Una ficción
Hace poco más de dos años llegué a Madrid y enseguida me di cuenta de que la ciudad proyectada solo existía en mi cabeza
Siempre defendí que era más fácil ver el final de las cosas que su principio. Comprendes que un amor se acaba, porque duele o porque empieza a asquearte o, incluso si nos ponemos en lo peor, porque ya no sientes absolutamente nada, pero cuesta establecer el momento exacto en el que te enamoraste. A mí me cuesta saber en qué momento quise a Madrid.
Si me pongo a pensar en ello, creo que tenía entre ocho y diez años. Fue, estoy casi convencida, en los años en los que mi mente era lo bastante inocente como para idear escenarios perfectos, probablemente retazos reproducidos de alguna pelícu...
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Siempre defendí que era más fácil ver el final de las cosas que su principio. Comprendes que un amor se acaba, porque duele o porque empieza a asquearte o, incluso si nos ponemos en lo peor, porque ya no sientes absolutamente nada, pero cuesta establecer el momento exacto en el que te enamoraste. A mí me cuesta saber en qué momento quise a Madrid.
Si me pongo a pensar en ello, creo que tenía entre ocho y diez años. Fue, estoy casi convencida, en los años en los que mi mente era lo bastante inocente como para idear escenarios perfectos, probablemente retazos reproducidos de alguna película, en los que me emplazaba imaginariamente siendo una adulta que no dejaba de hacer cosas y con una vida interesantísima. Esa adulta era siempre más alta de lo que nunca llegué a crecer, vestía con traje, desayunaba mientras amanecía y trabajaba en una de esas oficinas sin paredes, pero luminosa y llena de plantas, en el piso 23 de algún rascacielos. Mi mente infantil no sabía lo que era el metro, ni la alienación laboral, ni el burnout, así que yo imaginaba a mi futura yo saliendo del trabajo muy tarde, con las luces de las farolas rebotando sobre charcos en destellos naranjas.
En mi mente infantil, mi yo futuro no pensaba en el precio de los pisos de alquiler ni en ir a hacer la compra, cocinarlo todo para meterlo en un tupper para no arrasar la máquina de vending de la oficina. No sé en qué momento pasó, pero sospecho que empecé a querer Madrid en alguno de los veinte minutos en taxi que duraba el trayecto desde Chamartín hasta Barajas y que mis padres y yo solíamos coger cada verano para poder subir a un vuelo rumbo a Ucrania. Madrid nunca era el destino de nada, sino parte del camino, una ciudad de paso, un no lugar.
Durante esos veinte minutos, provinciana como era y niña criada en un pueblo, quedaba absolutamente deslumbrada por los enormes edificios de oficinas de la Castellana y los bloques de pisos que me hacían sentir pequeña, una hormiguita absolutamente anónima. Y ese anonimato me tranquilizaba y me hacía soñar con una vida en la que todo estaría a mi alcance en una gran ciudad de opciones ilimitadas.
Hace poco más de dos años llegué a Madrid y enseguida me di cuenta de que la ciudad proyectada solo existía en mi cabeza. Madrid era real y al mismo tiempo una ficción. Madrid existía y al mismo tiempo no tenía nada que ver con lo que yo quería que fuese. Hasta la imagen que había proyectado de mí misma en el futuro era una desilusión. Pero en estos dos años, y solo de vez en cuando, durante unos instantes he sentido que vivía en el Madrid que imaginé. En una ciudad en la que podía seguir haciendo promesas y creando futuros perfectos en los que nunca me equivocaba y en los que nada era para siempre. Un Madrid amable al que sigo queriendo, aunque sea una ficción.
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