La noche desde el balcón

El insomnio permite otras formas de ver la ciudad, cuando otros duermen o festejan

Varios jóvenes se concentran en el Parque de las Vistillas el pasado 16 de mayo.A. Pérez Meca (Europa Press)

Hay cosas de Madrid que no tienen precio. Por ejemplo, asomarte al balcón y ver un pene. Me pasó el otro día, cuando a medianoche me asomé a tomar el fresco y había allí abajo un joven adulto sacándose el miembro para miccionar en el alcorque del olmo siberiano. La situación fue curiosa: él miraba hacia los lados, procurando que no le viera nadie, sin saber que yo, desde las alturas, le miraba como el ojo de Dios. Meó poco, le diagnostiqué algún tipo de problema renal poco frecuente para su edad. Sentí compasión, que no se estila.

Siempre me ha costado dormirme y me ha costado aún más d...

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Hay cosas de Madrid que no tienen precio. Por ejemplo, asomarte al balcón y ver un pene. Me pasó el otro día, cuando a medianoche me asomé a tomar el fresco y había allí abajo un joven adulto sacándose el miembro para miccionar en el alcorque del olmo siberiano. La situación fue curiosa: él miraba hacia los lados, procurando que no le viera nadie, sin saber que yo, desde las alturas, le miraba como el ojo de Dios. Meó poco, le diagnostiqué algún tipo de problema renal poco frecuente para su edad. Sentí compasión, que no se estila.

Siempre me ha costado dormirme y me ha costado aún más despertarme, como si mi cuerpo no se hubiera ajustado nunca a la rotación de la Tierra. Hay quien dice que el insomnio es, como el despido, una oportunidad para probar cosas nuevas: es porque no lo ha sufrido. El insomnio no permite dormir, pero esa turbación mezclada con cansancio tampoco permite hacer demasiado. Yo me asomo al balcón y percibo la ciudad de otra manera.

Antes de la pandemia no percibía el rumor del barrio, ahora que hemos conocido la quietud, ese rumor se ha hecho evidente y hace de banda sonora de nuestro insomnio.

Brillan los gemelos Cástor y Pólux sobre el Centro Dramático Nacional y en las calles extraño el silencio del toque de queda. Antes de la pandemia no percibía el rumor del barrio, igual que los que viven al lado del mar no perciben el de las olas, ahora que hemos conocido la quietud, ese rumor se ha hecho evidente y hace de banda sonora de nuestro insomnio. La electrocumbia no deseada.

¿Dónde irá toda esa gente que cruza la calle muy entrada la noche de los días laborables? Probablemente vienen o van a trabajar: forman parte de esos engranajes ocultos y mal remunerados que hacen girar el mundo. La frecuencia con la que pasa un borracho vociferante es casi científica, aunque todavía no he encontrado su expresión matemática. Hay mucha gente de noche gritando por las calles y, por mucho que griten, no acabamos de enterarnos. No son solo gritos festivos de turistas borrachos, la mayoría son gritos de verdadera desesperación. Estos días tengo una polilla en casa que por las noches me ronda con sus zumbidos y por el día tiene la manía de ducharse conmigo.

A cierta hora pasa el camión de la basura que hace temblar la realidad, a otra pasa ese que recoge el vidrio con gran estruendo, como si estallara una galaxia (ojo, en el espacio interestelar el sonido es imposible). A veces aparece un trabajador de la limpieza y riega el asfalto cogiendo la manguera como si fuera un fusil. La ciudad de noche desde el balcón: el escenario vacío, el negativo del día, el espacio de los locos. Ahí enfrente, imperturbable por el tiempo, eterno como las montañas, guía nuestras vidas el Carrefour de Lavapiés, abierto 24 horas, mascarón de proa de nuestra civilización. Su luz seguirá encendida el día después de nuestra muerte.

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