Cosmopaletismo: cuando todo es moderno, lo moderno es vulgar
Las panaderías ahora son ‘bakeries’, el ‘indie’ es ‘mainstream’ y los policías llevan tatuajes: las estéticas contraculturales ya no aportan distinción y cada vez es más difícil practicar el esnobismo sin caer en el ridículo
Hace unos cuantos años un montón de gente llegó a la misma conclusión: el camino hacia la modernidad pasaba por poner en sus negocios una pared de ladrillo visto, una bombilla vintage, unos azulejos blancos. Las ciudades se llenaron de locales clónicos, fuera cual fuera el sector, de modo que me pasé un tiempo pidiendo el pan en la óptica, las gafas en el bar, y una copa y un psicólogo en la panadería. Todos eran iguales.
Hoy lo que se lleva son las tiendas de “café de especialidad” con un diseño tan frío y minimalista que uno parece estar tomando el capuccino en la cantina de un...
Hace unos cuantos años un montón de gente llegó a la misma conclusión: el camino hacia la modernidad pasaba por poner en sus negocios una pared de ladrillo visto, una bombilla vintage, unos azulejos blancos. Las ciudades se llenaron de locales clónicos, fuera cual fuera el sector, de modo que me pasé un tiempo pidiendo el pan en la óptica, las gafas en el bar, y una copa y un psicólogo en la panadería. Todos eran iguales.
Hoy lo que se lleva son las tiendas de “café de especialidad” con un diseño tan frío y minimalista que uno parece estar tomando el capuccino en la cantina de una cárcel de ultraseguridad de El Salvador, de esas donde Bukele mete a las maras.
Así, el interiorismo hipster no solo llegó a los locales sofisticados, elitistas, alternativos o underground, sino a todas partes: del restaurante de lujo al bar de barrio, del área de servicio al bingo, de la peluquería de extrarradio a la franquicia de la calle principal. Practicar el esnobismo no solo fue cada vez más difícil, sino también más ridículo.
Además de la confusión a la hora de pedir un cruasán, descubrimos que ese ansia masiva por la modernidad había convertido la modernidad en algo vulgar. En esas seguimos. La carnicería de mi calle dejó hace unos meses de ser una carnicería para convertirse en una butcher’s shop. Y los butchers, o sea, los carniceros, lucen ahora luengas barbas y gafas de pasta, como los barberos de la barbería, que, perdón, ahora es una barber shop. Las panaderías-confiterías, ya casi todas franquicias, son ahora bakerys, y uno, mientras deglute una napolitana de chocolate (ahora también descrita como pain au chocolat), no puede dejar de sorprenderse del mogollón de gente que cifra la modernidad en utilizar palabras en inglés para cosas que tienen nombre en español: bajo al bar y me ofrecen food & drinks.
Podríamos entender el moderneo (no confundir con la Modernidad histórica) como una vanguardia leninista dentro de lo cultural. Una minoría, una élite revolucionaria, que conspira en los márgenes hasta tomar el poder. Pero cuando lo clandestino toma el Palacio de Invierno se vuelve establishment y se empieza a vender en Inditex. Hace un par de décadas los fans de la música “independiente” o “alternativa” sufrían en sus dormitorios por la falta de compresión, ahora el mainstream festivalero indie ha desplazado a la canción ligera y los ritmos urbanos han entrado hasta lo más hondo de Operación triunfo. La juventud moderna no aspira a la distinción del underground monacal, sino a petarlo en redes como la Rosalía.
El sociólogo Pierre Bourdieu teorizó sobre cómo la adopción de ciertos gustos y estilos de vida sirve para obtener la distinción con la que las clases dominantes justifican su dominio sobre las clases dominadas. El buen gusto, lo sofisticado, lo guay. Ahora lo moderno se ha democratizado, así que no se le puede pedir que siga aportando distinción. Por eso pecan de inocencia los que pretenden distinguirse adoptando las mismas estéticas que el resto, cuando los barbudos salen hasta en la publicidad de los bancos, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estados llevan tatuajes y el pack estilístico al completo es comercializado y explotado por las grandes empresas. Thomas Frank lo llamó “la conquista de lo cool”.
El cosmopaletismo aflora en la moda, en la hostelería, en el sector turístico e inmobiliario: una promoción en la ribera del Manzanares se hace llamar Brooklyn, como si aquello fuera el otro lado del East River neoyorquino. Puro cosmopaleto: tratar de rentabilizar lo guay foráneo llegando demasiado tarde. Hegel conceptualizó la idea del hombre universal que resumía su época en su persona. En su tiempo ese hombre era Napoleón; en el nuestro Amadeo Lladós: el influencer que personifica el éxito digital y consumista mezclado con los adminículos del moderneo contracultural, el pelo pollito, el tatuado masivo.
Es la paradoja contemporánea: queremos ser diferentes, uniformizándonos. En nuestra ansia de diferencia, nos vamos mimetizando a través del consumo. El capitalismo presume de la innovación, pero se basa sobre todo en la burda imitación. Hay quien defiende que lo realmente rupturista ahora es no llevar tatuajes y vestirse para pasar desapercibido. Lo moderno como lo normal, lo normie, lo normcore. Sin pelos de colores, sin flúor, sin ningún tipo de piercing, sin citar a Deleuze. Las lentejas, no el poke hawaiano.
Suscríbete aquí a nuestra newsletter sobre Madrid, que se publica cada martes y viernes.