La colonia que salió de la fábrica de cemento
Las 80 casas de Valderrivas, en Vicálvaro, fueron construidas por la cementera que se instaló en 1925 en la localidad
“¡Por Vicálvaro, lo que sea!”, exclama Valentín González (67 años, Bienvenida, Badajoz). Este policía local jubilado llegó aquí en los 70, “de aquella trabajaba en hostelería en Ventas y esto era lo más cercano y económico”. En 1982, dos amigas le pidieron que les echara un cable con un trabajo sobre el urbanismo del distrito. Ahí empezó todo. Es presidente de la asociación Vicus Albus ―cuyo fin es recuperar la historia de la localidad―, impulsor y motor del museo del distrito y tiene entre sus proyectos fundar un nuevo PNV: “El partido naci...
“¡Por Vicálvaro, lo que sea!”, exclama Valentín González (67 años, Bienvenida, Badajoz). Este policía local jubilado llegó aquí en los 70, “de aquella trabajaba en hostelería en Ventas y esto era lo más cercano y económico”. En 1982, dos amigas le pidieron que les echara un cable con un trabajo sobre el urbanismo del distrito. Ahí empezó todo. Es presidente de la asociación Vicus Albus ―cuyo fin es recuperar la historia de la localidad―, impulsor y motor del museo del distrito y tiene entre sus proyectos fundar un nuevo PNV: “El partido nacionalista vicalvareño”. “A mí me llaman el alcalde de Vicálvaro”, dice riendo. Para él, el 20 de octubre de 1951 fue “la peor fecha de la historia de Vicálvaro”. Ese día, la localidad se anexionaba a Madrid. En sus años como agente, no patrulló por sus calles. “Hubiera sido un lío, porque me conocía todo el mundo”.
Valentín ha ejercido de enlace para acceder a la colonia Valderrivas, que está cerrada. Solo pone una condición: “Que se escriba correctamente, las dos con uve”. Aporta documentación que sostiene su tesis. Parte del pacto cumplida. Entramos en la colonia.
Las primeras cuatro casas de la colonia Valderrivas se levantaron a mediados de los años cuarenta del siglo pasado. Eran viviendas destinadas a los empleados de la fábrica de cementos Portland Valderrivas, compañía que se instaló en 1925 y que fue aumentando la producción, construyendo hornos y contratando a centenares de personas. A una de aquellas primeras cuatro casas entró, con 7 años, Julio García (81 años, Vicálvaro). “Mi padre era el responsable de la oficina técnica de la fábrica y le correspondió una vivienda, igual que a las personas que estaban al frente del laboratorio, de la electricidad y de la mecánica. Vimos crecer la colonia hasta las 80 casas actuales. Es una colonia muy bien hecha, muy bien pensada. Además de dar trabajo a mucha gente, la empresa era muy buena casera. Había un equipo de mantenimiento para cualquier problema que surgiera. Realmente sentíamos la compañía como algo más que trabajo”, explica por teléfono desde sus vacaciones en la playa este topógrafo delineante.
Julio dedicó toda su vida laboral ―de 1974 a 2002― a la compañía. Recuerda que, cuando decidieron vendérselas a los vecinos ―en torno a 1999, cuando se derribó el último horno que quedaba y la producción se trasladó a Morata de Tajuña―, le consultaron para poner los precios. “Pusimos 10, 12 y 19 millones de pesetas, en función del tamaño. Y las dos únicas casas que tenían garaje, 22 millones. Un regalo”. Que el director de la fábrica, “don Ángel Turón”, tenía una casa “muy bonita y muy grande, con piscina y pista de tenis” en la misma fábrica y que por aquel entonces, cuando alguien sabía mucho, se decía que “sabía más que don Ángel Turón. El director era el director”.
Cuando se casó, se trasladó a otra casa más pequeña en la misma colonia. Con cuatro hijos y su padre recién jubilado, regresó a la casa original. Cuando le llegó a él el turno del retiro, decidió venderla. Lo hizo. Pero la pareja que la había comprado se divorció antes de ocuparla. “Me dijeron que si les dábamos lo mismo que habían pagado por ella nos la devolvían. Y se la quedó mi hija Montse”.
Montse García (55 años, Madrid) abre la puerta de uno de los siete accesos que tiene actualmente la colonia. Su vivienda tiene unos 140 metros de planta construida, que alcanza los 200 de terreno con el porche y el patio interior. Cuatro habitaciones, cocina, salón, dos baños y office. “Y chimenea, que estas cuatro tienen chimenea”, puntualiza. Vive con su marido y sus dos hijos. Recuerda el teléfono negro que comunicaba a todas las viviendas entre sí y con la fábrica, y que utilizaba para hablar con sus amigas. Explica que la colonia “tiene su lógica si la ves desde el cielo. Si entras andando por primera vez, te pierdes”. Efectivamente, la extensión de la colonia, construida sobre una colina, es un catálogo de senderos, escaleras y pasadizos. Caótica y laberíntica para el visitante. Casi siempre en cuesta. Hay rampas que muy difícilmente podrían recorrer un carricoche o una silla de ruedas.
― ¿Y el cartero cómo hace?
― ”Pues volverse loco”.
Todo el terreno es comunitario, lo que permite caminar incluso por los angostos espacios que quedan entre algunas casas y los muros de contención de las laderas. “Si hay que ponerle un pero, es que solo haya dos pasos para coches. A veces pienso que si sucede algo en la parte central, no hay accesos ni nada…”. La colonia estuvo abierta hasta el año 2000. “Aquí venía la gente a hacerse las fotos de la boda, de la primera comunión, a pasear… es que estaba muy bonita con las flores”, dice. Una secuoya se mantiene desde los inicios. Hacen falta cuatro personas con los brazos extendidos para abarcar su tronco. También resiste uno de los pocos ejemplares de ciprés de los pantanos que hay en Madrid.
Las viviendas, todas de una planta, se dividen en cuatro modelos -cuatro de mayor tamaño, dos de ellas con garaje, 36 medianas y 40 pequeñas- con una estética común. Las fachadas tienen una base de unos 30 centímetros de ladrillo rojo visto con enfoscado blanco hasta el techo. En los muros hay tres huecos de triángulos equiláteros que hacen las veces de respiraderos, dando acceso a las cámaras de aire de las viviendas. La cubierta, a un solo agua, tiene una ligera inclinación. Un muro de ladrillo visto acompaña a un lado las puertas de acceso a las viviendas y, al otro, una estructura metálica de barrotes completa el cierre lateral o la división del porche en los modelos pareados. Al contemplar una de las dos únicas calles por las que pueden pasar coches, parece una de esas urbanizaciones que tantas veces se han visto en las películas estadounidenses. Con el césped sin vallar. Con los porches abiertos.
Algo que nunca se ha visto en esas películas es sacar una mesa, cuatro sillas y servir unos tintos de verano. Ese es el apetecible plan para cerrar la tarde de Araceli Pacheco (52 años, Madrid) y su marido Raúl Muñoz (57 años, Madrid) para cerrar una calurosa tarde de verano. Viven en una de las casas de menor tamaño, de 125 metros cuadrados, incluyendo el patio. “Mi padre era ladrillero y construyó la colonia. Esta casa y la de al lado eran de mis primos, que decidieron venderlas nada más quedarse con ellas en propiedad. A los pocos días de comprársela, llamamos al seguro por un siniestro y el chico que vino me dijo que me la compraba, que me daba el doble de lo que habíamos pagado”. Rechazó la oferta.
A la casa de al lado, de unos 160 metros, llegó su amiga Carolina Morales (53 años, Madrid), que se suma a la tertulia. “Los primeros años invitábamos todo el día a amigos, luego ya fuimos bajando, que nos vamos haciendo mayores”, ríen. Al ser todo un espacio comunitario, las noches a la fresca se rigen por un acuerdo no escrito de respeto a los vecinos. “Te sales un rato por la noche y luego, si quieres, te quedas un poco más en tu porche. También depende del entorno de tu casa, claro, porque a nosotras nos separan unos metros de césped y eso lo hace más agradable”.
Desde la atalaya en la que los vecinos disfrutan de un refrigerio se divisa la parte inferior de la colonia. Un mar de tejas curvas trufado con huecos de patios interiores se despliega ante la vista. “Imagínate lo que era jugar por aquí cuando éramos pequeñas”, dice Montse. Más allá de la deslocalización de la fábrica y de la salida paulatina de las familias originales de la colonia, para ella hay un cambio social: “antes, por las mañanas, esto estaba lleno de vida, porque las madres estaban todo el rato aquí. Ahora estamos trabajando”.
De vuelta a la calle, Valentín guía hasta el punto en el que se situaba el despacho de cemento. “Aquí pesaban los camiones que salían de la fábrica y les facturaban. Tanto llevaban, tanto pagaban. Esta fábrica fue un antes y un después para Vicálvaro”. Hoy, de aquella factoría solo queda en pie un pino de la altura de un edificio de siete plantas que resiste al paso del tiempo. Y la colonia Valderrivas. Con uve, por supuesto.
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