El bache (II)
Historia de cómo el Ayuntamiento arregló de repente un bache que llevaba meses en un cruce de la ciudad
Hace dos semanas, el sábado 16 de octubre, publiqué aquí mismo la historia del bache. Contaba cómo había surgido, cerca de la casa de mi padre, en el barrio de Bilbao, a un paso de San Blas, un bache feo y amenazador, cómo a lo largo de los meses, sin que nadie hiciera nada por remediarlo, había crecido y ensanchado, volviéndose también profundo y peligroso. Contaba también cómo cada lunes, cuando iba en coche a visitar a mi padre, me topaba con el bache en una calle de bajada. Y añadía a modo de moraleja a...
Hace dos semanas, el sábado 16 de octubre, publiqué aquí mismo la historia del bache. Contaba cómo había surgido, cerca de la casa de mi padre, en el barrio de Bilbao, a un paso de San Blas, un bache feo y amenazador, cómo a lo largo de los meses, sin que nadie hiciera nada por remediarlo, había crecido y ensanchado, volviéndose también profundo y peligroso. Contaba también cómo cada lunes, cuando iba en coche a visitar a mi padre, me topaba con el bache en una calle de bajada. Y añadía a modo de moraleja algo impertinente que de poco vale aspirar a los Juegos Olímpicos o a cualquier otra gran empresa ciudadana merecedora de grandes titulares si no somos capaces de arreglar un bache, que de nada sirve soñar con lo grande si no sabemos ocuparnos de reparar lo pequeño.
Bueno. Me van a permitir que insista en el asunto aún a riesgo de resultar aún más aburrido que de costumbre. Porque la cosa es que el lunes 18, dos días después de publicar la columna, cuando bajaba en busca de la casa de mi padre, comprobé con cierto asombro que, voilà, el bache había desaparecido, recubierto por un vistoso remiendo de hormigón. No negaré que sentí cierto envanecimiento profesional: hay artículos que destapan tramas corruptas y precipitan la caída de ministros o de gobiernos enteros. Otros, más modestos pero también efectivos, acaban con un bache.
Paralelamente, me enteré de que Madrid cuenta con un programa municipal denominado Avisa por el cual los ciudadanos pueden notificar al Ayuntamiento la existencia de baches en la calle. Yo ignoraba –mea culpa- la existencia de dicho programa, y por eso no llamé a nadie a lo largo de los meses en que semana tras semana sorteaba el bache –con cierta habilidad, todo hay que decirlo- a fin de que no me desgraciara el coche de un mordisco. Es posible que todos los automovilistas y peatones que pasaran por allí hicieran lo que yo y que nadie en ese barrio notificara absolutamente nada durante todo el tiempo en que nuestro bache permaneció vivo. También es posible que nadie del Ayuntamiento, ni un concejal, ni un operario, ni un técnico ni un funcionario municipal pisara nunca esa calle durante esos meses, ni de día ni de noche, y diera el aviso. Es posible. Si la concejalía de Obras o quien quiera que se ocupe de eso se enteró –o quiso enterarse- de la existencia del bache gracias a esta columna, bienvenida sea. Aunque no me parece el método más operativo, la verdad.
Por mi parte, les diré que ahora, cada lunes por la tarde, cuando me desplazo en mi coche al viejo barrio de mi padre –y de mi infancia- paso por la calle en bajada, llego al cruce, veo el parche oscuro de asfalto que cubre el antiguo agujero y arrugo la cara. Pues sí: les confieso que echo de menos al bache. Pero eso es algo que queda entre mi psiquiatra y yo.
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