1.000 palomas por unas migajas de pan
Miles de aves recorren cada día la almendra central de la ciudad ante la preocupación de los vecinos, que reclaman mayor control por parte del Ayuntamiento por la acumulación de bandadas y suciedad en barrios como Arganzuela, Retiro o Chamberí
Igual que Jesucristo en el mar de Galilea en Israel, la paloma bravía camina con fe sobre el agua de una fuente atascada en la Plaza de las Peñuelas, en el barrio de Arganzuela. Con pasos cortos e inestables, el ave se acerca con su pico blanco y negro a dos migajas de pan que quedaron incrustadas por la noche en la fina capa de hielo que sostiene su peso de unos 300 gramos. Son las ocho de la mañana y en el cielo de Madrid comienza una batalla por la supervivencia que terminará librándose en el asfalto, entre una multit...
Igual que Jesucristo en el mar de Galilea en Israel, la paloma bravía camina con fe sobre el agua de una fuente atascada en la Plaza de las Peñuelas, en el barrio de Arganzuela. Con pasos cortos e inestables, el ave se acerca con su pico blanco y negro a dos migajas de pan que quedaron incrustadas por la noche en la fina capa de hielo que sostiene su peso de unos 300 gramos. Son las ocho de la mañana y en el cielo de Madrid comienza una batalla por la supervivencia que terminará librándose en el asfalto, entre una multitud frenética que las esquiva y espanta. Según el último censo elaborado por el Ayuntamiento de Madrid en 2021, se estima que actualmente existe una población total de unas 37.090 palomas en la almendra central, repartidas de manera desigual por los distritos Centro, Arganzuela, Retiro, Salamanca, Chamartín, Tetuán y Chamberí. Un radio de escasos cinco kilómetros donde la aglomeración mayor se produce lejos del centro por el estrés que provoca la falta de zonas verdes, la circulación de coches o la estrechez de las calles.
“Aquí son libres…”, dice Manuela Carrasco, de 79 años, mientras ve pasar una pareja de bravías que terminará espantando Lolis, su perra coja. “Se matan por un trozo de pan”, sentencia la mujer, acalorada bajo su abrigo de piel. A 20 metros, Antonio —conserje desde 2004 en la calle de las Peñuelas— friega los adoquines de la entrada al portal con una manguera y aprovecha para ahuyentar una bandada de 12 palomas que desciende de las copas de los árboles. Sin embargo, su intención tendrá el efecto contrario en cuanto apague el grifo y acudan a beber en los riachuelos de agua que se forman entre adoquines. “Fíjate bien en los coches. Los que son vecinos saben que tienen que aparcar entre árbol y árbol, nunca debajo. Si no, los cristales se te quedan como un cuadro impresionista”, indica el hombre.
“Para la comunidad de vecinos y para mí, las palomas son un dolor de cabeza terrible. Tenemos unos pinchos especiales para que no se posen en el perímetro del patio interior, y ahora se acaba de proponer instalar una red que cubra el suelo, ya que por las noches lo llenan de cagadas. Por no hablar del cableado que utilizan como nidos. Muchos técnicos vienen y no se atreven a meter la mano”, explica. “Con el cerebro tan diminuto que tienen y son más listas que nosotros. Durante el confinamiento fueron las reinas de la calle, ahora ya no se quieren marchar. Son animales urbanos totalmente adaptadas a la ciudad y a las personas”, finaliza.
De la Churrería Chocolatería Kini emana un calor que empaña las gafas de sol negras de Marcelo López. El hombre, de 43 años, observa bajo una gorra neoyorquina la glorieta de Santa María de la Cabeza con la pose de un sheriff que vigila su condado. Trata de sacar de su bolsillo el teléfono móvil para mirar la hora, pero sus dedos llenos del azúcar por los churros con chocolate que está desayunando se lo impiden. “Las diez y media”, le dice la dependienta. Marcelo mira al cielo y anuncia con misterio:
—Están a punto de llegar.
—¿Quién, Marcelo?
—Las 200 palomas de cada mañana. Saben que su comida está al caer.
Pocos minutos después, como si escucharan el palmeo de sus manos para limpiarse los restos de grasa, más de un centenar de palomas procedentes de Legazpi avanza desde el fondo de la calle Embajadores hasta llegar a la arboleda que cubre el tejado de la churrería. “Vuelan enloquecidas entre las personas, más de una vez las he tenido que esquivar. Nunca había visto en el barrio tantas como ahora. No se está haciendo nada para pararlo. Están por todas partes y a todas horas en busca de comida, desde la mañana hasta la noche”, declara enfadado.
A su espalda, aparece entre unos arbustos el motivo diario por el que la bandada acude con puntualidad inglesa cada mañana al mismo sitio y a la misma hora. Una mujer menuda que aparta un mechón suelto de su frente mira a Marcelo con desconfianza, para acto seguido saca de una bolsa vieja de tela un puñado de migajas de pan duro que deja en la acera mientras las palomas arrullan y descienden con violencia. Ninguno se dirige la palabra, pero Marcelo reconoce después que piensa para sus adentros que “por culpa de gente así la situación en la zona se está yendo de madre”. El otro día, continúa, sentado en un banco con un amigo, le “cagaron en el hombro”. Dicen, eso sí, que da buena suerte, aunque yo no la veo”.
La mujer, sigilosa y diligente, continúa su camino emulando el cuento de Hansel y Gretel, deteniéndose cada 20 metros para dejar unas migas más. Las palomas la persiguen hasta que el rastro de la señora se pierde en el Jardín de Palestina de Palos de la Frontera. Según el Boletín Oficial del Ayuntamiento de Madrid (BOAM) “dar de comer a los animales o depositar comida para estos provocando suciedad en los espacios públicos” es una acción prohibida y que acarreará sanciones con multas de más de 750 euros.
Paco Rodríguez, de 76 años, no puede creer lo que ven sus ojos. “No sé lo que está pasando, pero el Ayuntamiento aquí no pone ni orden ni concierto”, se queja. “Ya no puedo tender la ropa porque hacen nidos en la ventana. Parece que se enamoran y no dejan de procrear”, apunta. “Luego viene alguno a decirte que las palomas también tienen derechos. ¡A esos no les han cagado en los calzoncillos como a mí! ¡Se las tienen que llevar!”, exclama. Este punto es concretamente la gran disputa que existe entre Madrid Salud y ONG como Mis Amigas las Palomas. Desde el Ayuntamiento afirman que en ocasiones –la última en 2022– se ha tenido que llevar a cabo labores de “captura de palomas para recolocarlas en palomares rurales –nunca eutasianarlas– como medida de mitigación o alivio de casos de sobrepoblación”.
Mis Amigas las Palomas denuncian, sin embargo, que “no se están considerando otras alternativas como el cierre de huecos de nidada, vuelo de rapaces, control de puntos de alimentación o instalación de palomares ecológicos”. Además, consideran que estas medidas “letales e ilícitas no suponen un control eficaz de la población, pues no inciden sobre los factores que harían sostenible el decrecimiento poblacional a medio y largo plazo, sino que solo suponen la desaparición a corto plazo de bandadas de palomas y el lucro de empresas de control de plagas”. “Muchos ciudadanos aman las palomas y las quejas particulares no justifican el maltrato hacia estas aves por parte de la Administración”, añaden.
Lejos de las disputas humanas, las bravías disputan su guerra diaria rastreando con habilidad entre el calzado de los ciudadanos. A las doce del mediodía, la terraza de la cafetería Enrique Tomás, en el interior de la Estación de Atocha, junto al jardín tropical, es un ir y venir de viajeros cargados con maletas y el estómago vacío. Hasta allí conduce también el hambre de las palomas, que persiguen su manjar entre las mesas, los camareros y los restos de basura que quedan en el suelo. Desde la empresa, llevan tiempo observando esta situación que les “perjudica tanto como a los clientes. Son molestas y no es agradable cuando en algún momento se acumulan. Tratamos de estar atentos para quitar las migas que atraigan un número mayor, pero es complejo”. Verónica Contreras, costarricense de 29 años, acaba de pisar la capital por primera vez. Degusta con ansia una baguette de Paleta Premium por 5,75 euros junto a un zumo de naranja natural. “Es extraño ver animales entre personas, esto no me lo esperaba cuando pensaba en Madrid”, confiesa. “Aunque las puedo entender, el jamón está tan rico que no me extraña que quieran las sobras”, añade. En ese momento, un hombre trajeado y elegante, cliente habitual del local, interrumpe a la joven:
—A estas les gusta hasta la mortadela. ¡Es un calvario!
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