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Ni siquiera el miedo ya

La derecha vuelve a utilizar el aborto como arma arrojadiza para intentar amedrentar a las mujeres que ejercen su derecho

La sala es una rueda de mujeres, chicas, niñas que entran y salen como si se tratara de un servicio de autolavado. Todas llevan una bata fina y semitransparente de color verde que deja entrever que están desnudas. A una de ellas le colocan una pastilla debajo de la lengua. La llevan al quirófano. Le colocan la vía. Le abren las piernas y le atan los tobillos con unas correas a los laterales de la camilla. El anestesista se acerca, le pide que ponga los brazos en cruz y la mujer, la chica, la niña, no recuerda si en cruz es como Jesucristo o, sobre el pecho, como en ...

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La sala es una rueda de mujeres, chicas, niñas que entran y salen como si se tratara de un servicio de autolavado. Todas llevan una bata fina y semitransparente de color verde que deja entrever que están desnudas. A una de ellas le colocan una pastilla debajo de la lengua. La llevan al quirófano. Le colocan la vía. Le abren las piernas y le atan los tobillos con unas correas a los laterales de la camilla. El anestesista se acerca, le pide que ponga los brazos en cruz y la mujer, la chica, la niña, no recuerda si en cruz es como Jesucristo o, sobre el pecho, como en aquella foto de Isabel Díaz Ayuso. Pregunta: “¿y si no me duermo? ¿Y si lo noto?”. El médico ignora las preguntas y pide que cuente hasta treinta. Lo que pasa después solo lo saben ellos. La mujer, la chica, la niña se despierta y vomita. Camina a duras penas por el pasillo intentando recobrar conciencia y llega a la misma sala del principio donde ahora hay otras mujeres, chicas, niñas con pastillas debajo de la lengua y el miedo de varios días instalado en el cuerpo. Una enfermera se acerca y le quita el pañal y la sangre empieza a correr por entre sus piernas. La sanitaria dice: “muy bien” y le ordena que se ponga la ropa con la que llegó, que no le quedará ni más estrecha ni más holgada, porque estar de seis o siete semanas no se ve desde fuera y, si no se ve, no es nada.

La mujer, la chica, la niña sale doblada por el dolor y la recepcionista le espeta que no debería encontrarse tan, tan, tan mal. “Tan, tan mal”, sí. “Tan, tan, tan mal”, no. Un hombre la espera en la puerta. Ha traído sopa y salvaslips, porque, cuando fue a comprarlos, no tenía muy clara la diferencia entre salvaslips y compresas. No importa. Todo esto se acabará pronto y él podrá volver a su vida de no saber la diferencia entre ambas. ¿Qué diferencia hay entre una cosa y otra? ¿Qué diferencia hay entre parecer un humano y ser un humano?

La mujer, la chica, la niña cena una hamburguesa porque siente que comer carne es lo único que puede calmarla. Ordena los códigos y los vínculos en su cabeza. Tres días después, cuando vuelva al trabajo, dirá que “la operaron de la boca”, “tenía que hacer una mudanza”, “necesitaba descansar” pero, sobre todo no sabrá cómo contárselo a sí misma porque habrá una desconfiguración de su mundo, de su lenguaje, de su espacio-tiempo y de todo lo que pensaba que era y de todo lo que pensaba que haría.

Un día saldrá a correr, sentirá que el útero se le desprende por la vagina ―como los viejos cuando sueñan que se les caen los dientes― y pensará que esa presión nunca se le irá del todo. Y no se irá. Tendrá un silencio nuevo y denso que antes no era capaz de hacer y que forma parte, a su vez, de un silencio antiguo que las mujeres llevan manteniendo desde hace siglos. Una tragada de saliva que brota cuando nace el bebé de una amiga, cuando preguntan “¿quieres ser madre?” o cuando en las noticias hablan del método de la percha y de las pijas que viajaban a Londres.

Siempre habrá una sensación de soledad. Aunque no lo esté, aunque sea como pasar de pantalla en un videojuego con las manos de otra, aunque comparta experiencia con millones de mujeres, algunos harán todo lo posible para que no se le olvide de que, en esto, estuvo, está y estará sola. Sola sin sus náuseas, sin sus miedos previos, sin los pechos duros, el cansancio pesado y con la convicción de haber tomado la decisión correcta. No la “buena” ni la “mala” ni la “moral” ni la “inmoral”. La correcta.

Y aquí ya no hay marcha atrás. No habrá palabras de políticas incendiarias, ni opiniones escupidas al aire, ni métodos trumpistas que puedan tumbar a una niña, chica, mujer que hizo lo correcto, que hizo lo mejor que ha podido. No es fácil. No hay tantos textos a los que aferrarse. No se sabe (a pesar de las teorías) si Clarice Lispector, en La pasión según G.H. estaba narrando su propia experiencia, pero hay un silencio antiguo que resuena cuando escribe: “Matar también está prohibido porque se rompe el envoltorio duro y solo queda la vida pastosa (...) Y, como después de una profunda crisis de vómito, sentí mi cabeza aliviada, despejada y fría. Ni siquiera el miedo ya, ni siquiera el espanto ya”.

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