Una palmera muy familiar

La variante datilera, que ha alimentado a generaciones, se da sobre todo en los trópicos por las temperaturas cálidas y la alta humedad

Palmito en los alrededores del templo de Debod. / ANTONELLO DELLANOTTE

Si nos paramos a pensar en alguna imagen bíblica, es muy posible que aparezca alguna palmera en nuestra memoria. Un belén navideño es menos belén si le faltan un puñado de estas palmeras, de varias alturas, salpicadas por el nacimiento. Son pura elegancia. Normalmente nos las imaginamos con un tronco alto y esbelto, coronado por un penacho de hojas gráciles y muy estéticas, pero son más variadas en sus formas de lo que cabe esperar. A su tronco también le podemos llamar estípite, y son muy diferent...

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Si nos paramos a pensar en alguna imagen bíblica, es muy posible que aparezca alguna palmera en nuestra memoria. Un belén navideño es menos belén si le faltan un puñado de estas palmeras, de varias alturas, salpicadas por el nacimiento. Son pura elegancia. Normalmente nos las imaginamos con un tronco alto y esbelto, coronado por un penacho de hojas gráciles y muy estéticas, pero son más variadas en sus formas de lo que cabe esperar. A su tronco también le podemos llamar estípite, y son muy diferentes, dependiendo de cada especie.

Al contrario que los troncos de los árboles propiamente dichos, el estípite de las palmeras no suele engrosar con cada nuevo año, y mantiene un grosor uniforme en toda su longitud. Su diámetro se suele ver incrementado por la base de las hojas, y en ocasiones puede portar una maraña peluda o incluso espinas, como medidas de protección frente al clima o a los depredadores de sus hojas o de sus frutos. La palmera que crece de forma más abundante en el imaginario colectivo es la cocotera (Cocos nucifera), y la pensamos al borde del mar, en playas paradisíacas de arena blanca. De ella comemos con deleite su fruto, el coco.

Pero la que nutrió a la humanidad durante siglos, y aún lo hace, es la palmera datilera (Phoenix dactylifera). Desde que comenzó a cultivarse con fines alimenticios en la región del Golfo Pérsico (se piensa que alrededor del cuarto milenio antes de Cristo), esta palmera ha acompañado a diversas civilizaciones en su expansión hacia el oeste. El mundo árabe consideraba que la palmera era una criatura viviente que había sido originada junto con el hombre el mismo día de la Creación, tal era la veneración que sentían por ella. Y como estamos en los días que estamos, vamos a visitar un lugar en Madrid que nos conduce instantáneamente a aquellos parajes bíblicos, en una época remota: el templo de Debod. Este regalo del gobierno egipcio a España permanece expuesto a la intemperie, rodeado de una vegetación de lo más particular.

El ajardinamiento que acompaña a este edificio de piedra es un guiño a su país de origen, donde las palmeras son parte de la vegetación dominante. Como ocurre en la península ibérica, muchas fueron introducidas con fines ornamentales. Sin embargo, mientras que Egipto cuenta con tres palmeras autóctonas, en nuestro país solo encontramos una especie nativa: el palmito (Chamaerops humilis). Es la palmera que crece más al norte de todas las que habitan el planeta, y la única originaria de la Europa continental, desde Portugal hasta Italia, principalmente. La gran mayoría de las palmas se encuentran en las proximidades de los trópicos, acostumbradas como están a disfrutar de temperaturas más cálidas y de humedades ambientales elevadas.

Yucca rostrata y Brahea armata en las inmediaciones del templo de Debod. / ANTONELLO DELLANOTTE

Un rasgo del palmito que llama mucho la atención es su habitual ramificación a ras del suelo, con varios pies creciendo de un mismo punto. Sus troncos están recubiertos de una fibra intrincada y espesa, y sus hojas palmeadas guardan unas terribles espinas en su base, a lo largo de todo el peciolo. La dureza de sus tejidos le ha llevado a ser utilizada para tejer cestas, cuerdas y escobas de gran resistencia. Esta característica se debe a su fortaleza intrínseca, al ser capaz incluso de rebrotar sin problema después de ser arrasada por un incendio. Si bien su porte y su elegancia ya son suficientes para decantarse por su cultivo, también guarda pequeños detalles de gran valor estético, como sus inflorescencias primaverales, de un bello color dorado.

Además, ahí encontramos otra peculiaridad de esta especie: esas inflorescencias carecen de fragancia, pero las hojas que las rodean generan un compuesto químico aromático que atrae a ciertos polinizadores. También sus brotes tiernos nos atraen a nosotros, puesto que son el famoso palmito comestible. Ese uso como planta culinaria hizo que sus poblaciones naturales se redujeran en extremo, ya que para conseguir el anhelado palmito se debía cosechar el único punto por el que la planta genera nuevas hojas: su yema apical. Afortunadamente, parece que los palmitos y otras palmeras de este enclave madrileño gozan de buena salud, impertérritas ante el frío y la contaminación. Estos días, si paseamos por las inmediaciones de este jardín, quizás nos crucemos con una familia montada en burrito, camino de Egipto. ¡Quién sabe!

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