Menores ante el juez: el camino de Sofía para dejar atrás un pasado “salvaje”
Más de 2.700 jóvenes cumplen medidas judiciales en la Comunidad de Madrid. Así se trabaja en un centro especializado en maltrato familiar, que ha detectado un importante aumento del deterioro de la salud mental
Cuesta creer que esta chica de voz dulce y expresivos y enormes ojos adornados con un rabillo negro estampara una silla en la espalda de un educador la primera noche que durmió en El Laurel. Sofía, de 19 años, el nombre ficticio que ella misma ha elegido, acabó en este centro de la Comunidad de Madrid después de agredir a su madre, a punto de cumplir los 15. Una espiral de “bastantes problemas en la vida” a los que se sumaron “malas compañías” y las consecuencias de un “entorno familiar bastante desestructurado”, en sus propias palabras, la llevaron delante de un juez, que le impuso el interna...
Cuesta creer que esta chica de voz dulce y expresivos y enormes ojos adornados con un rabillo negro estampara una silla en la espalda de un educador la primera noche que durmió en El Laurel. Sofía, de 19 años, el nombre ficticio que ella misma ha elegido, acabó en este centro de la Comunidad de Madrid después de agredir a su madre, a punto de cumplir los 15. Una espiral de “bastantes problemas en la vida” a los que se sumaron “malas compañías” y las consecuencias de un “entorno familiar bastante desestructurado”, en sus propias palabras, la llevaron delante de un juez, que le impuso el internamiento en estas instalaciones. De esto hace cuatro años, hace uno que abandonó el centro. Hoy ha vuelto a este lugar y se nota que está nerviosa. Muchos recuerdos en todos los rincones de la que ella acabó considerando su casa.
A ella también le resulta difícil pensar que llegara hasta ese punto “salvaje”. No se le olvida el día en el que su vida cambió, cuando le impusieron el internamiento: “Salí corriendo de la sala de juicios y tuvieron que venir a buscarme. Hasta ese momento mi respuesta a todo era: ‘Tengo 14 años, no me puede pasar nada”. Al acabar su medida judicial, encontró trabajo gracias al módulo que estudió durante su estancia en el centro, ahora vive con su madre y aún lidia con su pasado. “A mi entorno actual he preferido no contarles nada, todos ellos han tenido una vida normal”, cuenta con naturalidad. La Comunidad de Madrid se encargó en 2020 del cumplimiento de las medidas judiciales de unos 2.700 menores, según sus últimos datos. Es una cifra que se ha mantenido más o menos estable desde hace años. De ellos, medio centenar estaba en un régimen de internamiento, mientras que el resto cumplieron en régimen abierto. Esta labor la coordina la Agencia para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor.
El centro de El Laurel se encuentra al final de un complejo público en el que hay otros centros de este tipo. Unas instalaciones rodeadas de una verja metálica y con seguridad a la entrada. Se accede a través de una doble puerta y nada más poner un pie en el edificio llama la atención un mural realizado por los propios menores y dos redes llenas de balones. En las paredes, fotografías de las conferencias que han ofrecido charlas en el centro. De Elvira Lindo, a Lorenzo Silva. También hay una exposición del fotógrafo Emilio Morenatti. Este centro está especializado en maltrato familiar, que representa el cuarto delito más común por el que se imponen medidas a los menores en la región. Un 10% están condenados o tienen medidas preventivas por este motivo. Los tres más comunes son robo con violencia (19,9%), hurto (14,6%) y lesiones (13,6%).
Juan Nebreda es el director. Enseña un guernica colgado en su despacho que una chica que pasó por el centro cosió a hilo como muestra de las tareas que desarrollan los internos en las instalaciones. También señala una caja de pañuelos de papel encima de una mesa. “Este es el único centro en el que hay esto y es porque en las sesiones de terapia salen cosas que llevaban mucho tiempo enterradas. En este sitio se sientan cara a cara víctimas y agresores cada día”, explica. Uno de los puntos claves, de hecho, es conseguir la implicación de los familiares, a los que los menores suelen chantajear para que retiren la denuncia.
Aquí viven en este momento 35 jóvenes, de los que cinco lo hacen en régimen cerrado y el resto semiabierto. De ellos se encargan cuatro psicólogos y cuatro trabajadores sociales. “El perfil de niño consentido al que no se le han puesto límites, como hemos visto en programas tipo Hermano mayor, no llega ni al 10%. El 40% son chavales que han vivido episodios traumáticos, como la muerte de un progenitor por cáncer o por un suicidio. Los que antes de llegar aquí ya han necesitado tratamiento psiquiátrico por problemas de salud mental han pasado del 25% al 50% en pocos años. Y por supuesto hay mucho consumo de estupefacientes y fracaso escolar detrás”, detalla el director del centro.
Muchos también han crecido en un ambiente de violencia de género y aquí se trabaja para evitar que repitan ese patrón el día en el que ellos sean parejas y padres. Nebreda asegura que los problemas que acarrean estos menores van más allá de una simple intolerancia a la frustración. “Que, por cierto, es algo que tenemos todos. Que te quiten a ti el móvil dos días a ver cómo lo toleras”, apunta. En este lugar, por supuesto, se requisan los teléfonos nada más entrar y se les va concediendo su uso cuando los educadores consideran que ha habido mejoras.
Una rutina medida
Todo está medido. Cada vez que un chico tiene permiso para salir del centro, llega un fax a la Fiscalía de Menores. Sus pasos están controlado desde que se levantan hasta que se acuestan para establecer una contención y peparar su autonomía una vez que se acabe la medida judicial. “Si necesitan un psicólogo a cualquier hora, lo van a tener, pero fomentamos que no recurran a ellos constantemente porque no es lo que se van a encontrar fuera”, apunta Nebreda. Todo va encaminado a que su vida aquí sea lo más parecido a lo que será despues. “Cada vez que tienen una petición, como llegar un poco más tarde o hacer el Ramadan, les exigimos que lo tramiten con un formulario, porque es algo con lo que se encontrarán ahí fuera”, puntualiza. Unas puertas mas allá, una empleada de seguridad espera erguida en el pasillo. “A ellos no se les ve en las aulas, el comedor o los talleres. Solo están presentes en los traslados de una parte a otra del centro y cerca de las salas de terapia, por si se produce algún episodio violento”, recalca Nebreda sobre el personal de seguridad.
Es la hora de la comida y huele a puchero en los pasillos. En la habitación en la que está sentada Sofía la acompaña su psicóloga, Beni. “La que estuvo conmigo desde el principio, la que me dio confianza cuando todo el mundo decía que yo era un caso perdido”, define la chica. La complicidad que existe entre las dos no solo queda clara por las palabras, también se aprecia en sus gestos y en sus miradas. “Al principio no quería estar aquí, pero al final hubo que trabajar la desvinculación, su autonomía”, señala la psicóloga. “Sí, sí. Lloré muchísimo los primeros meses fuera de aquí. Llamaba a menudo, no quería irme de la que había sido mi casa, donde tenía una seguridad”, secunda Sofía. La chica cuenta que, cuando empezaron a permitirle marcharse fines de semana a casa, llamaba a su equipo técnico para decir que había discutido con su madre y preguntarles cómo tenían que manejar la situación.
Una de las claves del éxito en la historia de Sofía fue el tiempo en el que permaneció en El Laurel: tres años. No suele ser tanto. “Es cierto que los tiempos judiciales no siempre coinciden con los tiempos terapéuticos. Normalmente es una media de 10 meses”, resalta Nebreda. “Ningún psicólogo es capaz de abrir ese melón y arreglar las cosas en ese tiempo, por eso vamos a las cosas concretas. En 10 meses da tiempo a apreciar un cambio”, afirma Beni.
Entre estas cuatro paredes se trabaja para que la condena judicial se almacene en los recuerdos como una anécdota de un pasado lejano. “Aquí no todo es maravilloso, es un centro de medidas judiciales. Pero el refuerzo que tenemos es que muchos chicos salen adelante y esto se convierte en un tropezón en su pasado”, resume el director del centro. Sofía ya superó ese tropezón, gracias a que alguien confió en ella: “Aquí me enseñaron a tener amor propio. Si no, habría acabado fatal”.
Un modelo en el que se ha fijado Portugal
El programa que se aplica en casos de maltrato familiar fue desarrollado por la Agencia para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor (Arrmi) en colaboración con la Universidad Complutense en 2012. Desde entonces han pasado por él más de 700 jóvenes con casos graves, y otros tantos con un régimen más abierto. Hace unas semanas, llegó a este organismo una solicitud del Gobierno de Portugal para interesarse por el método y solicitar asesoramiento. "Especialmente en lo que se refiere a la intervención familiar", especifica Diego López, director del Arrmi. Además del programa de maltrato familiar, el organismo cuenta con varios especializados como uno de inserción laboral y otro para madres adolescentes, entre otros. Las medidas judiciales se cumplen en seis centros de la región. Uno de los puntos fuertes del sistema de la Arrmi lo avala el dato de que el 90% de los menores que atiende este organismo no reinciden, según sus datos. "Se parte de unas bases muy complicadas, chavales a los que a veces ni siquiera les han llamado por su nombre y tenemos que conseguir que esa medida judicial sea la rampa de salida a la nueva vida", defiende López. Sobre la alarma que han generado en los últimos meses las reyertas entre bandas juveniles, el director de la Arrmi especifica que no existe un programa específico para estos menores porque "no hay factores de riesgo distintos al del resto de menores, que suelen ser el fracaso académico, consumo de sustancias tóxicas y consumo abusivo de redes sociales".
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