Los españoles somos un bar y la Iglesia, un retrete
La nueva propuesta teatral de Alfredo Sanzol es sociología impecable para llenar con humor, ritmo, diatribas y neurosis el estado de ánimo de una época y un país
Caminar por Madrid estos días es darse cuenta de que el bar cohesiona España. El bar como microcosmos universal castizo, como hogar de acogida, como refugio y territorio neutral. Como santuario y sanatorio; escuela de aprendizaje y escala para las horas muertas. No sólo en nuestros barrios. Allá donde vayamos, un tugurio donde se lea en la puerta “tapas”, “hay caldo”, “tortilla”, “churros”, “pinchos”, “cerveza y vermú de grifo”, “menú del día”, como reclamo metafísico para estómagos sin aclimatar, nos vale. Da confianza. Lo mismo que un paisano que lo regente o un vecino con quien departir de ...
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Caminar por Madrid estos días es darse cuenta de que el bar cohesiona España. El bar como microcosmos universal castizo, como hogar de acogida, como refugio y territorio neutral. Como santuario y sanatorio; escuela de aprendizaje y escala para las horas muertas. No sólo en nuestros barrios. Allá donde vayamos, un tugurio donde se lea en la puerta “tapas”, “hay caldo”, “tortilla”, “churros”, “pinchos”, “cerveza y vermú de grifo”, “menú del día”, como reclamo metafísico para estómagos sin aclimatar, nos vale. Da confianza. Lo mismo que un paisano que lo regente o un vecino con quien departir de fútbol, del punto exacto al que debes hervir el potaje o de dónde viene el aceite con el que aliña las penas de nuestra ensalada mental.
En cuanto a los retretes, hemos aprendido mucho. Lejos quedan aquellos donde tenías que descargar en cuclillas, entre una peste a orines amortiguada por serrín con la cadena sistemáticamente estropeada. Ahora –ya por fin- parece que den premios en concursos de limpieza. Pero han quedado marcados a fuego con una especie de peste para generaciones pasadas, como la de Alfredo Sanzol (Madrid, 1972). En El bar que se tragó a todos los españoles -hermoso y pantagruélico título programado en el Valle-Inclán hasta el 4 de abril-, el dramaturgo nos coloca a los feligreses ahí metidos: entre la barra, las terrazas y las mesas. Pero a los curas se los lleva al retrete. Lo mismo da que anden en el Vaticano para negociar pistola en mano una dispensa, caso del grandioso Txistorro creado por David Lorente, o en la parroquia.
Lo que Sanzol logra con todos ellos es un universo más que reconocible: ese local cósmico que representa fielmente lo que hemos sido y lo que natural y asombrosamente logramos después.
No así a quienes se encuentran con una profunda y justificada crisis de fe, como le ocurre a Jorge Arizmendi, su protagonista. Francisco Carril da vida con desparpajo y frescura a este inocente trashumante. Con un punto algo zangolotino en su viaje a ninguna parte como le gustaría a Fernán Gómez y con aires de Forrest Gump. Determinado a dejar atrás los rosarios y las misas o a cambiar el latín por el inglés y el marketing. Carril encabeza un reparto coral y brillante donde es el único que no se desdobla junto a Natalia Huarte. Ella es el sentido práctico sin sentido de culpa, con el punto justo de romanticismo y rebeldía feminista aun sólo expresada en monólogo interior. Dulzura y carácter determinada para no pasar una.
En torno a los dos bailan siete actores capaces de transmutarse en hasta 10 personajes diferentes: una sociología impecable para llenar con humor, ritmo, diatribas y neurosis el estado de ánimo de una época y un país visto de lejos y de cerca, encerrado en un bar. Aparte de Carril, Huarte y Lorente, hay que citar a todos los que conforman este grandioso elenco camaleónico: Elena González, Nuria Mencía, Jesús Noguero, Alberto Ribalta, Jimmy Roca y Carmina Viyuela.
Lo que Sanzol logra con todos ellos es un universo más que reconocible: ese local cósmico que representa fielmente lo que hemos sido y lo que natural y asombrosamente logramos después. Entre la crudeza, la ternura, la complicidad, alejado del patetismo y militante en el sentido del humor. Tres horas que se pasan a base de sonrisa y carcajada, a caballo entre las raíces navarras y la América profunda, donde huye el protagonista conectado a las operadoras de telefónica: de Pamplona a Texas y de Madrid al seno de granjas perdidas y poblachos de western. Pegado a postales de Eduard Hopper y cuadros más propios de Antonio López se desliza la memoria del franquismo sociológico, un detritus de nacionalcatolicismo y la aventura de buscar nuevas mentalidades que los españoles hemos hallado solos, a pulso y conciencia, en nuestro camino irreversible hacia la tolerancia.
Esa hazaña colectiva que tantos populismos a derecha e izquierda ponen en hoy de manera cínica en duda, pero que fue, que es, real. Así lo demuestra con arte Sanzol para enmendar la plana a quienes políticamente construyen relatos interesados –mentiras y más mentiras, en suma- alejadas de la pura y sencilla verdad que aquel viaje todavía representa.