Capitán Bazofia, el tierno humor de las pequeñas calamidades cotidianas
El actor Nacho Vera, aliado de Manolo Solo y habitual del teatro alternativo, se reinventa como un cantautor naíf con ‘Viaje de fin de novios’
Desde el ático de Nacho Vera en Usera, un tercero sin ascensor, se vislumbran los tejados de Legazpi y de la Avenida de la Andalucía, una imagen nada icónica pero fotogénica del sur de la ciudad. Ahora que cae en la cuenta, las periferias han marcado de siempre la vida de este hombre que, a efectos musicales, se hace llamar Capitán Bazofia, aunque él sea un auténtico trozo de pan.
Hijo de “dos charnegos de libro”, acertó a nacer hace 45 veranos en L’Hospitalet de Llobregat, el cinturón proletario de Barcelona. Los avatares laborales de sus padres le llevaron hasta Vigo, el confín surocc...
Desde el ático de Nacho Vera en Usera, un tercero sin ascensor, se vislumbran los tejados de Legazpi y de la Avenida de la Andalucía, una imagen nada icónica pero fotogénica del sur de la ciudad. Ahora que cae en la cuenta, las periferias han marcado de siempre la vida de este hombre que, a efectos musicales, se hace llamar Capitán Bazofia, aunque él sea un auténtico trozo de pan.
Hijo de “dos charnegos de libro”, acertó a nacer hace 45 veranos en L’Hospitalet de Llobregat, el cinturón proletario de Barcelona. Los avatares laborales de sus padres le llevaron hasta Vigo, el confín suroccidental del país. Y cuando de adolescente puso a rumbo a la meseta, el destino le condujo no a la metrópoli, sino a San Sebastián de los Reyes. Pero estos avatares geográficos no son los únicos movimientos periféricos que definen su biografía. También en el arte ha frecuentado siempre los arcenes, esos caminos incómodos y angostos: el teatro clásico y de autor, los circuitos musicales del underground, sus pinitos en la danza libérrima. “Mi única concesión a la vida burguesa ha sido meterme a pagar este piso”, resume con la sorna que le proporciona el primer café de la mañana mientras su póster gigante de Elvis Presley, ese que le ha acompañado en todas las mudanzas, parece devolverle la sonrisa guasona.
No piensen, con todo, que hemos dado con un enfant terrible. Nacho Vera es la viva estampa del hombre tierno, sereno, afable. Creó a Capitán Bazofia, su alter ego fonográfico, a modo de contrapunto afilado y mordaz: un tipo más vitriólico y burlón que él, dispuesto a enseñar el colmillo y tocar un poquito las narices. Pero mientras el Capitán estampa su nombre en la portada, en los surcos de sus álbumes es Nacho, el tipo encantador que colma de caricias a sus gatas –Tocata y Fuga, ahí queda eso–, quien gana de largo la partida. Lo comprobarán quienes escuchen, a partir del 18 de febrero, Viaje de fin de novios, su segundo elepé bajo el pseudónimo de la capitanía.
Viaje… es un ejercicio de autoficción (esa palabra en auge) a lo largo de 10 canciones. Un relato ingenioso, inspirado vagamente en hechos reales, en el que los gestos de amor, empatía y cariño terminan casi siempre imponiéndose a los fiascos y los desengaños. Tal es el universo singular de un hombre que hoy reivindica sin tapujos su lado femenino, después de muchos años de pudor e incomprensiones. “Desde niño tuve ese punto sensible con el que siempre me sentía un poco solo y apartado, aunque me gustaran las chicas. Menos mal que la sociedad avanza y los hombres ya no tenemos que ser unas fuentes emisoras de testosterona”, resume. En Casi tenerse, por ejemplo, alterna versos renacentistas de Juan del Encina con la evocación de una cita malograda con una chavala en Cibeles. “Eran los tiempos previos a la telefonía móvil, no nos especificamos con precisión el punto de encuentro y estuvimos dando vueltas a la glorieta sin llegar a encontrarnos. Pero es un recuerdo que plasmo con más morriña que frustración. La incertidumbre, la posibilidad de no llegar a tener lo que anhelabas, hacía que aquellos amores de entonces fueran más intensos”.
Vera, bien se intuye, es el perfecto sentimental. Pese a las reprimendas de Bazofia, en su universo acaba siempre gobernando un humor cándido y naíf, exento de mala baba. Ni siquiera la amistad con Albert Pla, que asoma su nariz aguileña por la hilarante Cuando me dejas atado –los reproches de un perro que espera al dueño en la puerta del súper–, ha conseguido ennegrecer su visión de la vida cotidiana. Quizá a su bonhomía congénita haya que sumarle las enseñanzas del sin par Arnold Taraborrelli, un yanqui de Filadelfia afincado en Madrid desde los años sesenta. Nacho le venera “como a un abuelo” y le rinde visita, irrenunciable, todas las semanas. Taraborrelli, bailarín y coreógrafo que fue maestro de Miguel Ríos, Ana Belén o Carmen Maura, lidia a sus 90 años con tres sesiones semanales de diálisis, pero conserva el admirable empeño de apurar hasta la última gota del elixir de la vida. “Una tarde reciente”, recuerda Nacho, “con ese acentazo estadounidense que nunca ha sabido suavizar, fue capaz de resumirme sus sentimientos con solo tres palabras: ‘Me veo desaparecer”. De aquella charla nació la canción La edad divina, la más metafísica de la colección. Esa que habla de “la paz anterior a haber nacido”.
El yang del Capitán se le revuelve al yin de Nacho, pero a este hijo de sevillano y palentina le importa ya más bien poco. Vera estuvo a punto de nacer en un patio de butacas, porque su madre se puso de parto durante una representación de Los palos, de Salvador Távora, y apenas tuvo tiempo de llegar a casa de un familiar para dar a luz allí mismo. Es el episodio más genuinamente teatral de su biografía, en la que no existen antecedentes artísticos ni alentadoras experiencias iniciáticas. “Mi primera vez sobre un escenario”, rememora, divertido, “fue a los 10 años, en el colegio, recitando un poema en gallego que yo mismo había escrito. Eran solo cuatro versos, pero me salió fatal”. Pero un curso en la escuela del director escénico William Layton lo cambió todo. Aquel estudiante despistado y algo calamitoso, ese que ni siquiera era capaz de encontrar a la chica con la que se había citado, descubrió sobre las tablas la horma de sus zapatos.
Desde entonces se le ha visto protagonizando Lo fingido verdadero, de Lope de Vega, en Almagro; como Pegaso en el corifeo de Antígona, en el teatro romano de Mérida; o pisando el Teatro del Barrio, símbolo de Lavapiés, a la menor ocasión. “Bueno, también participé en Flashdance, que era un musical horrible, por más que la protagonista fuera Chanel”, anota entre carcajadas con la trifulca eurovisiva todavía en ebullición. Es compinche del gran Manolo Solo en la banda de versiones Also Starring e incluso ha grabado un papel secundario para ¡García!, la gran apuesta de HBO por la ficción española. “Ese trabajo igual no lo habría cogido de más jovencito, igual que tampoco me consentía ver alguna peli comercial que ahora sí me concedo. Pero, insisto, solo me he aburguesado lo estrictamente necesario…”.
Un día, el director Carlos Tuñón le sugirió que escribiese y numerara los 10 mandamientos que, a su juicio, deberían servirle como referentes cotidianos. Los anotó en una libreta del tirón, incluso escribió música para cada uno de ellos: “No seas tacaño con la vida”, “No dejes de hacer canciones porque las canciones te acercan a ti”, “Asegúrate de fallar”, “Muere pensando en los demás”… Los tiempos de rock musculoso y algo delirante como batería de Rosvita, una de esas bandas de culto que casi nadie recuerda, hoy parecen muy lejanos. Pero su Capitán Bazofia, tierno y burlón, ha saltado a la palestra. Sentimental como Bradomín, ácido cual Vonnegut. “He llegado a esa edad”, concluye Nacho Vera, “en que me gustaría que me hicieran un poco más de caso. Pero ni siquiera me quejo. Tengo las expectativas muy bajas, y eso me ahorra visitas al psicólogo. Las suplo con un poco de humor”. Y el lomo curvo de Tocata, estimulado por sus caricias, se eriza de puro placer.
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