El jardín del Príncipe de Anglona, un paseo con historia y arte

En este parque del Madrid de los Austrias, muretes, setos o pérgolas hacen al visitante cambiar de dirección una y otra vez, como si estuviera en un juego de comecocos

Un camino enladrillado bajo la pérgola en el jardín del Príncipe de Anglona en la plaza de la Paja de Madrid.Eduardo Barba

En Madrid, todavía se respira la estela luminosa que dejó Goya por muchos de sus rincones. Parece que el más evidente ha de ser el Museo del Prado, pero el artista todavía vive en lugares como la Puerta del Ángel, donde se asentaba la famosa Quinta del Sordo, cuyas paredes lucían ―o ensombrecían― sus pinturas negras; también en la calle del Desengaño, donde una “tienda de perfumes y licores” vendía una de sus famosas series de grabados; y, por supuesto, en la ...

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En Madrid, todavía se respira la estela luminosa que dejó Goya por muchos de sus rincones. Parece que el más evidente ha de ser el Museo del Prado, pero el artista todavía vive en lugares como la Puerta del Ángel, donde se asentaba la famosa Quinta del Sordo, cuyas paredes lucían ―o ensombrecían― sus pinturas negras; también en la calle del Desengaño, donde una “tienda de perfumes y licores” vendía una de sus famosas series de grabados; y, por supuesto, en la ermita de San Antonio de la Florida, ya que allí se encuentra enterrado.

Hay muchos sitios más y, al menos un par, están ligados con jardines castizos, arraigados en la vida de Goya, como el artista lo está en nuestra memoria colectiva. Nos detenemos en uno, en el jardín del Príncipe de Anglona en la plaza de la Paja, uno de los múltiples corazones del Madrid de los Austrias. Para hallar la delicada conexión de este espacio verde con el artista debemos trasladarnos al Prado, que cobija uno de los retratos de familia más vivos de toda la historia del arte: Los duques de Osuna y sus hijos, pintado entre 1787 y 1788. Los duques, mecenas de Goya, mantuvieron una estrecha y fructífera relación con el pintor, tanto laboral como personal.

En este retrato, sentado sobre un cojín y tirando del cordón atado a una calesa de juguete, se encuentra Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Pimentel, el segundo príncipe de Anglona, que da nombre a nuestro tesoro verde escondido entre muros de ladrillo, granito y pedernal. La trayectoria personal del príncipe, reflejo de los convulsos tiempos que le tocaron vivir, es trepidante. Solo mencionaremos uno de los muchos detalles que jalonan su vida, al menos uno apacible: fue el segundo director del Museo del Prado.

Al ver justamente restablecida la ligazón de Goya con este espacio, ya podemos adentrarnos como debemos en este vergel, que en su día perteneció al palacio contiguo, donde habitó nuestro príncipe de Anglona. El jardín, creado hacia 1750 como informa la página web del Ayuntamiento de Madrid, sufrió diversos avatares que llevaron al paisajista Javier de Winthuysen a restaurarlo en 1920. Los caminos enladrillados nos conducen entre borduras de boj (Buxus sempervirens) a una fuente de fuste salomónico. Si nos fijamos en uno de los ocho ailantos (Ailanthus altissima) que crecen en alineación en dos de los muros del jardín, veremos como uno de ellos tiene insinuada en su tronco la misma forma en espiral que la fuente. Parece como si el árbol quisiera imitar su ornamento, envidioso de su porte.

Los ailantos no son los únicos grandes árboles que crecen en este jardincillo. Hay otros dos, dignos de mención, que ocupan con sus copas gran parte del espacio. Uno es la falsa acacia, o árbol de las pagodas (Styphnolobium japonicum), inconfundible por sus ramillas de color verde aguacate y su corteza fisurada. El otro es un plátano de sombra (Platanus x hispanica) imponente, con una peculiar rama que se ha soldado al tronco, autoinjertada, a varios metros de altura. Sus raizotas levantan el camino, cerca de varios ombligos de Venus (Umbilicus rupestris) que prosperan en las llagas de los ladrillos. Más especies de árboles verdean por debajo de los ailantos, como los granados (Punica granatum), los almendros (Prunus dulcis), un solitario y escuálido caqui (Diospyros kaki) o varios madroños (Arbutus unedo).

Además de los bojes, otros arbustos pueblan muchos de los rincones de este jardín con toques románticos y también árabes, acentuado por las pérgolas con rosales trepadores o un plato bajo de mármol de otra fuente. Justamente ahora, una camelia (Camellia japonica) está cargada de capullos, pacientes para abrirse, a la espera de su propia primavera. Setos medios de abelia (Abelia x grandiflora) o de granado enano (Punica granatum Nana) delimitan uno de los caminos paralelos al palacio. Muchas más plantas arbustivas pintarán el jardín con el color de sus flores, como las amarillas de las mahonias (Mahonia aquifolium), con sus hojas de bordes espinosos, o las tan queridas azuladas de las lilas (Syringa vulgaris) y su aroma dulzón.

En este jardincillo parece como si muchos de sus caminos estuvieran descabalados, al obligar al caminante a encontrarse en varios lugares con muretes, setos o pérgolas que le hacen cambiar de dirección una y otra vez, como si estuviera en un juego de comecocos. Es algo muy singular de este recinto, que, aun siendo pequeño, despliega dentro de sí recovecos infinitos, como las circunvoluciones de un cerebro.

La luz cambia a lo largo del día bajo las hojas de los árboles. La algarabía de niños y las risas de una pareja resuenan al pie del templete, recordándonos otros tiempos más felices para esta perla madrileña, un jardín histórico que hoy yace degradado por el mal uso de quienes lo disfrutan y la inercia del abandono. Un lugar en el que el arte y la jardinería van de la mano.

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