¿Qué hacer con las iglesias?
Son de los pocos lugares, junto a las bibliotecas, donde encontrar algo de paz (sin pagar)
A veces voy a la iglesia, a ver si encuentro a Dios. Evito las horas de misa y me rodeo de santos cuyo nombre y poderes desconozco. Me da paz ir a la iglesia: es uno de los pocos lugares, junto con las bibliotecas públicas, donde uno puede estar solo y silencioso, sin que nadie le moleste, sin pagar entrada, comida o cerveza, alcanzando cierto estado meditativo. Es curioso, pero hay otra gente, poca, que también va la iglesia, y permanece entre las llamas titilantes de las velas, los reflejos dorados y las ligeras penumbras. Se acercan a una de esas figuras mitológicas con túnica y la miran pi...
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A veces voy a la iglesia, a ver si encuentro a Dios. Evito las horas de misa y me rodeo de santos cuyo nombre y poderes desconozco. Me da paz ir a la iglesia: es uno de los pocos lugares, junto con las bibliotecas públicas, donde uno puede estar solo y silencioso, sin que nadie le moleste, sin pagar entrada, comida o cerveza, alcanzando cierto estado meditativo. Es curioso, pero hay otra gente, poca, que también va la iglesia, y permanece entre las llamas titilantes de las velas, los reflejos dorados y las ligeras penumbras. Se acercan a una de esas figuras mitológicas con túnica y la miran pidiendo paz, piedad o perdón. “España ha dejado de ser católica”, dijo Manuel Azaña, hace mucho. Seguimos dejándolo.
En otras épocas la gente iba a la iglesia, pasaba un rato a rezar, a pedir, a confesarse, cumplía con sus necesidades espirituales como quien va a la frutería, al zapatero o al asesor fiscal. Soy ateo, pero también vengo a cumplir con mis necesidades espirituales, porque la solemnidad de la iglesia inspira ínfulas de trascendencia: me concentro en mi propia respiración, trato de estar aquí y ahora, intento que dentro de mi cráneo resuene el mismo eco que dentro de superficies interiores de las bóvedas. Más que un beato, aspiro a alcanzar la serenidad del monje zen.
Lo idóneo sería mantener las iglesias como lugares de recogimiento, más allá de la creencia de cada cual, porque la necesidad de recogerse en un mundo dislocado cada vez será mayor.
A veces sí que me ha tocado una misa. Tengo mal recuerdo de las misas de mi infancia. Las autoridades eclesiásticas deberían revisar la liturgia: la acústica suele ser terrible, el ritmo tedioso, el final previsible, y eso que desde el Concilio Vaticano II el cura no da la misa de espaldas y en latín. La misa del siglo XXI debería incluir algo de pirotecnia y de performance: la fuerte carga moral de la religión, los relatos alucinantes, lo tremendo de su cosmovisión, trágica y balsámica, son un material de primera para dar un espectáculo mejor, rabiosamente contemporáneo. Aunque quizás entonces las iglesias no serían lugares tan propicios para alejar el alma de los youtubers.
Cada vez hay menos creyentes (hay no practicantes, que son como veganos que comen chuletones), y los fieles cada vez están más envejecidos: en una misa predominan las señoras mayores, no se ve un recambio generacional. Habría que pensar cómo reutilizar las iglesias vacías del futuro. Alguien dirá que serían excelentes espacios de coworking, en algunas ya se han puesto bares de copas o salas de conciertos, otra, en Lavapiés, es una imponente biblioteca.
Lo idóneo sería mantenerlas como lugares de recogimiento, más allá de la creencia de cada cual, porque la necesidad de recogerse en un mundo dislocado cada vez será mayor. El otro día, un día aciago en un tiempo aciago, no sé por qué, tal vez movido por la desesperación cotidiana, entrelacé mis dedos y me puse a rezar.