Mi jardín, más breve que cometa
Cruzar el umbral de la Casa Museo de Lope de Vega es sumergirse en pleno Siglo de Oro, potenciado por la amabilidad y el buen hacer de unos trabajadores apasionados del legado que cuidan y enseñan
Disfrutar de un huerto es un deseo frecuente de muchos habitantes de la ciudad, picados por el veneno de la clorofila. La fantasía lujuriosa de los frutos de la tierra excita las glándulas salivares de más de una persona. Con la creación en los últimos años de un mayor número de huertas urbanas, esa sed por cultivar se ha ido paliando en parte. Quien en su día también consiguió gozar de la abundancia de su propio terreno fue el dramaturgo Lope de Vega (1562-1635). “Mi casilla, mi quietud, mi ...
Disfrutar de un huerto es un deseo frecuente de muchos habitantes de la ciudad, picados por el veneno de la clorofila. La fantasía lujuriosa de los frutos de la tierra excita las glándulas salivares de más de una persona. Con la creación en los últimos años de un mayor número de huertas urbanas, esa sed por cultivar se ha ido paliando en parte. Quien en su día también consiguió gozar de la abundancia de su propio terreno fue el dramaturgo Lope de Vega (1562-1635). “Mi casilla, mi quietud, mi güertecillo y estudio”, así definía este madrileño inventivo su espacio privado, allí donde compuso muchas de sus obras y vivió los últimos veinticinco años de su vida. Para él, parte de su jornada consistía en relajarse con el cuidado de las numerosas plantas que crecían en su huerta, en lo que es el actual barrio de las Letras, ilustre por haber contado a lo largo de los años con vecinos como Cervantes o Quevedo.
Su casa y su “güertecillo” siguen en pie, un verdadero milagro que bien merece una visita para admirar la sencillez de los siglos pasados. La belleza de la casa se ve perfectamente engalanada con su jardín, de libre acceso. “Al salir allí siento sobre todo alegría. Me gusta sentarme, cerrar los ojos y oír a los pájaros, o en verano a algún insecto que zumba. Puedo oler las flores…”. Quien así relata sus sensaciones en el jardín es Charo Melero, Responsable de Museos de la Comunidad de Madrid, buena conocedora del vergel privado de Lope. Es un jardín que sigue muy vivo, no solo por su flora y fauna, sino también gracias a las actividades culturales que la casa museo programa habitualmente en este lugar, como nos recuerda su responsable. Cruzar su umbral es sumergirse en pleno Siglo de Oro, potenciado por la amabilidad y el buen hacer de unos trabajadores apasionados del legado que cuidan y enseñan. Charo, habituada a la figura de Lope como si se tratara de un familiar más, constata cómo este jardín representaba para él “su paz, su sosiego, su hogar”.
En este pequeño recinto ajardinado se mantiene el trazado original de sus caminos encachados, con sus piedras de río asentadas sobre la tierra. Por allí nos imaginamos al dramaturgo ideando nuevas tramas que hicieran de la vida algo fingido verdadero. Lo que sí tiene visos de realidad son las plantas que lo cubren. Un gran número de ellas son las mismas especies que el propio Lope gustaba de cuidar, algo que sabemos por sus cartas y obras. El pozo, con sus veinte metros de profundidad, mantiene el mismo brocal donde se apoyaría el poeta para subir los muchos cubos de agua que necesitaría para regar tantas plantas. Y no había pocas especies, precisamente: ciprés (Cupressus sempervirens), rosa mosqueta (Rosa rubiginosa), violetas (Viola odorata), claveles blancos y rojos (Dianthus caryophyllus), alhelíes (Erysimum cheiri), jazmines (Jasminum sp.) o incluso tulipanes (Tulipa var.), enviados desde Amberes por un amigo poco antes de 1622.
En este “jardincillo humilde”, como lo denominaba Lope, también fructificaban muchas plantas para el sustento de los habitantes de la casa: espárragos (Asparagus officinalis), de los que gustaba comer y ofrecer en sus cenas; higuera (Ficus carica); naranjos (Citrus x aurantium), de los cuales uno fue pedido a unos amigos valencianos, y de otro andaba preocupado porque no se le helara, al estar recién plantado; alcachofas (Cynara scolymus) o fresas (Fragaria vesca). No podían faltar allí tampoco las hierbas aromáticas.
Otra de las especies que se siguen cultivando, como en aquellos tiempos, son los granados (Punica granatum). El jardín se engalana estos días de verano con los frutos de uno de los tres que dan sombra con sus copas. Hay otros dos más, pero son estériles, cultivados por lo llamativo de sus flores. Se trata del granado Madame Legrelle o Legrelliae, una variedad del siglo XIX dedicada a la insigne horticultura belga Caroline Legrelle d’Hanis, y obtenida y regalada a Caroline por otra importante horticultora de la que se encuentra poca información, Madame Parmentier. Una preciosa historia en femenino. Todavía es muy buen momento para admirar sus flores de pétalos crema y rojizos.
El jardín es una cesura en el tiempo y en el espacio: vienes de todo el lío del tráfico de la ciudad y, de repente, entras aquí y parece como si hubieras cambiado de sitio, de año, de todoMarina Priesto, coordinadora de la Casa Museo de Lope de Vega
Marina Prieto, coordinadora de la Casa Museo Lope de Vega, comenta que “el jardín es una pieza más del museo, y lo cuidamos como si fuera una parte más de él. Es una cesura en el tiempo y en el espacio: vienes de todo el lío del tráfico de la ciudad y, de repente, entras aquí y parece como si hubieras cambiado de sitio, de año, de todo”. Algo que parecen constatar los visitantes, que aquietan el paso al entrar y miran la frondosidad fresca con calma. Despidámonos con las propias palabras de Lope, hablando de su querido güertecillo: “Que mi jardín, más breve que cometa, tiene sólo dos árboles, 10 flores, dos parras, un naranjo, una mosqueta”.
Suscríbete aquí a nuestra nueva newsletter sobre Madrid.