‘Déjà vu’
Ni el café, ni las luces de Navidad consiguen disipar el miedo postraumático que dejó la covid
Pepito sigue orgulloso de no haberse vacunado. Dijo que con él “no experimentarían” y que “el virus es solo una gripe” y que “la vacuna no funciona porque fue inventada por las farmacéuticas para llenarse los bolsillos”. A día de hoy, Pepito no puede entrar ni a un bar, ni a una discoteca, ni al gimnasio en Cataluña. En ...
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Pepito sigue orgulloso de no haberse vacunado. Dijo que con él “no experimentarían” y que “el virus es solo una gripe” y que “la vacuna no funciona porque fue inventada por las farmacéuticas para llenarse los bolsillos”. A día de hoy, Pepito no puede entrar ni a un bar, ni a una discoteca, ni al gimnasio en Cataluña. En todos los sitios le piden el certificado covid, que no tiene.
Menganito, sin embargo, cree que deberíamos obligar a Pepito y a todos los demás a vacunarse. Menganito suele ser partidario de los estados de alarma, los confinamientos, los países en los que se obliga a ir a votar y todos aquellos en los que el Estado tiene el poder de precisar con exactitud lo que un ciudadano puede o no hacer.
Pepito piensa que Menganito está loco. Menganito piensa que Pepito es un inconsciente. Si esto fuera un ejercicio de clase de ética yo podría preguntarles quién lleva más razón o, al menos, quien es menos dañino para la sociedad. Pero ni esto es el instituto, ni yo soy profesora. No vamos a ponernos a hablar sobre disyuntivas referidas a grandes cosas como la libertad que pueden ser tergiversadas según la conveniencia de cualquier mequetrefe al que le han dado un poco de poder. En todo el mundo hay partidos de derecha e izquierda, de extrema derecha y extrema izquierda y de liberales, que llevan la palabra libertad en su nombre. Así que libertad no significa ya nada.
Lo que sigue vigente, sin embargo, es el miedo. Pepito tiene miedo de las vacunas. Menganito de Pepito y del virus. El virus no le tiene miedo a nada. Yo le tengo miedo a las calles vacías, las restricciones de movimiento, los titulares en los que mueren personas por centenares y volver a pasar meses sin ver a mis padres por vivir en comunidades autónomas diferentes. Tengo miedo de la constante sensación de déjà vu que se ha instalado en el epicentro de mi pecho, el mismo lugar del que suele brotar la ansiedad. Ese miedo me va desgastando poco a poco en forma de pesadillas en las que pierdo vuelos, en las que me cepillo los dientes y noto cómo el cepillo se va deshilachando y las hebras duras se quedan flotando en la saliva de mi boca.
Me suelo despertar o sudando o helada a las tres o a las cuatro o a las cinco de la mañana. Y todos los días me levanto y al leer la prensa la sensación de que, ahora sí, el mundo se está acabando, persiste. Y ni el café ni las luces de Navidad consiguen disipar el miedo postraumático que dejó la covid. Ni el presentimiento de que desde marzo de 2020 nuestra vida es una precaria torre jenga que se bambolea porque cada vez quedan menos bloques de madera en la base. En el juego, la torre siempre se derrumba con estrépito. Pero nosotros ya aprendimos que el apocalipsis sería silencioso. Cuando el suelo ceda, la calle estará vacía y nosotros estaremos encerrados en casa.
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