismo año, la conocida narcotraficante Marllory Chacón declaró en una corte de Florida que sus antiguos socios, Los Lorenzana, uno de los clanes familiares que han dominado tradicionalmente el narcotráfico en Guatemala, recibieron al menos cinco cargamentos de cocaína de entre una y dos toneladas en su finca de Puerto Barrios. La droga llegaba en lanchas rápidas desde Colombia tras una parada en Panamá para repostar. Gracias a aquella confesión Chacón, que había sido condenada a 12 años de cárcel en EE.UU. logró su libertad en marzo.
Puerto Barrios es también uno de esos lugares fáciles escogidos por los grupos criminales en EE.UU. para introducir armas en Centroamérica, la región más violenta del mundo. En 2016 y 2017 la agencia tributaria (SAT) reportó el decomiso de más de una decena de contenedores provenientes de EE. UU. y Panamá al puerto Santo Tomás de Castilla con fusiles, rifles, armas cortas y munición, lo que hace de Izabal el segundo Departamento donde más armas fueron incautadas en el país después de la capital, según el SAT.
En sentido contrario, Puerto Barrios es importante por la salida de miles de animales exóticos, el tercer negocio ilícito que más dinero deja después de armas y drogas. Una guacamaya roja de Belice o Guatemala, dos de los países con mayor biodiversiad del mundo, puede llegar a costar 3.000 dólares en el mercado negro previo acuerdo entre comprador y vendedor vía Internet, según la Wild Conservation Society (WCS).
“La geografía del lugar está muy cabrona y estas aguas están casi siempre en calma. Son ideales para moverse en la noche. Solo en el área que tenemos delante", dice el policía, señalando la bahía de Manabique, "hemos contabilizado hasta 98 accesos fáciles para las descargas. Y para vigilar todo esto, han comprado más patrullas sí, pero ni una barca, ni una moto”, añade mirando al fondo las luces de Puerto Castilla. El agente de Barrios, un oficial de rango medio con 15 años en el cuerpo, hastiado de tener que hacer él mismo los arreglos mecánicos a la patrulla, me acompaña a hacer una ronda nocturna de cabotaje a cambio de no mencionar su nombre.
Durante la misma entramos por una de las calles del barrio El Estrecho, donde la policía entra de refilón, no por violento, sino porque ni siquiera tiene motos para hacerlo por el barro. Construcciones al borde del mar, con calles de tierra y sin servicios básicos donde las familias pasan las horas en la silla a la puerta de casa. Con una mezcla de resignación y orgullo, el agente recuerda que a Puerto Barrios “le vale madre lo que pase en la capital, porque aquí miran hacia los países del Caribe con los que hace frontera”.
¿Es cierto que han llegado las pandillas como dice la versión oficial?, pregunto en referencia al Barrio 18.
"No, la mayoría son las bandas de siempre que van cambiando de nombre", responde.
A pocos kilómetros de Puerto Barrios, en las localidades de Río Dulce o en Livingston, cientos de jóvenes mochileros de todo el mundo ríen, beben y llenan los restaurantes turísticos. Pero Puerto Barrios ha quedado excluido de la privilegiada ruta y escupe al visitante. Pocos quieren quedarse en un lugar por el que pasan mil camiones diarios de 28 toneladas y en el que el único hotel decente es de la época de Tarzán, así que los turistas más valientes llegan al embarcadero y salen corriendo hacia el otro extremo de la bahía.
La tripulación de los buques, conformada por filipinos, liberianos o chinos, ni siquiera desciende para no ser asaltados. El trapicheo y la magia de los muelles, las cantinas y los burdeles fueron fagocitados por grandes grúas que vacían un carguero en seis horas.
El puerto Santo Tomás de Castilla es una miniciudad que opera 24 horas al día y genera 2.500 puestos de trabajo directos y otros tantos indirectos. Donde las grúas con sus enormes brazos se mueven frenéticamente de lado a lado levantando cajas que colocan una a una sobre las decenas de camiones que esperan en fila india.
Desde los años setenta, los puertos del Atlántico guatemalteco han sido utilizados como corredor de cocaína. Desde aquí se llega en seis horas por mar a Miami y la droga salía camuflada en contenedores de frutas, hortalizas o camarón. Era un negocio controlado básicamente por exiliados cubanos en Miami y en Guatemala, que contaban con la protección del ejército y de algunos empresarios locales comprometidos con la causa anticastrista. El trasiego de la droga en aquellos años hizo millonarios a empresarios guatemaltecos y cubanos en el país. Posteriormente el negocio quedó en manos de pequeños carteles locales, que se abrieron al tráfico de migrantes o animales, pero dependientes de los carteles mexicanos.
En una bodega del puerto, dos agentes antinarcóticos revisan un contenedor que llegó de Colombia. En su último informe sobre drogas (Emcdda) Europa alertó a principios de junio sobre el aumento en la llegada a sus costas de cocaína, cada vez con mayor pureza, en contenedores procedentes de África y el Caribe
Según datos de Naciones Unidas el 90% del comercio mundial se mueve en barco pero apenas se inspecciona el 2%, señala la organización que ha puesto en marcha un programa para reforzar el control, conscientes de que los puertos son el gran coladero.
“Revisamos casi todo lo que viene de Colombia, Venezuela o Panamá, dice uno de los agentes antes de ordenar que vuelvan a guardar la carga, tras comprobar que solo llevaba millones de vasos y platos de unicel para servir comida rápida.
¿Tienen escáner?, pregunto al agente
"No, aún no".
¿Y cómo hacen para revisar los casi 1.000 contenedores que se mueven cada día?
"Seleccionando países sospechosos como Venezuela, Colombia o Panamá", contesta
¿Cuántos perros tienen?
"Tres, pero solo uno ahora trabajando, se llama Molly", dice en referencia al pastor belga que juega con un trozo de hueso.
Puerto Castilla no cuenta con cámara de frío durante las inspecciones por lo que las compañías aseguradoras presionan con millonarias demandas contra el puerto en caso de que se dañe la carga, así que los agentes se limitan a revisar latas, plásticos o vehículos a un ritmo de unos 10 al día, casi 1% del total y entre los que se incluyen los sospechosos de fraude fiscal. De los 40 policías con los que cuenta el cuerpo, ocho están destinados a antinarcóticos, repartidos en tres turnos. Dos policías por turno para controlar el paso de mil contenedores diarios. Y Molly.
Los organismos internacionales consideran que cada vez hay más control en los puertos mexicanos y que el tráfico de componentes químicos para la elaboración de drogas se ha desviado a Guatemala.
El puerto Santo Tomás de Castilla ha estado operado durante décadas por el ejército y en los últimos años se ha convertido en el botín perfecto de la clase política gracias a la intrincada red de empresas, proveedores, clientes y operaciones que se mueven en un puerto por el que pasa el 30% del comercio del país. El anterior presidente, Otto Pérez Molina, y su vicepresidenta, Roxana Baldetti, fueron encarcelados en 2015, entre otras cosas, por elaborar contratos falsos para proveer de grúas, en el caso conocido como La Línea.
“Aquí no hay ausencia de Estado, hay saqueo, porque claro que están (los funcionarios y políticos) pero es para robar”, explica en su despacho, a pocos metros del puerto, una líder sindical que prefiere no dar su nombre por las graves amenazas recibidas.
Después de una larga entrevista sobre las maravillas de Izabal, el gobernador resopló. Durante una hora y cuatro minutos, Erik Bosbelli Martínez, sentado en su despacho de madera, había explicado que es el segundo Departamento más grande de Guatemala, que está “bendecido por Dios” por la gran cantidad de recursos naturales que alberga, que provee al Estado el 4% de ingresos en minas, turismo y puertos y que es el único Departamento que hace frontera con el Caribe.
El gobernador hablaba bajo un enorme cuadro del presidente Jimmy Morales y otro más de él mismo abrazado a su esposa. Pero cuando explica por qué han pasado cinco gobernadores por el cargo en menos de tres años, se esfuma la institucionalidad: “Es demasiado conflictivo”, resopla.
En contraste con México, el gobernador en Guatemala es una figura decorativa sin apenas presupuesto que reconoce que el máximo legado que aspira a dejar durante su gestión es el Río limpio. Las pandillas y los emigrantes de Honduras son el problema más grave que ha tenido que enfrentar desde que hace siete meses llegó al cargo.
¿Están las pandillas detrás de la muerte de los taxistas?, pregunto.
"Sí, bueno, ellos y los migrantes hondureños que pasan en las caravanas cerca de aquí, por Corinto", responde.
¿Los migrantes o las pandillas?
"Bueno, son migrantes que quieren ser pandilleros".
Pero son cosas distintas...
"Bueno, sí, mejor pregúntele a la policía".
¿Están las pandillas detrás de la muerte de los taxistas?, pregunto.
"Sí, bueno, ellos y los migrantes hondureños que pasan en las caravanas cerca de aquí, por Corinto", responde.
¿Los migrantes o las pandillas?
"Bueno, son migrantes que quieren ser pandilleros".
Pero son cosas distintas...
"Bueno, sí, mejor pregúntele a la policía".
La equiparación entre pandillero y migrante, ya utilizada antes por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, es la excusa perfecta ante la falta de respuestas.
Joseph Conrad retrató las ciudades portuarias como un lugar de intercambio de fiebres y relatos y para Maqrol el Gaviero, el marino de Álvaro Mutis, eran el difuso umbral entre el mar y la tierra firme. Los puertos importantes se miden por los personajes ilustres que ahí vivieron. Bowles y Hemingway hicieron inmortales Tánger o La Habana, pero los puertos anodinos se conforman con saber quién pasó por ahí.
Por Puerto Barrios, en el último siglo, han pasado tres personajes destacados. En 1935 el actor Bruce Benett durmió aquí unos días durante el rodaje de Las nuevas aventuras de Tarzán. Los negros de Livingston y los mayas de Izabal proporcionaron una combinación perfecta para grabar sus escenas de salvajes interactuando con el hombre blanco.
Casi 20 años después, en 1954, Ernesto Che Guevara estuvo en Barrios durante su segundo viaje por Latinoamérica. Tenía 25 años y trabajó algunas semanas en el puerto descargando toneles de alquitrán, confesó a su madre en una carta. El Ché quería conocer de primera mano el socialismo de Jacobo Arbenz, quien se atrevió a expropiar parte de las tierras de la United Fruit Company, que hasta entonces poseía el 50% del suelo cultivable de Guatemala.
A una hora en coche de Puerto Barrios está el municipio de Morales. Para llegar aquí hay que seguir la ruta al Atlántico y desviarse en el kilómetro 245 a la altura de la gasolinera de la Ruidosa. La puerta de la estación de servicio tiene un balazo en el cristal. Parece la macabra advertencia de que hemos llegado a la tierra de los Mendoza.
Morales es un pueblo sin mucha gracia donde lo único que resalta son las casas de los capos que aquí viven, pero que se levanta en un estratégico cruce de carreteras que comunica las costas de Guatemala y Honduras con México a través del Petén. Los Mendoza concentran su poder en este municipio sin bares ni más fiesta que la que ellos permiten. Morales ha sido para ellos lo que Sicilia para los Corleone, el lugar desde el que han operado sus negocios ilegales y la red de empresas de transporte, construcción o gasolineras de las que son propietarios.
Un clan familiar cuyo nombre se pronuncia en voz baja igual que el de Los Lorenzana o Los León. En Guatemala, a diferencia de México, dos o hasta tres grandes familias del narco pueden coexistir en un mismo lugar, como ocurre en Izabal, Petén o Zacapa. En la costa del Caribe y en la frontera con Honduras nada se mueve sin que ellos lo sepan y por eso fue la zona elegida para esconderse por Joaquín El Chapo Guzmán en 2011, el tercer visitante ilustre que ha pasado por Barrios.
Tras la muerte del patriarca de la familia Mendoza, sus cuatro hijos (Obdulio, Milton, Alfredo y Haroldo) tomaron las riendas de los negocios y actualmente tienen tierras y casas en Morales y en Petén. Las residencias de Morales destacan por encima de las demás. La de Haroldo Mendoza- acusado en 2014 de masacre, desaparición forzada y robo de propiedades- es una enorme vivienda color salmón con un gimnasio a pie de calle. La de Obdulio tiene la fachada de piedra con farolitos. La de su hermano Edwin, un portón blanco de media cuadra y la otra vivienda de Haroldo, es una hermosa casa con buganvilias, balcones y un techo de teja. Todas ellas y cinco inmuebles más fueron registrados simultáneamente durante una operación policial en 2014.
Aunque su apellido todavía se pronuncia en voz baja, el policía que me acompaña durante la ronda reconoce que ya no tienen la capacidad de fuego ni los vínculos políticos de antes. La captura del patriarca de los Mendoza, la detención del Chapo y la condena en Estados Unidos de Sergio Mejía, apodado El Compa, operador del cartel de Sinaloa en la zona, los ha debilitado “y hay nuevos grupos más pequeños que cierran sus acuerdos allá en Colombia”, resume.
De vuelta a Puerto Barrios, una fila de Kenworth de 400 caballos y 20 ruedas atraviesa la ciudad como una estampida de bisontes.
Entre los tugurios que sobreviven en la decadencia portuaria está el Medellín, el prostíbulo frente al puerto. Un lugar tan sórdido que llamarlo night-club distorsionaría el concepto. Quince borrachos miran el tubo ensordecidos por el reggaetón y en las pantallas proyectan fútbol europeo. En el Exa, el otro prostíbulo, los tragos son 15 pesos más caros (menos de un dólar) porque tiene aire acondicionado, explica Virginia, una prostituta hondureña de 20 años; Virginia odia Puerto Barrios pero ofrece una cátedra de adaptación al explicar cómo, la semana pasada, logró cerrar un servicio de sexo oral con un chino utilizando el traductor de Google.
Son casi las doce de la noche y debo tomar un taxi. Lo más sorprendente es que alguien llegó a pesar del toque de queda. Al final, Puerto Barrios, como los marineros de Conrad, no tiene futuro, sino destino, y más literatura de lo que parece.
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Sobre este proyecto
La frontera desconocida de América
José Luis Sanz / Javier Lafuente
Ha sido ignorada por décadas. La franja de tierra que conecta México con Centroamérica no tiene la fotogenia de un muro, ni la leyenda que el cine y los medios estadounidenses han dado al río Bravo o los desiertos de Arizona. Se la ha tratado como una frontera latinoamericana más: desordenada, salvaje, porosa y silenciosa. Pero se trata de la línea divisoria que más personas cruzan cada día en el continente americano; una de las más transitadas del mundo. Es cruce obligado para los cientos de miles de centroamericanos que caminan hacia el norte. Más de 120.000 migrantes han sido detenidos en México cada año en el último lustro. Se estima que un 90% de la cocaína que llegará a Estados Unidos ha tocado en algún momento suelo centroamericano antes de burlar la frontera con México. Es una torpeza hablar de migración, de narcotráfico, de esta región entera, sin adentrarse en este límite.
Un conocimiento raquítico se cierne sobre dos fronteras separadas por unos 5.000 kilómetros. La lejanía de Estados Unidos agrava el desinterés por la línea del sur: una frontera remota que no se puede contar en ciudades, sino en aldeas, ejidos y caseríos; que no se relata en la voz de gobernadores, sino de alcaldes, líderes comunales, militares, campesinos y coyotes. Para entender esta línea hay que perderse en veredas de tierra.
Son 1.138 kilómetros delineados por el cauce del río Suchiate en su camino hacia el Oeste, al Pacífico; el Usumacinta que cruza la frontera entre Guatemala y México en busca del Golfo; y desdibujada por la selva guatemalteca a medida que busca el Caribe. Una frontera de orografía complicada y de difícil acceso en buena parte de su trazado. Algunos de sus municipios tienen su propio idioma y a veces sus propias leyes de silencio. Muchas de las comunidades más olvidadas – y agredidas – por el Estado guatemalteco, como los Queqchís o los Cakchiqueles, se refugiaron cada vez más en lo recóndito de esta frontera. Y otras poblaciones, como los menonitas de Belice, encontraron en el olvido de estas tierras el área perfecta para asentarse y construir una vida. En muchos de sus puntos, el Estado es un concepto difuso. Casi todas las políticas de seguridad de los sucesivos Gobiernos mexicanos en las últimas tres décadas han tenido como campo de operaciones este pedazo de tierra en el que Norteamérica se estrecha para convertirse en istmo, pero ni la implementación ni el fracaso de esas políticas mereció más atención que algunas frases sueltas. Hasta ahora, la frontera sur ha vivido y evolucionado alejada de los focos y las preguntas incómodas.
Las maniobras antimigratorias de Donald Trump han abierto una nueva etapa de protagonismo. Su presión para que México contenga de manera más agresiva el flujo de migrantes y su reciente acuerdo para que Guatemala se convierta en primer receptor de deportados para el resto de la región centroamericana derivaron en la militarización de partes de la frontera. Del lado centroamericano del Suchiate, Trump encuentra un cómodo silencio: ninguno de los tres presidentes del triángulo norte centroamericano -que aporta más del 90% de migrantes que cruzan la frontera con México- ha hecho un reclamo público a los Gobiernos estadounidense y mexicano por su pacto de empezar “el muro” del norte en esta franja del sur.
También la construcción del “tren maya”, con el que el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere conectar desde Cancún hasta Palenque, pasando por Tenosique, promete transformar la zona. En ambos casos es incierto el impacto que las nuevas políticas tendrán, no solo en la ecología de la zona sino para los ecosistemas migratorio, laboral y criminal de esta parte del continente americano. La frontera sur de México es una incógnita en rápida mutación.
EL PAÍS y EL FARO nos hemos unido para tratar de destripar este territorio y verterlo en relatos. Como parte de la alianza que iniciamos en abril para contar Centroamérica fuera de sus fronteras, durante los próximos seis meses equipos conjuntos de periodistas de los dos medios, más de 20 personas en total, trabajarán para desvelar las identidades, conflictos y preguntas que esconde esta zona, para narrarla por entregas y en múltiples formatos.
Es una apuesta arriesgada, no solo por la compleja realidad que pretendemos mostrar sino también por las características propias de la zona, una de las más olvidadas y una de las más violentas del planeta.
Aspiramos a ahondar en lugares que, a priori, creemos conocer, como Tapachula o Tecún Umán; al tiempo que penetramos en otros más inhóspitos y recónditos como Xcalak, Ixcan, Bethel o Laguna del Tigre. Trataremos de ilustrar un mosaico formado por indígenas mayas, comunidades garífunas y misquitas, o blanquísimos asentamientos menonitas; por flujos humanos que arrancaron en Centroamérica, África o Asia; por largas extensiones de cultivos legales e ilegales; por pobreza, desigualdad, poderes políticos indefensos y grupos armados en constante recomposición; por países que se deshacen allí donde se encuentran.
Capítulo 2 de Frontera Sur, próximamente.
Créditos
- Dirección del proyecto: Javier Lafuente, José Luis Sanz
- Coordinación: Guiomar del Ser
- Edición: Óscar Martínez, Jacobo García
- Diseño e Infografía: Fernando Hernández
- Front-end: Nelly Natalí
- Textos: Jacobo García, Óscar Martínez, Roberto Valencia, Elena Reina, Carlos Martínez y Carlos Dada
- Vídeo: Teresa de Miguel, Héctor Guerrero, Gladys Serrano, Mónica Campos
- Foto: Héctor Guerrero, Fred Ramos, Mónica González, Víctor Peña, Gladys Serrano
- Redes Sociales: Anna Lagos
- Edición de textos: Ana Lorite
- Edición y grafismo de vídeo: Sonia Sánchez Carrasco, Eduardo Ortíz
- Edición de audio: Teresa de Miguel