Las vacaciones tienen que acabar

Los aeropuertos son, además del no lugar donde comienzan y terminan los días de asueto de algunos, un gran salón de baile donde todos nos sabemos la coreografía

Dos personas ante un ventanal de la T4 del aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas.Alejandro Martínez Vélez / Europa Press (Europa Press)

―El aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas te da la bienvenida.

―Gracias, aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas de Todos los Santos, pero ya llevo un rato aquí sentada ―respondo para mis adentros.

¡Ups! Un inciso. Escribir de viajar en vacaciones causa la misma sensación que viajar en vacaciones: apuro. Reparo por ser consciente de los problemas que genera el turismo ―hace lustros ya era incómodo visitar Dubrovnik, por...

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―El aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas te da la bienvenida.

―Gracias, aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas de Todos los Santos, pero ya llevo un rato aquí sentada ―respondo para mis adentros.

¡Ups! Un inciso. Escribir de viajar en vacaciones causa la misma sensación que viajar en vacaciones: apuro. Reparo por ser consciente de los problemas que genera el turismo ―hace lustros ya era incómodo visitar Dubrovnik, por poner un ejemplo de ciudad convertida en una congregación de sombrillas de terrazas que okupan las calles―, y fomentarlos, de la manera más responsable que puedo y todo lo que una dice para justificarse, pero etérea no soy. Responsabilidad porque se entienda que hacer turismo no es un derecho, el derecho para los trabajadores es tener un periodo de asueto, lo que hacer con él no aparece en ninguna ley. De hecho, viajar no es la norma; viajar es la excepción. Son más los que no pueden hacerlo que los que pueden permitirse pasar horas oyendo la megafonía del aeropuerto debido al retraso de un vuelo porque saben que tras ese adoquín inoportuno está la playa, la muralla China, Yosemite o San Marcos de Venecia. Con esa dicotomía de privilegiada, amante de viajar y sabedora de que por algún lado hay que frenar, vuelvo al banco donde estaba sentada, junto a mi puerta de embarque y frente a un ventanal desde el que puedo observar las pistas y los movimientos de los aviones.

―Presta atención a la información mostrada en los monitores. Tu vuelo puede sufrir cambios.

―La que los sufro soy yo ―vuelvo a contestar sin emitir sonido a la voz del aeropuerto que tutea a los viajeros.

Todo es un baile, una coreografía idéntica en la mayoría de los aeródromos del mundo. Precisamente, eso hace que todos repitamos los mismos movimientos, los mismos pasos: me quito el cinturón. Rápido. Lo dejo en la bandeja, paso por el arco, hago contacto visual con el vigilante, me hace un leve gesto con el que entiendo que he de pasar, me pongo el cinturón. Rápido. Meto el ordenador y los cables en su funda. Camino hacia la pantalla, me paro, alzo la mirada, busco mi vuelo, giro la cabeza hacia los dos lados, encuentro el camino hacia las puertas D, sigo la flecha, bordeo lentamente los estantes del duty free, el ritmo se ha ralentizado, se arrastran los pies por desgana o como manera de matar el tiempo... ¿Os suena? Tenemos interiorizada la misma coreografía sin ir a clase de danza. También ocurre en Ikea y en El Corte Inglés (que se lo pregunten a Julianne Moore), y en otros tantos espacios sin identidad particular, los famosos no lugares de Marc Augé. Pero como cada vez hay más lugares no lugares y todo se homogeneiza, me propongo buscar las diferencias, personificar, sacar lo particular. ¿Acaso los aeropuertos no están llenos de historias?

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El verano pasado tocó rosa Barbie; este, rosa Karol G; ¿cuál será el siguiente?

Un carro lleno de lechugas pasa por el pasillo que hay a mi espalda, no me lo esperaba. Las lechugas aparentemente no son ni flora ni mucho menos fauna de los aeródromos, pero también tienen su hueco, claro, de algo hay que rellenar los centenares de recipientes de plástico ―que se venden a precio de oro― con ensalada César, mediterránea, de pasta, de pavo con manzana...

Un grupo de mujeres uniformadas ―camiseta fucsia, vaqueros cortos (tirando a muy cortos) y sombrero de lentejuelas también fucsias― arrastra sus maletas mientras busca un lugar donde sentarse. Podrían venir directas de los conciertos de Karol G en el Bernabéu, pero no, ya hace un mes de aquello. Si estuviéramos en 2023, en lugar de pensar en la cantante colombiana, hubiera pensado en Barbie. Cada verano se pinta de un rosa, ¿cuál será el siguiente? Esto no lo podemos adivinar, pero sí intuimos que, para entonces, la única chica que lleva el sombrero blanco estará casada. O quién sabe... quizá ya no.

En una tienda de golosinas y peluches con grandes ojos brillantes y semiesféricos que no se sabe si generan más ternura o terror, dos dependientes hablan detrás de la caja:

―Salgo corriendo que tengo una cita... una amiga, no pienses cosas raras.

―¿Lo sabe tu novia?

―Sí, la conoce.

―¿Y no se pone celosa?

Me alejo para no meter baza. No entiendo esa conversación entre veinteañeros en 2024.

Vuelvo a mi banco de controladora de fingers. A mi lado, una mujer lee 1984, siempre hay alguien con un orwell entre manos. El vigilante vigilado. Estoy apuntando en las notas del móvil todo lo que me rodea para utilizarlo en esta columna. Soy el Gran Hermano.

Para finalizar con un toque de normalidad aeroportuaria: una monja con su hábito sale de un avión que llega de Fiumicino. Todo está bien, las monjas siguen viniendo de Roma.

La normalidad laboral llega también en poco tiempo, las vacaciones no son eternas. A la vuelta, la misma danza en ese gran salón de baile que son los aeropuertos y un pensamiento: “Las vacaciones, para que lo sean, tienen que acabarse”. Recuerdo con angustia el último estío en el que no trabajé ―estaba en el paro―. Cuando alguien me decía: “Bueno, es verano, tómatelo como vacaciones”, rabiaba. Las vacaciones sin fecha final no lo son. Intrínseco al concepto vacación es el principio y el día que sale el cartel de “The End”.


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