El secreto de Ángel Gabilondo
A todos nos echa para atrás que nos intenten convencer de que nuestros problemas en realidad son soluciones
Bill Bernbach, uno de los mad men originales ―esos hombres ultramachistas de Madison Avenue que, bebiendo whisky como cosacos y fumando como carreteros, inventaron la publicidad contemporánea―, estaba completamente convencido de que en algunas ocasiones plantearle a los consumidores un supuesto defecto de un producto como una virtud podía significar el argumento de venta definitivo: contar la historia de lo que se pretendía vender desde un punto de vista que al comprador no se le había ocu...
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Bill Bernbach, uno de los mad men originales ―esos hombres ultramachistas de Madison Avenue que, bebiendo whisky como cosacos y fumando como carreteros, inventaron la publicidad contemporánea―, estaba completamente convencido de que en algunas ocasiones plantearle a los consumidores un supuesto defecto de un producto como una virtud podía significar el argumento de venta definitivo: contar la historia de lo que se pretendía vender desde un punto de vista que al comprador no se le había ocurrido funcionaba como reclamo. Así fue como consiguió colocarle a los estadounidenses en plena era de los brillantes y gigantescos cadillacs de Detroit, ese milagro diminuto hecho en Alemania llamado Volkswagen Beetle. El eslogan que pensó y que aún hoy se sigue enseñando en todas las escuelas de marketing del mundo decía algo tan aparentemente inofensivo como “Piensa en pequeño”.
Puede que pensar en pequeño para una sociedad como la nuestra, acostumbrada a vivir en pisos diminutos y a comprar paquetes individuales en el súper no sea algo intrínsecamente malo, pero en aquel tiempo de coches gigantes bebedores de gasolina era una aberración. Aun así, su campaña funcionó. Esa capacidad de darle la vuelta a la tortilla con éxito me parece digna de admiración porque supongo que a todos nos echa para atrás que nos digan que llueve cuando en realidad nos están meando por encima y que nos intenten convencer de que nuestros problemas en realidad son soluciones. A mí, por ejemplo, este fin de semana varias personas me han intentado convencer de que no es lo mismo vivir solo que estar solo. Yo, que vivo sola, sé que cuando estoy sola a veces me siento sola y otras muchas veces no, pero, al margen de lo que yo sienta, cuando estoy sola no estoy acompañada. Esta verdad de perogrullo ofende a alguna gente que vive sola (y hay medio millón de almas en Madrid que entran en esta categoría) a la que cuando le preguntas si no se siente sola piensa que le estás llamando “fracaso”.
En una sociedad que en las últimas décadas viene premiando el individualismo más feroz hasta extremos salvajes, debatir con sinceridad sobre soledad es un tabú tan grande como decir “piensa en pequeño”. Escucho los argumentos de los que dicen que no es lo mismo estar solo que sentirse solo y me acuerdo del candidato socialista de la Comunidad de Madrid intentando convencerme (a mí y a todo su potencial electorado) de que estar callado no es lo mismo que callarse. Yo, que no me callo ni debajo del agua, pienso que para mí alguien que no abre la boca durante meses no es exactamente serio, soso y formal, como reza el eslogan de su campaña, sino alguna otra cosa que aún no he decidido. Quizá, quién sabe, esa indecisión es la grieta por la que se cuele el impulso final de votarle, como si Bernbach hablase a los electores al oído.