Cenar frente al Gernika
En todas partes, las ideas más brillantes se les ocurren a los liberales o a los asesores
No me pregunten cómo, pero hace un año me sentaron en una mesa junto a un chaval que me dijo que era el vicealcalde de Venecia. Ocurrió allí, en la propia ciudad de los canales; en concreto, en una de las salas con más valor artístico de una urbe que es en sí misma una obra de arte de incalculable valor, tanto, que es uno de esos lugares a los que se llama patrimonio de la humanidad para que a ningún avispado, que los hay y mucho/s, se le ocurra dec...
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No me pregunten cómo, pero hace un año me sentaron en una mesa junto a un chaval que me dijo que era el vicealcalde de Venecia. Ocurrió allí, en la propia ciudad de los canales; en concreto, en una de las salas con más valor artístico de una urbe que es en sí misma una obra de arte de incalculable valor, tanto, que es uno de esos lugares a los que se llama patrimonio de la humanidad para que a ningún avispado, que los hay y mucho/s, se le ocurra decir: “Esto tan bonito, tan bonito, tan bonito, que resume todo lo que hay de sublime en lo humano y voy a apropiármelo y sacarle rédito solo para mí”.
No me costó mucho encontrar un tema de conversación con el videalcalde, un muchacho sorprendentemente joven para su posición que, en cuanto se sentó a mi lado, me ofreció una tarjeta con el escudo de La Serenissima y su nombre impreso con un cargo en italiano debajo que no me molesté en leer. La ubicación en la que tenía lugar el ágape era tan sobrecogedoramente bella, tan absolutamente impresionante, que resultaba imposible no hacer preguntas sobre ella a un hombre que se presentaba como toda una autoridad en la promoción turística del Consistorio para que el que trabajaba, mientras una legión de camareros iba de aquí para allá.
“Y dígame, ¿cómo es posible que una firma de lujo haya logrado permiso para celebrar una cena para cien personas, con sus entrantes, sus primeros, sus segundos, sus postres y una actuación de despedida con discursos incluidos en la misma sala donde hace siete siglos se celebraban las deliberaciones y votaciones que precedían a las diversas elecciones de los cargos de la república veneciana, entre los que se encontraba el del mismísimo dogo?”, le pregunté yo, más o menos.
El vicealcalde no dijo aquel clásico de “me alegro de que me haga esa pregunta”, pero claramente estaba encantado con ella porque le daba ocasión de explicar que aquel acceso privilegiado y exclusivo a uno de los grandes tesoros patrimoniales de su ciudad se estaba produciendo gracias a su gestión: “Nosotros estamos convencidos de que hay que buscar fórmulas creativas para explotar el ingente patrimonio con el que contamos y recaudar un dinero que hace mucha falta para mantener a la ciudad”.
Le pregunté entonces a este muchacho tan joven, pero tan seguro de sí mismo, si no había protestas por parte de quienes quizá pudiesen estar preocupados por la integridad de las pinturas del techo, obra del cartógrafo y pintor Cristoforo Sorte o de los cuadros de las paredes, en los que Andrea Vicentino había inmortalizado las escenas más cruentas de la batalla de Lepanto, esa en la que Miguel de Cervantes perdió un brazo. “¡Por supuesto que hay protestas! Pero ya sabe usted cómo son la gente de la izquierda… ¡siempre quejándose! Si por ellos fuese, los liberales nunca haríamos nada”.
Si por ellos fuese, pensé, yo no estaría ahora mismo comiendo risotto en un lugar que fue concebido para todo menos para que en él se sirvan cenas. “Si fuese por ellos, jamás se podría celebrar un banquete privado frente al Gernika de Picasso”, le dije, buscando una equivalencia para aquella batalla. “¡Exactamente!”, asentía con entusiasmo, “¡Eso, eso!”. Su idea le parecía tan brillante que no encontraba ningún motivo para que no se pudiese exportar a otras ciudades europeas.
“De hecho, los bocetos de los frescos que Tintoretto hizo para la sala de al lado”, me explicó señalando a una sala contigua, “están en Madrid, en el Thyssen Bornemisza”. De pronto me imaginé un banquete a la sombra de Los Borrachos de Velázquez. Cuando acabó la velada, uno de los organizadores que gentilmente me había invitado a aquella convocatoria internacional me preguntó qué tal había pasado la noche.
“Fenomenal. Muy amena la conversación con el videalcalde”. Mi interlocutor me miró extrañado: “¿Qué vicealcalde?”. Le señalé a mi compañero de mesa que se perdía entre la multitud en la lontananza. “Ah. Ese. Es un asesor”.
Es curioso, pero en todas partes las mejores ideas se les ocurren siempre a los mismos. Menos mal que las pinacotecas de Madrid aún no son de gestión municipal. Aunque asesores hay por todas partes.
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